Los tres retratos que sacó estaban pintados en tonos oscuros. Ninguno estaba firmado, pero era obvio que todos eran obra de una misma mano. Y esa mano era la de Jasmine. Bosch reconoció el estilo de la pintura que había visto en el apartamento del padre. Líneas firmes, colores oscuros. El primero que miró era el desnudo de una mujer con la cara apartada y sumida en las sombras. Bosch sintió que la oscuridad arrastraba a la mujer, no que ella se volvía a la oscuridad. La boca de la figura se hallaba completamente en sombra. Como si fuera muda. La mujer, Bosch lo sabía, era Jasmine.
La segunda pintura parecía parte del mismo estudio que la primera. Era el mismo desnudo en la sombra, aunque en esta ocasión de cara al espectador. Bosch se fijó en que en el retrato Jasmine se había pintado pechos más grandes de los que tenía en realidad y se preguntó si lo había hecho a propósito y tenía algún significado, o quizá era una mejora subliminal hecha por la artista. Se fijó en que debajo de la pátina de sombra gris había trazos rojos en la mujer. Bosch entendía poco de arte, pero sabía que era un retrato oscuro.
Bosch observó la tercera pintura que había sacado y descubrió que no tenía relación con las otras dos, salvo por el hecho de que de nuevo era un retrato desnudo de Jasmine. Sin embargo, esta obra la reconoció claramente como una reinterpretación de El grito de Edvard Munch, una obra que siempre había fascinado a Bosch, a pesar de que sólo la había visto en libros. En la imagen que tenía ante sí, la figura de la persona aterrorizada era Jasmine. El escenario se había cambiado del terrorífico y arremolinado paisaje onírico de Munch, al puente de Skyway. Bosch reconoció claramente los tubos amarillos del arco de soporte del puente.
– ¿Qué estás haciendo?
Bosch saltó como si le hubieran acuchillado por la espalda.
Era Jasmine, que estaba en el umbral del estudio. Llevaba una bata de seda que se cerraba con los brazos. Tenía los ojos hinchados. Acababa de levantarse.
– Estoy mirando tu trabajo, ¿te molesta?
– Esta puerta estaba cerrada.
– No.
Ella se estiró hacia el pomo de la puerta y lo giró como si desaprobara su alegato.
– No estaba cerrada, Jazz. Lo siento. No sabía que no querías que entrara.
– ¿Puedes dejarlos donde estaban, por favor?
– Claro. Pero ¿por qué los has quitado de las paredes?
– No lo he hecho.
– ¿Era porque eran desnudos o por lo que significan?
– No quiero hablar de esto. Vuelve a guardados.
Jasmine se apartó del umbral y Bosch volvió a poner las pinturas donde las había encontrado. Salió de la habitación y la encontró en la cocina, llenando la tetera con agua del grifo. Le estaba dando la espalda y Bosch se acercó y le puso suavemente una mano en el hombro. Aun así, ella reaccionó ligeramente ante el contacto.
– Jazz, mira, lo siento. Soy poli. Tengo curiosidad.
– Vale.
– ¿Estás segura?
– Sí, estoy segura. ¿Quieres un té?
Jasmine había cerrado el grifo, pero no había hecho ningún movimiento para poner el recipiente en el fuego.
– No, estaba pensando que tal vez podía invitarte a desayunar fuera.
– ¿A qué hora te vas? Pensaba que decías que el avión salía esta mañana.
– Eso era la otra cosa en la que estaba pensando. Podría quedarme otro día, irme mañana, si tú quieres. Quiero decir si me invitas. Me gustaría quedarme.
Jasmine se volvió y lo miró.
– Yo también quiero que te quedes.
Ambos se abrazaron y se besaron, pero ella enseguida se apartó.
– No es justo, tú te has lavado los dientes. Yo tengo un aliento horroroso.
– Sí, pero yo he usado tu cepillo de dientes, así que estamos empatados.
– Cochino. Ahora tendré que comprar otro.
– Sí.
Ambos rieron y ella le echó los brazos al cuello y lo abrazó. El incidente del estudio aparentemente estaba olvidado.
