Henning Mankell - El chino

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Hans Mattsson acudió a su despacho una vez terminado el juicio. Había escuchado las alocuciones finales de la defensa y del fiscal por el sistema de megafonía interna.

– Palm ha tenido un par de días estupendos.

– La cuestión es cómo establecer la pena. No cabe la menor duda de que los hermanos Tran son los protagonistas. Los otros dos son cómplices, claro está. Pero parecen intimidados por los hermanos. Resulta difícil ignorar que cabe la posibilidad de que hayan asumido más culpa de la que en realidad tienen.

– Bueno, si quieres que hablemos de ello, no tienes más que decirlo.

Birgitta Roslin recogió sus notas y se preparó para marcharse a casa. Staffan le había enviado un mensaje al móvil en el que le aseguraba que todos se encontraban bien. Estaba a punto de salir del despacho, cuando sonó el teléfono. Por un instante, pensó en no contestar, pero al final alcanzó el auricular.

– Soy yo.

Reconoció la voz del hombre que había llamado, pero no la ubicaba.

– ¿Quién?

– Nordin, el vigilante.

– Perdona, estoy algo cansada.

– Llamaba para avisarte de que tienes visita.

– ¿De quién se trata?

– La mujer que me pediste que tuviese vigilada.

– ¿Sigue aquí? ¿Qué quiere?

– No lo sé.

– Si es pariente de alguno de los vietnamitas acusados, no puedo hablar con ella.

– Creo que te equivocas.

Birgitta Roslin empezaba a impacientarse.

– ¿Qué quieres decir? No me está permitido hablar con ella.

– Quiero decir que no es vietnamita. Habla un inglés perfecto y es china. Quiere hablar contigo. Según dice, es muy importante.

– ¿Dónde está?

– Te está esperando fuera. La veo desde aquí. Acaba de arrancar una hoja de un abedul.

– Ya, ¿y tiene nombre esa mujer?

– Seguro que sí, pero no me lo ha dicho.

– Voy ahora mismo. Dile que me espere.

Birgitta Roslin se acercó a la ventana, desde allí pudo ver a la mujer en la acera.

Pocos minutos después bajó a la calle.

35

La mujer, que se llamaba Ho, podía ser la hermana menor de Hong. Al verla de cerca, la asombró el parecido no sólo por el peinado, sino también por la dignidad que emanaba de su persona. Cuando Birgitta bajó a la calle, Ho aún tenía la hoja de abedul en la mano.

La mujer se presentó en un inglés impecable, igual que Hong.

– Tengo un mensaje para ti -le dijo Ho-. Si no te molesto…

– Mi jornada laboral ha terminado.

– No entendí una sola palabra de lo que se dijo en la sala, pero me di cuenta del respeto con que todos te trataban.

– Hace unos meses, tuve la oportunidad de presenciar un juicio en China. También lo presidía una jueza, a la que todos miraban con gran respeto.

Birgitta Roslin le preguntó si quería ir a una cafetería o a un restaurante, pero Ho señaló los bancos de un parque cercano.

Las dos mujeres fueron a sentarse en uno de ellos. A pocos metros de donde se encontraban había un grupo de hombres de cierta edad a los que Birgitta había visto muchas veces. Tenía el vago recuerdo de haber condenado a uno de ellos por alguna falta que había olvidado. «Son los eternos habitantes del parque. Los borrachos de los jardines, hombres solitarios que barren la hojarasca de los cementerios, los que hacen que gire la rueda de la sociedad sueca. Si anulamos su presencia, ¿qué nos queda?», solía preguntarse.

Entre los borrachos agrupados en torno al banco había un hombre de color. También en esas esferas iba adquiriendo su identidad la nueva Suecia.

Birgitta Roslin sonrió para sí.

– Ha llegado la primavera -comentó.

– He venido para hablarte de la muerte de Hong.

Birgitta no sabía cuál sería el mensaje de aquella mujer, pero desde luego no se esperaba aquello. Sintió una punzada, no de dolor, sino de un pánico repentino.

– ¿Qué pasó?

