– Vamos a hacer una excursión -le explicó.
– ¿A la montaña? ¿Al valle? ¿Por los hermosos senderos de flores?
– En barco. Hemos reservado plaza en un gran velero que nos llevará a alta mar. De modo que puede que no tengamos cobertura durante un par de días.
– ¿Adónde vais?
– A ninguna parte. Fue idea de los chicos. Nos hemos apuntado como tripulación no cualificada, junto con el capitán del barco, un cocinero y dos marineros expertos.
– ¿Cuándo zarpáis?
– Ya hemos salido. Hace un tiempo espléndido, pero por desgracia no sopla la menor brisa.
– ¿Hay botes salvavidas? ¿Tenéis chalecos?
– Oye, no nos subestimes. Deséanos una buena travesía. Si quieres, te llevo un frasco de agua salada.
La conexión dejaba mucho que desear y se despidieron a gritos. Birgitta Roslin colgó el auricular y deseó haber ido con ellos, pese a que Hans Mattsson se habría sentido algo decepcionado y sus colegas, un tanto irritados.
Volvió a llamar al hotel Eden, pero en esta ocasión comunicaba. Aguardó, lo intentó cinco minutos más tarde, seguía comunicando. Miró por la ventana y comprobó que continuaba haciendo un magnífico tiempo primaveral. Cayó en la cuenta de que llevaba demasiada ropa y fue a cambiarse. Aún comunicaba. Decidió intentarlo otra vez cuando bajase al despacho. Tras una ojeada al frigorífico, escribió una lista de lo que necesitaba comprar y marcó el número de Hudiksvall.
En esta ocasión, respondió una mujer con acento extranjero.
– Eden.
– Quería hablar con Sture Hermansson.
– Imposible -gritó la mujer.
Después empezó a hablar histérica en una lengua extranjera que Birgitta intuyó que sería ruso.
Sonó como si se le hubiese caído el auricular. Alguien lo recuperó del suelo. Esta vez era un hombre que hablaba el dialecto de Hälsingland.
– ¿Diga?
– Quería hablar con Sture Hermansson.
– ¿Quién pregunta?
– ¿Con quién hablo? ¿Es el hotel Eden?
– Sí, exacto. Pero no puedes hablar con Sture.
– Soy Birgitta Roslin y llamo de Helsingborg. Sture Hermansson me llamó ayer hacia las doce de la noche. Y habíamos quedado en hablar por la mañana.
– Pues está muerto.
Birgitta perdió el resuello. Por un instante, sintió un vértigo terrible, incluso calambres.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sabemos. Parece que se ha cortado con un cuchillo y se ha desangrado.
– ¿Con quién estoy hablando?
– Me llamo Tage Elander. No como el ex primer ministro Erlander, sino sin la erre. Tengo una tapicería en la casa de al lado. La limpiadora, la rusa, vino corriendo hace unos minutos. Y ahora estamos esperando a la ambulancia y a la policía.
– ¿Lo han asesinado?
– ¿A Sture? ¿Por qué, en nombre del Señor, iban a haberlo asesinado? Se cortó con un cuchillo de cocina, por accidente. Como estaba solo, nadie lo oyó pedir ayuda. Es trágico. Un hombre tan amable.
Birgitta no estaba segura de haber comprendido bien lo que le había dicho Elander.
– No podía estar solo en el hotel.
– ¿Por qué no?
– Tenía huéspedes.
– Según la rusa, estaba vacío.
– No, tenía por lo menos un huésped. Me lo contó anoche. Un chino que se alojaba en la número doce.
– Puede que yo no la entendiese. Espera, voy a preguntarle.
Birgitta oyó la conversación de fondo. La voz de la rusa seguía sonando chillona y excitada.
Elander volvió al auricular.
– Insiste en que esta noche no había un solo huésped.
– No hay más que mirar en el registro. Habitación número doce. Un huésped con nombre chino.
Elander volvió a desaparecer. Birgitta oyó que la limpiadora rusa llamada Natascha estaba llorando. Al mismo tiempo, una puerta se abrió y otras voces llenaron la habitación.