– Llama a la compañía aérea mientras yo me preparo. Ya sé adónde podemos ir.
Cuando ella se apartó, Bosch la retuvo. Quería volver a sacar el tema. No pudo evitado.
– Quiero preguntarte algo.
– ¿Qué?
– ¿Cómo es que esas pinturas no están firmadas?
– No están preparadas para que las firme.
– La de la casa de tu padre estaba firmada.
– Ésa era para él, por eso la firmé. Esas otras son para mí.
– La del puente… ¿La mujer va a saltar?
Ella lo miró largo tiempo antes de responder.
– No lo sé. A veces cuando la miro creo que sí. Creo que la idea está presente, pero nunca se sabe.
– Eso no puede ocurrir, Jazz.
– ¿Por qué no?
– Porque no.
– Voy a arreglarme.
Jasmine se apartó de Bosch y salió de la cocina.
Bosch fue al teléfono que había en la pared, junto a la nevera, y llamó a la compañía aérea. Mientras hacía los preparativos para volar el lunes por la mañana, decidió en un capricho preguntarle a la agente de la aerolínea si era posible redirigir su vuelo a Los Ángeles pasando por Las Vegas. Ella dijo que no sin una escala de tres horas y cuarenta y cinco minutos. Bosch aceptó. Tuvo que pagar cincuenta dólares, además de los setecientos que ya había desembolsado, para realizar los cambios necesarios. Recurrió a la tarjeta de crédito.
Pensó en Las Vegas en el momento de colgar. Claude Eno podía estar muerto, pero su mujer todavía cobraba los cheques. Podría merecer los cincuenta dólares adicionales.
– ¿Listo?
Era Jasmine que lo llamaba desde la sala de estar. Bosch salió de la cocina y la encontró esperándolo con tejanos cortados y un top debajo de una camisa que se dejó desabrochada y atada por encima de la cintura. Ya llevaba gafas de sol.
Jasmine lo llevó a un sitio donde vertían miel encima de los bollos y servían huevos con sémola de maíz y mantequilla. Bosch no había comido sémola de maíz desde la academia de Benning. El desayuno era delicioso. Ninguno de los dos habló mucho. No se mencionaron ni las pinturas ni la conversación que habían mantenido antes de dormirse la noche anterior. Parecía que lo que habían dicho era mejor dejarlo para las sombras de la noche, y tal vez los cuadros también.
Cuando terminaron de tomar café, ella insistió en pagar. Bosch puso la propina. Pasaron la tarde circulando en el Volkswagen con el techo abierto.
Jasmine lo llevó por toda la ciudad, desde Ybor City a St. Petersbourg Beach, consumiendo un depósito de gasolina y dos paquetes de cigarrillos. A última hora de la tarde estaban en un lugar llamado Indian Rock Beach, contemplando la puesta de sol en el golfo.
– He estado en muchos sitios -le dijo Jasmine-. Pero la luz que más me gusta es la de aquí.
– ¿Has estado alguna vez en California?
– No, todavía no.
– A veces la puesta de sol parece lava vertida sobre la ciudad.
– Tiene que ser hermoso.
– Te hace perdonar muchas cosas, olvidar muchas cosas… Es lo que tiene Los Ángeles. Hay muchas piezas rotas, pero las que todavía funcionan, funcionan de verdad.
– Creo que te entiendo.
– Tengo curiosidad por algo.
– Ya estamos otra vez. ¿Qué?
– Si no muestras tus pinturas a nadie, ¿de qué vives?
La pregunta estaba fuera de lugar, pero Bosch había estado pensando en eso todo el día.
– Tengo dinero de mi padre. Incluso de mucho antes de que muriera. No es mucho, pero no necesito gran cosa. Es suficiente. Si no tengo la necesidad de vender mis obras cuando están acabadas no me siento comprometida mientras las hago. Serán puras.
A Bosch le sonó a forma conveniente de explicar el temor a exponerse, pero lo dejó estar. Ella no.
– ¿Siempre eres poli? ¿Siempre estás haciendo preguntas?
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