Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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– Es para protección -protestó Zeller-. Todo esto es una chorrada. No se sostiene.

– ¿De verás? -preguntó Renner afablemente.

Apartó a Zeller de la mesa y volvió a sentarlo rudamente en la silla.

– Quédese aquí.

Se acercó a Pierce y le señaló el pecho con la cabeza.

– Adelante.

Pierce empezó a desabotonarse la camisa, revelando el paquete de baterías y transmisor, sujeto con cintas en su costado izquierdo.

– ¿Cómo se ha oído? -preguntó Pierce.

– Perfecto. Tenemos hasta la última palabra.

– Hijo de puta -dijo Zeller con un silbido acerado en la voz.

Pierce lo miró.

– Vaya, así que yo soy el hijo de puta por llevar un micrófono. Me quieres colgar un asesinato y te pones hecho una furia porque llevo un micrófono. Cody, no puedes…

– Vale, vale, calma-dijo Renner-. Cállense los dos.

Como para recalcar sus palabras, el detective arrancó de un fuerte tirón la cinta adhesiva que sujetaba el equipo de vigilancia al torso de Pierce. Pierce estuvo a punto de gritar, pero fue capaz de contenerse y dejarlo en un «joder, eso duele».

– Bien. Siéntese ahí, señor Honrado. Estará mejor en un minuto. -Se volvió hacia Zeller-. Antes de sacarle de aquí, voy a leerle sus derechos. Así que cállese y escuche.

Metió la mano en uno de los bolsillos interiores de la cazadora y sacó una pila de tarjetas. Rebuscó entre ellas hasta que encontró la tarjeta magnética que Pierce le había dado antes. Se estiró y se la tendió a Pierce.

– Usted delante. Abra la puerta.

Pierce cogió la tarjeta, pero no se levantó. Todavía le ardía el costado. Renner encontró la tarjeta que buscaba y empezó a leerle los derechos a Zeller.

– Tiene derecho a…

Se oyó un fuerte clac metálico cuando se desbloqueó la cerradura de la trampa. La puerta se abrió y Pierce vio al vigilante de seguridad de la entrada. Estaba despeinado y sin brillo en los ojos. Mantenía una mano a la espalda, como si escondiera algo.

En su visión periférica Pierce vio que Renner se tensaba. Soltó la tarjeta que estaba leyendo y buscó la cartuchera en el interior de su cazadora.

– Es mi vigilante de seguridad -espetó Pierce.

En el mismo instante en que lo decía vio que el agente de seguridad, un hombre llamado Rudolpho Gonsalves, era empujado al laboratorio desde atrás. El vigilante se estrelló contra la estación informática y cayó al suelo. El monitor le cayó en el pecho. Entonces apareció la familiar imagen de Dosmetros entrando en el laboratorio, agachándose al pasar el umbral.

Billy Wentz entró tras él. Empuñaba una pistola negra y grande en la derecha y sus ojos se aguzaron cuando vio a los tres hombres al otro lado del laboratorio.

– ¿Por qué tarda…?

– ¡Polis! -gritó Zeller-. Es un poli.

Renner ya estaba sacando la pistola de la cartuchera, pero Wentz llevaba ventaja. Con la máxima economía de movimiento, el gángster bajito apuntó y empezó a disparar. Fue avanzando mientras disparaba, moviendo el cañón del arma en un arco de cinco centímetros. El sonido era ensordecedor.

Pierce no lo vio, pero sabía que Renner había comenzado a responder al ataque. Oyó ruido de disparos a su derecha e instintivamente se tiró al suelo a la izquierda. Rodó y se volvió para ver que el detective caía, salpicando de sangre la pared que tenía detrás. Wentz seguía avanzando por el otro lado. Estaba atrapado. Wentz estaba justo entre él y la puerta de la trampa.

– ¡Luces!

El laboratorio se sumió en la oscuridad. Dos fogonazos acompañaron los dos últimos disparos de Wentz y luego se hizo la oscuridad completa. Pierce inmediatamente rodó de nuevo hacia su derecha para no estar en la misma posición en que Wentz lo recordaba. Se quedó completamente inmóvil a cuatro patas, tratando de controlar la respiración y escuchando cualquier sonido que no fuera suyo.