Hasta que Elander dejó oír su voz de nuevo al aparato.
– Tengo que colgar. Han llegado la policía y la ambulancia. Pero no hay registro.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no está. La limpiadora dice que siempre lo dejaba en el mostrador. Pero no está.
– Estoy segura de que había un huésped en el hotel.
– Pues ahora ya no. ¿Será él quien se llevó el registro?
– Peor aún -respondió Birgitta Roslin-. Puede que fuera él quien usó el cuchillo de cocina para matar a Sture Hermansson.
– No entiendo una palabra de lo que dices. Más valdría que hablaras con alguno de los policías.
– Lo haré, pero no ahora.
Birgitta colgó el auricular. Había mantenido la conversación de pie pero en ese instante tuvo que sentarse. El corazón le martilleaba el pecho.
De repente, lo vio todo claro. El hombre que, según sus sospechas, había matado a los habitantes de Hesjövallen había vuelto para preguntar por ella antes de desaparecer con el registro del hotel y de matar a su dueño, y eso sólo podía significar una cosa. Había vuelto para asesinarla a ella. Cuando le pidió al joven chino que mostrase la fotografía que ella había sacado de la cámara de Sture Hermansson, no sospechó las consecuencias que aquello podría acarrearle. Por razones obvias, el hombre creyó que ella vivía en Hudiksvall. Ahora había corregido el error. Sture Hermansson le había facilitado al chino la dirección correcta.
Por un instante, se sintió inmersa en el caos más absoluto. El asalto callejero y la muerte de Hong, el bolso robado que apareció más tarde, la anónima visita a su habitación del hotel, todo guardaba relación, pero ¿qué sucedería ahora?
En un impulso desesperado, marcó el número de su marido, pero su teléfono estaba fuera de cobertura. Birgitta maldijo para sus adentros aquella aventura marinera. Lo intentó con el número de una de sus hijas, pero con el mismo resultado.
Llamó entonces a Karin Wiman, que tampoco respondió.
El pánico no le daba respiro. No veía otra posibilidad que la de huir. Debía marcharse de allí. Al menos, hasta que comprendiese lo que estaba pasando y en qué estaba metida.
Una vez tomada la decisión, actuó como solía en situaciones extremas, con rapidez y resolución, sin dudar lo más mínimo. Llamó a Hans Mattsson y logró hablar con él, pese a que estaba en una reunión.
– Me encuentro mal -le dijo-. No es la tensión, pero tengo algo de fiebre. Algún virus. Estaré de baja unos días.
– Te has esforzado demasiado para terminar cuanto antes el juicio de los vietnamitas -se lamentó Mattsson-. No me sorprende que hayas caído enferma. Acabo de terminar un escrito que presentaré ante la Dirección Nacional de Administración de Justicia donde les explico que los juzgados suecos están imposibles. Tal y como están las cosas ahora, con tanto empleado judicial y tantos jueces al borde del colapso, la seguridad en la justicia corre peligro.
– Bueno, no será más que un par de días. No tengo ninguna vista hasta la semana que viene.
– Que te mejores. Y lee el diario local. «La jueza Roslin presidió la vista como de costumbre, con mano firme y sin permitir disturbios por parte del público. ¡Todo un ejemplo!» Desde luego, necesitamos todos los elogios que nos dediquen. En otro mundo y otro tiempo, podríamos haberte nombrado la Jueza del Año, si tuviésemos ese tipo de dudosos reconocimientos.
Birgitta Roslin subió al piso de arriba y preparó una pequeña maleta. En un viejo ejemplar de un antiguo libro de la carrera de derecho guardó unas libras que le habían quedado del último viaje a Inglaterra. No dejaba de pensar que el hombre que había asesinado a Sture iba rumbo al sur. Además, podía haber partido durante la noche, si iba en automóvil. Nadie lo había visto marcharse.
Entonces cayó en la cuenta de que había olvidado la cámara de vigilancia del hotel y marcó el número del Eden. En esta ocasión le respondió un hombre que tosía. Birgitta Roslin no se molestó en presentarse.
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