Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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– ¿Qué pasa? -preguntó Bosch.

Justo cuando lo dijo, un delfín saltó del agua por la popa de babor y volvió a zambullirse a menos de un metro y medio del lugar en el que estaba McKittrick. Fue como un borrón gris resbaladizo, y en un primer momento Bosch no supo con exactitud lo que había ocurrido. Sin embargo, el delfín no tardó en volver a emerger al lado del barco, con el morro fuera del agua y castañeteando. Sonaba como si se estuviera riendo. Mc Kittrick lanzó dos de los pescaditos de morralla a su boca abierta.

– Éste es Sargento, mírale las cicatrices.

Bosch echó un rápido vistazo al puente de mando para asegurarse de que seguían razonablemente en ruta y retrocedió hasta la popa. El delfín continuaba allí. McKittrick señaló al agua por debajo de la aleta dorsal del animal. Bosch vio tres listas blancas que acuchillaban su suave lomo gris.

– Una vez se acercó demasiado y le hirió una hélice. La gente de Mote Marine lo cuidó, pero le quedaron esos galones de sargento.

Bosch asintió mientras McKittrick alimentaba otra vez al delfín. Sin levantar la mirada para ver si seguían en ruta, McKittrick dijo:

– Será mejor que cojas el timón.

Bosch se volvió y advirtió que se habían apartado notablemente del rumbo. Regresó al timón y corrigió la derrota. Se quedó allí mientras McKittrick permaneció en la parte de popa, lanzando peces al delfín, hasta que pasaron por debajo del puente. Bosch decidió que lo esperaría. No importaba si McKittrick contaba su historia en el trayecto de ida o en el de vuelta, la cuestión era que no iba a marcharse sin haberla escuchado.

Diez minutos después de pasar bajo el puente llegaron a un canal que los llevó al golfo de México. McKittrick puso cebo en dos de las cañas y desenredó un centenar de metros de sedal en cada una. Después volvió a situarse al timón y gritó por encima del sonido del viento y del ruido del motor.

– Quiero ir a los arrecifes. Iremos en motor hasta que lleguemos allí y después haremos un poco de pesca a la deriva en los bajíos. Entonces hablaremos.

– Suena como un plan -respondió Bosch en otro grito.

No pescaron nada y a unas dos millas de la costa McKittrick paró motores y le pidió a Bosch que se ocupara de una caña mientras él cogía la otra. Bosch, que era zurdo, tardó unos momentos en coordinarse en el carrete para diestros, pero enseguida sonrió.

– Creo que no había hecho esto desde que era niño. En McClaren de vez en cuando nos metían en un autobús y nos llevaban al muelle de Malibú.

– Joder, ¿ese muelle sigue allí?

– Sí.

– Ahora debe de ser como pescar en una cloaca.

– Supongo.

McKittrick rió y sacudió la cabeza.

– ¿Por qué te quedas allí, Bosch? No parece que te tengan demasiado aprecio.

Bosch pensó un momento antes de contestar. El comentario era adecuado, pero se preguntó si correspondía a McKittrick o a la fuente a la que él había llamado.

– ¿A quién has llamado para preguntar por mí?

– No te lo voy a decir. Por eso habla conmigo, porque sabe que yo no voy a decírtelo.

Bosch asintió para dar a entender que no iba a insistir en la cuestión.

– Bueno, tienes razón -dijo-. No creo que me aprecien particularmente allí. Pero no sé. Es como si cuanto más me empujan en un sentido más ganas tengo yo de empujar en el otro. Creo que si dejaran de presionarme probablemente decidiría irme.

– Creo que entiendo lo que quieres decir.

McKittrick guardó las dos cañas que habían usado y empezó a preparar las otras dos con anzuelos y plomos.

– Vamos a usar salmonete.

Bosch asintió. No tenía ni idea de pesca, pero observaba a McKittrick de cerca. Se le ocurrió que podía ser un buen momento para empezar.

– Así que entregaste la placa después de veinte años en Los Ángeles. ¿Qué hiciste después?

– Lo estás viendo. Me mudé aquí, yo soy de Palmetto, costa arriba. Me compré un barco y me convertí en guía de pesca. Hice eso durante otros veinte años, me jubilé y ahora pesco sólo para mí.

