Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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– ¿Qué se supone que quiere decir con eso? Él hacía un buen trabajo.

– Estoy seguro. ¿Así la conoció a usted?

– No voy a responder a sus preguntas.

– Por mí no hay problema.

A Bosch sólo le quedaban los dos cajones de arriba. Abrió uno y descubrió que no contenía ningún archivo, sólo una agenda de hojas giratorias vieja y cubierta de polvo y otros elementos que probablemente en algún momento habían estado encima de una mesa de escritorio. Había un cenicero, un reloj y un portabolígrafos hecho de madera labrada con el nombre de Eno grabado.

Bosch sacó la agenda giratoria y la puso encima del armario. Le quitó el polvo y empezó a pasar las hojas hasta que llegó a la C. Miró las tarjetas, pero no vio ninguna de Arno Conklin. Se encontró con un fracaso similar cuando trató de descubrir una tarjeta de Gordon Mittel.

– No pensará mirarla toda, ¿verdad? -preguntó Shivone, exasperada.

– No, simplemente voy a llevármela.

– Ni hablar. No puede entrar aquí y…

– Me la llevo. Si quiere presentar una denuncia, adelante. Yo presentaré una denuncia contra usted.

La mujer se calló después del último ataque. Bosch pasó al siguiente cajón y descubrió que contenía unos doce expedientes de viejos casos del Departamento de Policía de Los Ángeles de la década de 1950 y principios de la de 1960. Tampoco tenía tiempo para estudiarlos, pero se fijó en las etiquetas y no había ninguna con el nombre de Marjorie Lowe. Al sacar al azar algunos de los expedientes le quedó claro que Eno había hecho copias de archivos de varios casos para llevárselos cuando dejara el departamento. De los que miró, todo eran asesinatos, incluidos los de dos prostitutas. Sólo uno de los casos estaba cerrado.

– Vaya a buscarme una caja o una bolsa para estas carpetas -dijo Bosch por encima del hombro. Cuando sintió que la mujer no se había movido, bramó-: ¡Hágalo!

Elizabeth se levantó y salió. Bosch se quedó de pie mirando los expedientes y pensando. No tenía idea de si eran importantes o no, sólo sabía que tenía que llevárselos por si resultaba que sí lo eran. Pero lo que le inquietaba, más que los expedientes que había en el cajón, era la sensación de que ciertamente faltaba algo. La idea se basaba en su fe en McKittrick. El detective retirado estaba seguro de que su antiguo compañero, Eno, tenía algún tipo de control sobre Conklin, o al menos, algún tipo de trato con él. Pero allí no había nada al respecto. Y a Bosch le pareció que si Eno tenía alguna carta para sobornar a Conklin seguiría allí. Si guardaba viejos archivos del departamento, entonces guardaba algo sobre Conklin. De hecho, lo habría guardado en lugar seguro. ¿Dónde?

La mujer volvió y dejó una caja de cartón en el suelo. Bosch puso en ella una pila de carpetas de un palmo de grosor junto con la agenda giratoria.

– ¿Quiere un recibo? -preguntó.

– No, no quiero nada de usted.

– Bueno, todavía hay algo que necesito.

– Esto es el cuento de nunca acabar.

– Espero que acabe.

– ¿Qué quiere?

– Cuando Eno murió, ayudó a la vieja señora (eh, a su hermana), la ayudó a vaciar el depósito de la caja fuerte.

– ¿Cómo sa…?

La mujer se detuvo, pero ya había dicho suficiente.

– ¿Cómo lo sé? Porque es obvio. Lo que estoy buscando lo habría guardado en un lugar seguro. ¿Qué hizo con ello?

– Lo tiramos todo. No tenía ningún sentido. Sólo eran viejos archivos y extractos bancarios. No sabía lo que hacía. Él también era viejo.

Bosch miró su reloj. Se le estaba acabando el tiempo si no quería perder el avión.

– Déme la llave del cajón del escritorio.

La mujer no se movió.

– Dese prisa. No tengo mucho tiempo. O lo abre usted o lo abriré yo. Pero si lo hago yo, ese cajón no le va a servir más. Ella buscó en el bolsillo de su bata y sacó las llaves de la casa. Se inclinó, abrió el cajón del escritorio y se apartó.

