Michael Connelly - Llamada Perdida

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Pierce es un investigador de informática molecular volcado en un estudio que podría revolucionar el mundo de la medicina. Su obsesiva dedicación al trabajo ha repercutido en su vida privada, dando al traste con su relación con Nicole. tras abandonar la vivienda que compartía con ella, Pierce se instala en un nuevo apartamento con vistas a la playa de Santa Mónica. Allí empieza a recibir extrañas llamadas telefónicas de hombres que buscan a una tal Lilly. Movido por la curiosidad, Pierce decide investigar quién es esa mujer y descubre su anuncio en L.A. Darlings, una web donde ofrecía sus servicios como chica de compañía. La obsesión de Pierce le arrastra al oscuro mundo del sexo en Internet, un ámbito desconocido para él y que no tardará en convertirse en una pesadilla.
En Llamada perdida, Connelly sustituye a Harry Bosch – el protagonista que le ha aportado fama mundial – por Henry Pierce, cuya curiosidad sirve de motor para abordar, desde el suspense, dos temas de gran actualidad: el sexo online y las nuevas tecnologías científicas.
«Connelly sabe jugar diabólicamente con los lectores. El resultado es esta novela que cuenta con un suspense al más puro estilo Hitchcock.» – Kirkus Reviews

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Decepcionado por sus fracasos, Zeller se acercó a la estación experimental más alejada de Pierce, apartó la silla de escritorio y se dejó caer pesadamente en ella. Cerró los ojos, cruzó los brazos y puso los pies en la mesa, a sólo unos centímetros del microscopio de un cuarto de millón de dólares.

Pierce aguardó. Tenía toda la noche si hacía falta. Zeller había jugado con él magistralmente. Había llegado el momento de tomarse una revancha. Pierce jugaría con él. Quince años antes, cuando la policía del campus había hecho la redada de los Maléficos, los habían separado y habían esperado fuera. Los polis no tenían nada. Fue Zeller quien confesó, quien lo contó todo. No lo hizo por miedo, ni por agotamiento. Lo hizo por el deseo de hablar, por la necesidad de compartir su genio.

Pierce contaba con eso.

Pasaron casi cinco minutos. Cuando Zeller empezó a hablar por fin lo hizo en la misma postura, con los ojos todavía cerrados.

– Fue cuando volviste después del funeral.

No dijo nada más. Pasó un rato. Pierce esperó, no estaba seguro de cómo sacarle el resto. Finalmente optó por un enfoque franco.

– ¿De qué estás hablando? ¿El funeral de quién?

– De tu hermana. Cuando volviste a Palo Alto no hablaste de ello. Te lo guardaste. Entonces una noche surgió todo. Nos emborrachamos y yo tenía una cosa que me había quedado de las vacaciones de Navidad en Maui. Nos la fumamos y, tío, no podías dejar de hablar de eso.

Pierce no lo recordaba. Sí recordaba haber bebido mucho y tomado diversas drogas en los días posteriores a la muerte de Isabelle. Lo que no recordaba era haber hablado de ello con Zeller ni con nadie.

– Dijiste que una vez, cuando estabas buscando con tu padrastro, la encontraste. Ella estaba durmiendo en ese hotel abandonado donde todos los fugados habían ocupado las habitaciones. La encontraste. Ibas a rescatarla, ibas a llevarla a casa, pero ella te convenció de que no lo hicieras y de que no se lo contaras a tu padrastro. Te dijo que le había hecho cosas, que la había violado y que por eso se había fugado. Dijiste que te convenció de que estaba mejor en la calle que en casa con él.

Pierce cerró los ojos, recordando el momento de la historia, aunque no la confesión ebria a un compañero de cuarto.

– Así que la dejaste y le mentiste al viejo. Le dijiste que no estaba allí. Después, durante todo un año más, continuaste saliendo de noche, buscándola. Sólo que en realidad la estabas evitando y él no lo sabía.

Pierce recordó su plan. Hacerse mayor para luego ir a buscarla, encontrarla y rescatarla. Pero ella estaba muerta antes de que tuviera esa oportunidad. Y desde entonces toda su vida supo que ella seguiría viva si no la hubiera escuchado y creído.

– Nunca más lo mencionaste después de esa noche -dijo Zeller-. Pero yo lo recordaba.

Pierce estaba viendo la confrontación final con su padrastro. Fue años después. Él había estado atado de pies y manos, incapaz de contarle a su madre lo que sabía porque revelarlo habría revelado su propia complicidad en la muerte de Isabelle, habría puesto en evidencia que una noche la había encontrado pero había mentido.