– Falleció en un accidente de tráfico durante un viaje a África. Su hermano estaba con ella, pero sobrevivió. Bueno, quizá ni siquiera iba en el coche. La verdad es que desconozco los detalles.

Birgitta se quedó muda mirando a Ho, procesando la información, intentando comprenderla. El flamante colorido de la primavera quedó de pronto ensombrecido por la noticia.

– ¿Cuándo sucedió?

– Hace varios meses.

– ¿En África?

– La querida Hong formaba parte de una delegación que viajó a Zimbabue. Nuestro ministro de Comercio, el señor Ke, hizo al país africano una visita que se consideraba de capital importancia. El accidente ocurrió durante un viaje a Mozambique.

Dos de los borrachos empezaron a gritarse y a golpearse.

– Vámonos -dijo Birgitta al tiempo que se levantaba del banco.

Fueron a una pastelería que quedaba cerca y donde apenas si había clientes. Birgitta le pidió a la joven camarera que bajase el volumen de la música.

La joven obedeció. Ho pidió una botella de agua mineral y Birgitta tomó café.

– Cuéntame -rogó Birgitta-, con todo lujo de detalles y despacio, todo lo que sepas. Durante los pocos días que tuve oportunidad de conocer a Hong, se convirtió en algo así como una amiga. Pero ¿quién eres tú? ¿Quién te ha enviado desde tan lejos, desde el mismo Pekín? Y, ante todo, ¿por qué?

Ho meneó la cabeza.

– No, no, vengo de Londres. Hong tenía muchos amigos que lamentan su muerte. Ma Li, que estuvo con ella en África, fue la que me dio la noticia de su muerte. Y me pidió que me pusiera en contacto contigo.

– ¿Ma Li?

– Otra amiga de Hong.

– Bueno, empieza desde el principio -propuso Birgitta-. Aún me cuesta creer lo que dices.

– A todos nos cuesta y, aun así, es la verdad. Ma Li me escribió para contarme lo sucedido.

Birgitta Roslin esperó a que continuara, pero comprendió que el silencio también llevaba un mensaje en torno al cual Ho intentaba crear un espacio, para encerrarlo en él.

– Los datos se contradicen -observó Ho-. A juzgar por las palabras de Ma Li, era como si ella supiese que Hong iba a morir antes de que ocurriese, como si se tratase de una verdad anunciada.

– ¿Por quién lo supo ella?

– Por Ya Ru, el hermano de Hong. Según contó, Hong quiso hacer una excursión por la sabana para ver animales salvajes. Lo más probable es que el chófer fuese a demasiada velocidad, el coche volcó y Hong murió en el acto. El coche empezó a arder, pues estalló el depósito de la gasolina.

Birgitta meneaba la cabeza, un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Sencillamente, no podía imaginarse a Hong muerta y, además, víctima de algo tan banal como un accidente de tráfico.

– Pocos días antes de morir, Hong mantuvo una larga conversación con Ma Li -prosiguió Ho-. Ignoro sobre qué hablaron, pues Ma Li no traiciona la confianza de sus amigos, pero sé que Hong le dio instrucciones precisas. Si algo le sucedía, tú debías saberlo.

– ¿Por qué? Yo apenas la conocía.

– No sabría decirte.

– Ma Li te lo explicaría, ¿no?

– Hong quería que supieras dónde puedes encontrarme en Londres, por si alguna vez necesitabas ayuda.

Birgitta Roslin sintió cómo el miedo crecía en su interior. «Es un reflejo de lo que me sucedió a mí», pensó. «A mí me robaron en una calle de Pekín, Hong sufre un accidente en África. De algún modo, los dos hechos están relacionados.»

El mensaje de Hong la aterrorizó. «Si alguna vez necesitas ayuda, debes saber que en Londres hay una mujer llamada Ho.»

– Pero no entiendo a qué te refieres. ¿Has venido para prevenirme? ¿De qué, qué podría pasar?

– Ma Li no me dio detalles.

– Pero lo que decía en la carta bastó para que vinieses hasta aquí. ¿Sabías dónde encontrarme, cómo localizarme? ¿Qué te escribió Ma Li?

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