Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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– No quería que le preguntaras.

– Era lo más absurdo que había visto. Allí estaba el siguiente fiscal del distrito, todo el mundo sabía que iba a ganar. Y estaba poniéndose de parte de aquel hijo de puta… Perdón.

– No importa.

– Conklin estaba intentando que nos sintiéramos fuera de lugar, mientras todo el tiempo ese montón de mierda de Fox estaba allí sentado con un palillo en la boca. Han pasado, ¿cuántos?, treinta y tantos años y aún me acuerdo de ese palillo. Me sacaba de quicio. Bueno, para resumir, nunca pudimos presionarle para que nos dijera si había preparado la cita a la que asistió ella.

El barco se balanceó en una ola alta y Bosch miró en torno, pero no vio ningún otro barco. Era extraño. Miró aguas adentro y por primera vez se dio cuenta de lo distinto que era del Pacífico. El Pacífico era frío y de un azul imponente, el golfo era de un verde cálido que te invitaba.

– Nos fuimos -continuó McKittrick-. Supuse que tendríamos otra oportunidad con él. Así que nos fuimos y empezamos a investigar su coartada. Resultó que era buena. Y no digo que era buena porque lo dijeran sus propios testigos. Encontramos a gente independiente. Gente que no lo conocía a él. Por como la recuerdo era sólida como una roca.

– ¿Recuerdas dónde estuvo?

– La mayor parte de la noche en un bar de Ivar, un sitio que frecuentaban los macarras. No recuerdo el nombre. Después se fue a Ventura, pasó varias horas jugando a cartas hasta que lo llamaron por teléfono y se fue. La otra cosa importante es que no era una coartada preparada para esa noche en particular. Era su rutina. Lo conocían bien en todos esos sitios.

– ¿Cuál fue la llamada telefónica?

– Nunca lo supimos. No supimos de ella hasta que empezamos a comprobar su coartada y alguien la mencionó. Nunca llegamos a preguntarle a Fox. Pero a decir verdad nunca nos preocupó demasiado. Como he dicho, su coartada era sólida y no recibió la llamada hasta la madrugada. Las cuatro o las cinco. La víc… Tu madre llevaba horas muerta para entonces. La hora de la defunción se fijó en la medianoche. La llamada no importaba.

Bosch asintió, pero era la clase de detalle que él no habría dejado abierto si la investigación hubiera sido suya. Era un detalle demasiado curioso. ¿Quién llama a una sala de póquer a esas horas? ¿Qué clase de llamada habría hecho que Fox abandonara la partida?

– ¿Y las huellas?

– Las comprobé de todos modos y no coincidían con las del cinturón. Estaba limpio. El capullo estaba limpio.

A Bosch se le ocurrió algo.

– Comprobaron que las huellas del cinturón no eran las de la víctima, ¿verdad?

– Oye, Bosch. Ya sé que vosotros sois unos pomposos que os creéis más listos que nadie, pero entonces no nos chupábamos el dedo.

– Lo siento.

– Había algunas huellas en la hebilla que eran de la víctima. Nada más. El resto eran indudablemente del asesino por su localización. Teníamos varias buenas directas y parciales en otros dos lugares y estaba claro que habían cogido el cinturón con toda la mano. No coges el cinturón así para ir a ponértelo. Lo coges así cuando vas a estrangular a alguien.

Después de eso ambos se quedaron en silencio. Bosch no podía imaginar lo que McKittrick le estaba diciendo. Se sentía desinflado. Había pensado que si lograba que McKittrick se sincerara, el viejo policía habría señalado a Fox o Conklin o a alguien. Pero no estaba haciendo nada de eso. En realidad no le estaba ofreciendo nada a Bosch.

– ¿Cómo es que recuerdas tantos detalles, Jake? Han pasado muchos años.

– He tenido mucho tiempo para pensar en eso. Cuando te retires, Bosch, verás que siempre hay un caso que te atrapa. Éste es el que yo no he olvidado.

– Entonces ¿cuál es tu percepción final de él?