Finalmente la culpa creció hasta que superó el daño que la revelación podría causarle. La confrontación fue en la cocina, donde se producían todas las confrontaciones en aquella casa. Negaciones, amenazas, recriminaciones. Su madre no lo creyó, y al no creerlo estaba negando también a su propia hija muerta. Pierce no había vuelto a hablarle desde entonces.

Pierce abrió los ojos, aliviado de cambiar el inquietante recuerdo por la pesadilla del presente.

– Lo recordabas -le dijo a Zeller-. Lo recordabas y lo guardaste para el momento adecuado. Para este momento.

– No fue así. Surgió algo y lo que tenía me encajaba. Ayudó.

– Bonita entrada, Cody. ¿Tienes una foto mía en la pared con todos los logos?

– No va por ahí, Hank.

– No me llames así. Así es como me llamaba mi padrastro. No vuelvas a llamarme así.

– Como quieras, Henry.

Zeller apretó sus brazos doblados contra el cuerpo con más fuerza.

– Entonces ¿cuál era la trampa? -preguntó Pierce-. Supongo que tenías que entregar la fórmula para quedarte con tu parte del pastel. ¿Quién se la queda?

Zeller giró la cabeza y lo miró desafiante o con rebeldía. Pierce no supo en qué sentido interpretarlo.

– No sé por qué estamos jugando a este juego. Se te viene el mundo encima y ni siquiera lo sabes.

– ¿ A qué te refieres? ¿ Estás hablando de Lilly Quinlan?

– Ya lo sabes. Hay gente que no tardará en contactar contigo. Haces el trato con ellos y todo lo demás se olvida. Si no haces el trato, que Dios te ayude. Todo caerá sobre ti como una tonelada de ladrillos. Así que mi consejo es que te lo tomes con calma. Acepta el trato y saldrás vivo, feliz y rico.

– ¿Cuál es el trato?

– Sencillo. Tú entregas Proteus. Entregas la patente. Vuelves a crear memoria molecular y ordenadores y ganas montones de dinero, pero te mantienes apartado de lo biológico.

Pierce asintió. Por fin lo entendía. La industria farmacéutica. Algún otro de los clientes de Zeller estaba amenazado por Proteus.

– ¿Hablas en serio? -dijo-. ¿Hay un grupo farmacéutico detrás de esto? ¿Qué les has dicho? ¿No sabes que Proteus va a ayudarles? Es un vehículo. ¿Qué va a transportar? Terapia farmacológica. Éste puede ser el mayor avance en esa industria desde que empezó.

– Exacto. Lo cambiará todo, y no están preparados.

– No importa. Hay tiempo. Proteus es sólo un primer paso… Estamos a al menos diez años de cualquier aplicación práctica.

– Sí, diez años. Eso es quince años menos que antes de Proteus. La fórmula incentivará la investigación, por usar una frase de uno de tus mails. Será un pistoletazo de salida. Quizá estamos a diez años o quizá a cinco. O a cuatro. O a tres. No importa. Eres una amenaza, tío. Una amenaza para un gran complejo industrial. -Zeller sacudió la cabeza con asco-. Vosotros los científicos creéis que todo el puto mundo es vuestra ostra, que podéis hacer descubrimientos y cambiar lo que queráis y que todos estarán contentos. Pues mira, hay un orden mundial y si crees que los gigantes de la industria van a dejar que una hormiga obrera como tú les corte las alas, entonces vives un puto sueño.

Zeller desplegó los brazos y señaló una de las páginas enmarcadas de ¡ Horton escucha a Qui é n! Pierce siguió su mirada y vio que era la página en la que Horton era perseguido por otros animales de la selva. Podía recitar las palabras en su cabeza. «A través de las copas de los árboles más altos, la noticia se extiende con rapidez. Habla a una mota de polvo. ¡Ha perdido el juicio!»

– Te estoy ayudando con esto, Einstein. ¿Entiendes?

Ésta es tu dosis de realidad. Porque no esperes que la gente de los semiconductores se quede sentada mientras les cortas las alas también a ellos. Considéralo una ventaja.

Pierce casi rió, pero fue demasiado lastimoso.

– ¿Mi ventaja? Eso es genial, tío. Gracias, Cody Zeller, por ponerme en el mundo.

– No hay de qué.

– ¿Y qué te llevas tú por este gran gesto?

– ¿Yo? Yo me llevo dinero. Mucho, mucho dinero.

Pierce asintió. Dinero. La razón última. La forma definitiva de llevar la cuenta.

– ¿Entonces qué pasa? -preguntó con calma-. Hago el trato y ¿qué pasa?

Zeller se quedó sentado un momento mientras cavilaba una respuesta.

– ¿Recuerdas esa leyenda urbana acerca de un inventor que vivía en un garaje y descubrió una forma de hacer la goma tan resistente que nunca se gastaba? Fue por casualidad. Estaba intentando inventar otra cosa y le salió esa goma.

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