Oía un ruido gutural a su derecha y detrás de él. Era o Renner o Zeller. Herido. Pierce sabía que no podía llamar a Renner porque eso ayudaría a Wentz a centrar su siguiente disparo.

– ¡Luces!

Fue Wentz quien habló, pero el lector de voz estaba programado para identificar únicamente las voces de los miembros más altos del escalafón del equipo de laboratorio. La voz de Wentz no servía.

– ¡Luces!

Nada.

– ¿Dosmetros? Ha de haber un interruptor. Encuentra el interruptor.

No hubo respuesta, ni sonido de movimiento.

– ¿Dosmetros?

Nada.

– Dosmetros, maldita sea.

De nuevo no hubo respuesta. Entonces Pierce oyó un estrépito delante de él y a su derecha. Wentz había tropezado con algo. Por el sonido calculó que estaba al menos a seis metros de distancia. El gángster probablemente estaba cerca de la trampa, buscando a su matón o el interruptor de la luz. Sabía que eso no le daba mucho tiempo. El interruptor no se hallaba junto a la trampa, sino a un par de metros, en el panel de control eléctrico.

Pierce se arrastró silenciosa y rápidamente hasta la estación experimental. Recordó la pistola de Zeller que había encontrado Renner.

Cuando llegó a la mesa se levantó y pasó la mano por la superficie. Sus dedos se arrastraron por algo grueso y húmedo y al cabo de un momento tocaron lo que claramente eran los labios y la nariz de alguien. Al principio sintió repulsión, pero volvió a palpar el rostro, por encima de la coronilla, hasta que encontró el pelo atado atrás. Era Zeller. Y al parecer estaba muerto.

Después de un momento de pausa continuó la búsqueda y su mano finalmente se cerró en torno a una pequeña pistola. Se volvió hacia la trampa de la entrada. Mientras llevaba a cabo la maniobra, su tobillo tropezó con una papelera de aluminio que había debajo de la mesa y aquélla se volcó estrepitosamente.

Pierce se agachó y otros dos disparos resonaron en el laboratorio. Vio dos destellos de un microsegundo con el rostro de Wentz en la oscuridad. Pierce no respondió a los disparos, estaba demasiado ocupado poniéndose fuera del alcance de Wentz. Oyó el distintivo zamp zamp de las balas destinadas a él, que impactaron en el revestimiento de cobre de la pared exterior del laboratorio del láser, al fondo de la habitación.

Pierce se metió la pistola en el bolsillo de los vaqueros para poder arrastrarse con mayor velocidad y eficiencia. Una vez más se concentró en calmarse él y su respiración y empezó a reptar hacia su izquierda.

Estiró una mano hasta que tocó la pared y se formó una idea de dónde estaba. Después reptó silenciosamente hacia adelante, utilizando la pared como guía. Pasó el umbral del laboratorio de electrónica -lo supo por el concentrado olor a carbono quemado- y avanzó hasta la otra sala, el laboratorio de imagen.

Se levantó lentamente, alerta al sonido de cualquier movimiento próximo. Sólo hubo silencio y después un sonido metálico procedente del otro lado de la sala. Pierce lo identificó como el de un cargador al ser sacado de una pistola. No tenía mucha experiencia con armas, pero le pareció que el sonido encajaba con lo que se estaba imaginando: Wentz recargando su pistola o comprobando el número de balas que le quedaban.

– Eh, Lumbreras -lo llamó Wentz, partiendo la oscuridad con su voz como un relámpago-. Ahora sólo estamos tú y yo. Será mejor que te prepares porque voy a por ti. Y voy a hacerte algo más que obligarte a encender la luz.

Wentz se rió socarronamente en la oscuridad.

Pierce giró despacio el pomo de la puerta del laboratorio de imagen y la abrió sin hacer ruido. Entró y cerró la puerta. Actuó de memoria. Dio dos pasos hacia la parte de atrás de la sala y luego tres a su derecha. Extendió la mano y con un paso más tocó la pared. Con los dedos de ambas manos extendidos barrió la pared trazando figuras de ocho con los dedos hasta que su mano izquierda tocó el gancho del que colgaban las gafas de resonancia que había usado durante la presentación con Goddard esa mañana.

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