– ¿Mi opinión final? Bueno, nunca superé esa reunión en el despacho de Conklin. Supongo que tenías que estar allí, pero… parecía que el que estaba a cargo de esa reunión era Fox. Él manejaba el cotarro.

Bosch asintió. Vio que McKittrick estaba pugnando por explicar sus sentimientos.

– ¿Alguna vez has interrogado a un sospechoso con su abogado interrumpiendo constantemente la conversación? -preguntó McKittrick-. Ya sabes: «No conteste esto, no conteste lo otro.» Mierdas así.

– Constantemente.

– Bueno, era algo por el estilo. Era como si Conklin, por el amor de Dios, el próximo fiscal del distrito, fuera el abogado de ese mierda, objetando constantemente nuestras preguntas. La cuestión es que si no hubiéramos sabido quién era ni dónde estábamos, habríamos jurado que trabajaba para Fox. Los dos. Mittel también. Así que estoy convencido de que Fox tenía pillado a Arno de alguna manera. Y tenía razón. Todo se confirmó después.

– ¿Te refieres a cuando murió Fox?

– Sí. Lo mataron en un atropello cuando trabajaba en la campaña de Conklin. Recuerdo que el artículo del diario no decía nada de sus antecedentes de macarra, de matón de Hollywood Boulevard. No, habían atropellado a Joe el Inocente. Te aseguro que ese artículo debió de costarle sus buenos dólares a Arno y algún periodista se hizo un poco más rico.

Bosch sabía que había algo más, por eso no dijo nada.

– Yo estaba en Wilshire -continuó McKittrick-, pero cuando lo oí me entró la curiosidad. Así que llamé a Hollywood y pregunté quién se ocupaba del caso. Era Eno. Menuda sorpresa. Y nunca imputó a nadie. Eso también me ratificó en la opinión que tenía de él.

McKittrick miró hacia el lugar donde el sol empezaba a bajar en el cielo. Arrojó al cubo su cerveza vacía. Falló y la lata rebotó y cayó al agua..

– Mierda -dijo-. Creo que tendríamos que empezar a volver.

Comenzó a enrollar hilo.

– ¿Qué crees que obtuvo Eno de todo esto?

– No lo sé exactamente. Puede que sólo estuviera intercambiando favores. No digo que se hiciera rico, pero creo que sacó algo del trato. No lo habría hecho por nada. Pero no sé lo que es.

McKittrick empezó a sacar las cañas de los agujeros y a guardadas en unos ganchos a tal fin que había a lo largo de la popa.

– En mil novecientos setenta y dos sacaste de los archivos el expediente del caso, ¿cómo es eso?

McKittrick lo miró con curiosidad.

– Yo firmé el mismo recibo hace unos días -explicó Bosch-. Tu nombre seguía allí.

McKittrick asintió con la cabeza.

– Sí, eso fue justo después de presentar mis papeles. Me iba, estaba revisando mis archivos y mis cosas. Me había quedado las huellas que sacamos del cinturón. Me quedé con la tarjeta. Y con el cinturón.

– ¿Por qué?

– Ya sabes por qué. No creía que fuera a estar seguro en ese archivo ni en la sala de pruebas. No con Conklin como fiscal del distrito ni con Ella haciéndole favores. Así que me quedé el material. Después pasaron unos años y todo seguía allí cuando estaba recogiendo para irme a Florida. Así que justo antes de irme volví a poner la tarjeta de huellas en el expediente del caso y bajé a devolver el cinturón a la caja de pruebas. Eno ya se había retirado y estaba en Las Vegas. Conklin estaba quemado y alejado de la política. El caso se había olvidado hacía mucho. Devolví las cosas. Supuse, o tal vez fue sólo un deseo, que alguien lo investigaría algún día.

– ¿Y tú? ¿Miraste el expediente cuando devolviste la tarjeta?

– Sí, y vi que había hecho lo correcto. Alguien lo había revisado. Sacaron la entrevista de Fax. Probablemente fue Eno.

– Como segundo hombre del caso, tenías que llevar el papeleo, ¿no?

– Sí. La burocracia era cosa mía. En su mayor parte.

– ¿Qué escribiste del interrogatorio de Fox para que Eno quisiera eliminarlo?

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