Bosch sonrió y observó mientras McKittrick abría una bolsa con tiras de salmonete y las colocaba en los anzuelos. Después de coger dos cervezas frescas, se colocaron en lados separados del barco y se sentaron a esperar en la borda.

– ¿Entonces cómo terminaste en Los Ángeles? -preguntó Bosch.

– ¿Cómo es eso que dicen de rejuvenecerse viajando al oeste? Bueno, después de que se rindió Japón, yo pasé por Los Ángeles de camino a casa y vi esas montañas que iban del mar al cielo… Maldición, cené en el Derby la primera noche que pasé en la ciudad. Estaba a punto de vaciar mi cartera y ¿sabes quién estaba allí y pagó mi cuenta? El mismísimo Clark Gable. No bromeo. Joder, me enamoré de ese sitio y tardé casi treinta años en ver la luz… Mary es de Los Ángeles, ¿sabes? Nació y se crió allí. Pero le gusta vivir aquí.

McKittrick asintió para darse confianza a sí mismo. Bosch esperó unos segundos y el ex policía seguía mirando a sus recuerdos distantes.

– Era un buen tipo.

– ¿Quién?

– Clark Gable.

Bosch aplastó la lata vacía de cerveza en la mano y fue a buscar otra.

– Bueno, háblame del caso -dijo después de abrirla-. ¿Qué ocurrió?

– Ya sabes lo que ocurrió si has leído el expediente. Estaba todo allí. Me jodieron. Un día tenía una investigación y al día siguiente estaba escribiendo: «No hay pistas en este momento.» Era una broma. Por eso recuerdo tan bien el caso. No deberían haber hecho lo que hicieron.

– ¿Quién?

– Ya sabes, los peces gordos.

– ¿Qué hicieron?

– Nos quitaron el caso y Eno les dejó que lo hicieran. Llegó a un acuerdo con ellos. Mierda. -Sacudió la cabeza con amargura.

– Jake -probó Bosch. Esta vez él no protestó porque lo llamara por el nombre-. ¿Por qué no empiezas por el principio? Necesito que me cuentes todo lo que puedas.

McKittrick permaneció en silencio mientras enrollaba el sedal. Nadie había mordido su anzuelo. Lo colocó de nuevo, puso la caña en otro de los agujeros de la borda y sacó otra cerveza. Cogió una gorra de Tampa Bay Lightning de debajo de la consola y se la puso. Se apoyó en la borda con su cerveza y miró a Bosch.

– Vale, chico, escucha. No tenía nada contra tu madre. Voy a contártelo como lo sentía, ¿sí?

– Es lo único que pido.

– ¿Quieres una gorra? Te vas a quemar.

– Estoy bien.

McKittrick asintió con la cabeza y finalmente empezó.

– Vale, así que recibimos la llamada en casa. Era un sábado por la mañana. Uno de los chicos de a pie la había encontrado. No la habían matado en aquel callejón. Eso estaba muy claro. La habían dejado allí. Cuando llegué desde Tujunga, la investigación de la escena del crimen ya estaba en marcha. Mi compañero también estaba allí, Eno. Él estaba al mando y llegó primero. Se hizo cargo de la escena.

Bosch puso la caña en un agujero y fue a buscar su americana.

– ¿Te importa si tomo notas?

– No, no me importa. Supongo que había estado esperando a que alguien se preocupara por este caso desde que yo tuve que dejarlo.

– Continúa. Eno estaba al mando.

– Sí, él era el jefe. Tienes que entender que entonces sólo llevábamos tres o cuatro meses de compañeros. No estábamos muy unidos. Y después de este caso nunca lo estuvimos. Cambié de compañero al cabo de un año. Pedí el traslado. Me pusieron con los detectives de homicidios de Wilshire. Después de eso nunca tuve mucho que ver con él. Ni él conmigo.

– Muy bien, ¿qué ocurrió con la investigación?

– Bueno, fue como cabía esperar. Estábamos siguiendo la rutina. Teníamos una lista de personas conocidas (en su mayor parte nos las dieron los de antivicio) y estábamos abriéndonos camino a través de eso.

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