Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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Bosch sacó su fajo de billetes y pagó a la taxista treinta y cinco dólares por el viaje de ida. Después sacó dos billetes de veinte, los partió por la mitad y le dio la mitad de cada billete.

– Si espera, le doy la otra mitad.

– Más la tarifa de vuelta al aeropuerto.

– Más la tarifa.

Bosch salió, dándose cuenta de que si nadie le abría la puerta los suyos podían ser los cuarenta pavos perdidos más deprisa en todo Las Vegas. Pero estaba de suerte. Una mujer con aspecto de tener casi setenta años le abrió la puerta antes de que llamara. «¿Y por qué no? -pensó-. En esta casa puedes ver llegar a las visitas desde más de un kilómetro.»

Bosch sintió la ráfaga del aire acondicionado que escapaba a través de la puerta abierta.

– ¿Señora Eno?

– No.

Bosch sacó la libreta y comprobó la dirección con los números negros clavados en la pared, al lado de la puerta. Coincidían.

– ¿Olive Eno no vive aquí?

– No ha preguntado eso. Yo no soy la señora Eno.

– ¿Podría hablar con la señora Eno, por favor? -Molesto con la meticulosidad de la señora, Bosch mostró la placa que McKittrick le había devuelto después del paseo en barco-. Es un asunto policial.

– Bueno, puede intentarlo. No ha hablado con nadie en tres años, al menos no ha hablado con nadie que esté fuera de su imaginación.

Invitó a Bosch a pasar y éste se adentró en la fría casa.

– Yo soy su hermana. Cuido de ella. Olive está en la cocina. Estábamos comiendo cuando vi la nube de polvo que subía por la carretera y después lo oí llegar.

Bosch la siguió por un pasillo de baldosas hasta la cocina. La casa olía a viejo, como a polvo, moho y orina. En la cocina había una mujer con aspecto de gnomo y el pelo blanco. Estaba sentada en una silla de ruedas, ocupando apenas un tercio del espacio que ofrecía el asiento. Las manos nudosas y blancas de la mujer estaban entrelazadas encima de una bandeja deslizante situada delante de la silla. La anciana tenía cataratas de color azul lechoso en ambos ojos y éstos parecían muertos para el mundo exterior. Bosch reparó en un bol de salsa de manzana en la mesa de al lado. Sólo tardó unos segundos en sopesar la situación.

– Cumplirá noventa en agosto -dijo la hermana-. Si llega.

– ¿Cuánto tiempo lleva así?

– Mucho. Yo hace tres años que la cuido. -Se dobló hacia la cara de gnomo y añadió en voz alta-: ¿Verdad, Olive?

El volumen de la pregunta pareció disparar un interruptor y la mandíbula de Olive Eno empezó a moverse, aunque no emitió ningún sonido inteligible. Detuvo el esfuerzo después de un rato y la hermana se enderezó.

– No te preocupes, Olive. Ya sé que me quieres.

Esta frase no la dijo en voz tan alta. Quizá temía que Olive lograra negarlo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Bosch.

– Elizabeth Shivone. ¿De qué se trata? He visto que esa placa suya es de Los Ángeles, no de Las Vegas. ¿No se ha alejado un poco?

– La verdad es que no. Se trata de uno de los viejos casos de su cuñado.

– Hace cinco años que murió Claude.

– ¿Cómo murió?

– Simplemente murió. Le reventó el corazón. Se derrumbó ahí mismo donde está usted ahora.

Ambos miraron al suelo como si el cadáver continuara allí.

– He venido a mirar sus cosas -dijo Bosch.

– ¿Qué cosas?

– No lo sé. Pensaba que tal vez guardaba archivos de su época en la policía.

– Será mejor que me diga qué está haciendo aquí. No me suena correcto.

– Estoy investigando un caso en el que trabajó en mil novecientos sesenta y uno. Sigue abierto. Faltan partes del archivo. Pensé que tal vez se las había llevado él. Pensaba que tal vez se quedó con algo importante. No sé qué. Cualquier cosa. Creí que merecía la pena intentado..