– No sabíamos qué era todo eso ni qué significaba.

– No importa.

Bosch se acercó al cajón y miró en su interior. Había allí dos carpetas finas y dos paquetes de sobres unidos con gomas elásticas. La primera contenía el certificado de nacimiento de Eno, su pasaporte, licencia matrimonial y otros documentos personales. La siguiente contenía formularios del Departamento de Policía de Los Ángeles y Bosch no tardó en reconocer los informes que habían sido extraídos del expediente de la investigación del asesinato de Marjorie Lowe. Sabía que no tenía tiempo de leerlos en ese momento y puso la carpeta en la caja junto con los otros archivos.

La goma elástica del primer paquete de sobres se partió cuando trató de sacada, lo cual le recordó a Bosch la que había estado alrededor de la carpeta azul que contenía los expedientes del caso. Todo lo relativo a la investigación estaba viejo y quebradizo, pensó.

Los sobres eran todos ellos de una sucursal del Wells Fargo Bank de Sherman Oaks, y cada uno contenía un extracto de una cuenta de ahorro a nombre de McCage Inc. La dirección de la corporación era un apartado postal, también de Sherman Oaks. Bosch cogió al azar sobres de diferentes lugares del paquete y examinó tres de ellos. Aunque correspondían a distintos años de finales de la década de 1960, cada extracto era básicamente lo mismo: un depósito de mil dólares hecho en la cuenta el día diez de cada mes y el día quince una transferencia de una cantidad igual a una cuenta de una sucursal de Las Vegas del Nevada Savings and Loan.

Sin mirar más, Bosch concluyó que los extractos bancarios podían ser los registros de algún tipo de soborno que mantenía Eno. Miró rápidamente los sobres y los sellos de correos buscando el más reciente. No encontró ninguno posterior a finales de la década de 1980.

– ¿Qué pasa con esos sobres? ¿Cuándo dejó de recibirlos?

– Lo que ve es lo único que hay. No tengo ni idea de lo que significan y Olive tampoco lo sabía cuando taladraron la caja.

– ¿Taladraron la caja?

– Sí, después de que él murió. La caja de seguridad no estaba a nombre de Olive. Sólo de él. No encontramos la llave, así que tuvimos que taladrada.

– Había dinero, también, ¿no?

– Algo. Pero llega demasiado tarde, ya está gastado.

– Eso no me preocupa. ¿Cuánto había?

Ella se pellizcó los labios y simuló que estaba tratando de recordar. Era una mala actriz.

– Vamos. No he venido a por el dinero ni soy inspector de Hacienda.

– Había unos dieciocho mil.

Bosch oyó el sonido del claxon. A la taxista se le estaba terminando la paciencia. Bosch miró su reloj. Tenía que irse. Echó los paquetes de sobres en la caja.

– ¿Y su cuenta en el Nevada Savings and Loan? ¿Cuánto había allí?

Era una pregunta tramposa basada en su suposición de que el dinero de Sherman Oaks se transfería a Eno. Shivone vaciló otra vez. Una demora puntuada por otro sonido del claxon.

– Había unos cincuenta. Pero la mayor parte de eso también se ha gastado. Cuidar de Olive es caro.

– Sí, seguro. Entre eso y las pensiones tiene que ser duro -dijo Bosch con todo el sarcasmo posible-. Aunque apuesto a que sus cuentas no andan muy menguadas.

– Mire, señor. No sé quién se cree que es , pero soy la única persona del mundo que ella tiene y que se ocupa de ella. Eso vale algo.

– Lástima que ella no pueda decidir cuánto vale. Contésteme una pregunta y me iré, y podrá volver a sacarle todo lo que pueda… ¿Quién es usted? No es su hermana. ¿Quién es?

– No es asunto suyo.

– Tiene razón. Pero puedo hacer que lo sea.

Ella adoptó una expresión que le mostró a Bosch la afrenta que él suponía a su delicada sensibilidad, pero de repente pareció recuperar cierta dosis de autoestima. Fuera quien fuese estaba orgullosa de ello.

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