Bosch vio que la mente de Elizabeth trabajaba y los ojos de la mujer se congelaron por un segundo cuando su recuerdo se enganchó con algo.

– Hay algo, ¿verdad? -dijo él.

– No, creo que debería irse.

– Es una casa grande. ¿Tenía un despacho en casa?

– Claude dejó la policía hace treinta años. Se construyó su casa en medio de ninguna parte para estar alejado de eso.

– ¿Qué hizo cuando se trasladó aquí?

– Trabajó en la seguridad de un casino. Unos años en el Sands y después veinte en el Flamingo. Cobraba dos pensiones y cuidaba bien de Olive.

– Hablando de eso, ¿quién firma ahora el recibo de los cheques de la pensión?

Bosch miró a Olive Eno para recalcar su argumento. La otra mujer se quedó un buen rato en silencio antes de optar por la ofensiva.

– Mire, podría conseguir un poder del abogado. Mírela. No sería un problema. Yo cuido de ella, señor.

– Sí, le sirve su salsa de manzana.

– No tengo nada que ocultar.

– ¿Quiere que alguien se asegure o prefiere que termine aquí? En realidad, no me importa lo que usted haga, señora. Ni siquiera me importa si usted es de verdad su hermana. Si tuviera que apostar diría que no. Pero ahora mismo no me importa. Estoy ocupado. Sólo quiero mirar esos papeles de Eno.

Bosch se detuvo y dejó que la mujer lo pensara. Miró su reloj.

– Entonces no hay orden de registro, ¿verdad?

– No, no tengo ninguna orden. Tengo un taxi esperando. Si me hace conseguir esa orden no voy a ser un tipo tan amable.

La mujer miró a Bosch de arriba abajo, como para calibrar lo amable y no amable que podía ser.

– El despacho está por ahí.

Elizabeth Shivone pronunció las palabras como si éstas fueran virutas de madera arrancadas por un escoplo. Otra vez lo condujo con rapidez por el pasillo y después a la izquierda hasta un estudio. Había un viejo escritorio metálico como pieza central de la sala, un par de armarios de cuatro cajones, una silla adicional y poco más.

– Después de morir, Olive y yo pusimos todo en esos armarios y no hemos vuelto a mirarlos desde entonces.

– ¿Están llenos?

– Los ocho. Adelante.

Bosch metió la mano en el bolsillo y sacó otro billete de veinte. Lo partió y le dio una mitad a Shivone.

– Déle esto a la taxista. Dígale que voy a tardar un poco más de lo que pensaba.

La mujer exhaló de manera audible, agarró el medio billete y salió del despacho. En cuanto ella se hubo marchado, Bosch se acercó al escritorio y abrió cada uno de los cajones. Los dos primeros estaban vacíos. El siguiente contenía material de papelería y artículos de oficina. El cuarto cajón contenía un talonario de cheques que Bosch miró por encima y vio que correspondía a una cuenta para cubrir los gastos domésticos. También había un archivador con recibos recientes y otros documentos. El último cajón del escritorio estaba cerrado.

Empezó con los cajones de abajo del archivador y fue subiendo. En el primero no había nada que pareciera remotamente conectado con el caso en el que Bosch estaba trabajando. Había archivos con etiquetas con los nombres de diferentes casinos. Los archivos de otro cajón llevaban etiquetas con nombres de personas. Bosch miró por encima algunos de ellos y determinó que estaban relacionados con estafas a casinos. Eno había construido una biblioteca doméstica de inteligencia. Para entonces, Shivone había vuelto de su recado y se había sentado en la silla situada al otro lado del escritorio. Estaba observando a Bosch y éste le lanzó algunas preguntas al azar sobre lo que estaba viendo.

– ¿Qué hacía Claude para los casinos?

– Era el perro guardián.

– ¿Qué significa eso?

– Era algo un poco secreto. Circulaba por los casinos, jugaba con fichas de la casa y observaba a la gente. Era bueno descubriendo las trampas y cómo las hacían.

– Supongo que hay que ser un tramposo para descubrir a otro.

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