Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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Bosch asintió como para decir que le parecía bien y mostró la placa. La sostuvo del mismo modo que cuando se la había mostrado a la mujer del ex policía.

– Soy Harry Bosch, de homicidios de Hollywood.

– Sí, eso he oído.

Bosch fue el que se mostró sorprendido. No podía pensar en nadie en Los Ángeles que pudiera haber advertido a McKittrick de su llegada. Nadie lo sabía. Sólo se lo había contado a Hinojos y no podía concebir que le hubiera traicionado.

McKittrick le alivió al hacer un gesto hacia el teléfono móvil que estaba en el salpicadero del barco.

– Ha llamado mi mujer.

– Ah.

– Y bien, ¿de qué se trata, detective Bosch? Cuando trabajaba allí, íbamos por parejas. De ese modo era más seguro. ¿Hay tan poco personal que van solos?

– En realidad no. Mi compañero está investigando otro viejo caso. Son posibilidades tan remotas que no gastan dinero en enviar a dos.

– Supongo que me lo va a explicar.

– Sí, de hecho, iba a hacerlo. ¿Le importa que suba a bordo?

– Adelante. Estoy arreglando esto para salir en cuanto llegue la mujer con la comida.

Bosch empezó a caminar por el muelle hasta llegar junto al barco de McKittrick. Después bajó a la nave. Ésta se bamboleó en el agua con el peso añadido, pero después se enderezó. McKittrick cogió la cubierta del motor y empezó a colocarla. Bosch se sentía fuera de lugar. Llevaba zapatos de calle y tejanos negros, una camiseta verde del ejército y una americana ligera negra. Y todavía tenía calor. Se quitó la americana y la dobló encima de una de las dos sillas que había en el puente de mando.

– ¿Qué va a pescar?

– Lo que pique. ¿Y usted?

Miró directamente a Bosch cuando lo preguntó, y Harry vio que sus ojos eran marrones como el cristal de las botellas de cerveza.

– Bueno, ha oído hablar del terremoto, supongo.

– Claro, ¿quién no? Mire, yo he pasado por terremotos y huracanes y le digo que al menos un huracán lo ves venir. Por ejemplo, Andrew trajo un montón de devastación, pero imagínela que habría causado si nadie hubiera sabido que iba a golpear. Eso es lo que pasa con los terremotos.

A Bosch le costó unos segundos situar el Andrew, el huracán que había azotado la costa del sur de Florida un par de años antes. Resultaba difícil seguir la pista de tantos desastres como se producían en el mundo. Ya había bastantes sólo en Los Ángeles. Miró a través de la ensenada y vio que un pez saltaba y al volver a caer creaba una estampida de saltos entre los otros ejemplares del cardumen. Miró a McKittrick y estaba a punto de avisarle cuando se dio cuenta de que era algo que probablemente veía todos los días de su vida.

– ¿Cuándo se fue de Los Ángeles?

– Hace veintiún años. Cumplí con mis veinte y adiós. Puede guardarse Los Ángeles, Bosch. Mierda, estuve allí en el terremoto de Sylmar en el setenta y uno. Derribó un hospital y un par de autovías. Entonces vivíamos en Tujunga, a pocos kilómetros del epicentro. Ése nunca lo olvidaré. Era como un combate entre Dios y el diablo y tú estabas allí con ellos haciendo de árbitro. Maldita sea… Bueno, ¿qué tiene que ver el terremoto con todo esto?

– Verá, es un fenómeno bastante extraño, pero el índice de asesinatos ha caído. La gente se ha vuelto más cívica, supongo. Nosotros…

– Quizá ya no queda nada por lo que merezca la pena matar.

– Puede ser. El caso es que normalmente tenemos entre setenta y ochenta asesinatos al año en la división. No sé cómo era cuando usted…

– Teníamos menos de la mitad. Fácil.

– Bueno, este año estamos por debajo de la media. Eso nos ha dado tiempo para revisar algunos de los casos antiguos. A cada uno le ha tocado una parte. Uno de los que me han tocado a mí tenía su nombre. Supongo que sabe que su compañero de entonces falleció y…

– ¿Eno está muerto? Maldición, no lo sabía. Pensé que me habría enterado. No es que hubiera importado demasiado.

– Sí, está muerto. Su mujer recibe los cheques de la pensión. Lamento que no lo supiera.

– No pasa nada. Eno y yo…, bueno, éramos compañeros. Nada más.

– El caso es que estoy aquí porque usted está vivo y él no.

– ¿Cuál es el caso?

– Marjorie Lowe. -Bosch esperó la reacción del rostro de McKittrick, pero no percibió ninguna-. ¿Lo recuerda? La encontraron en el cubo de basura de un callejón cerca de…

– Cerca de Vista. Detrás de Hollywood Boulevard, entre Vista y Gower. Los recuerdo todos, Bosch. Resueltos o no, recuerdo todos y cada uno de ellos.

«Pero no me recuerda a mí», pensó Bosch, aunque no lo dijo.

– Sí, es ése. Entre Vista y Gower.

– ¿Qué pasa?

– Nunca se resolvió.

– Ya lo sé -dijo McKittrick, levantando la voz-. Trabajé en sesenta y tres casos en los siete años que pasé en homicidios. Trabajé en Hollywood, Wilshire y en robos y homicidios. Resolví cincuenta y seis. A ver quién lo supera. Hoy en día tienen suerte si resuelven la mitad. Apostaría a ciegas contra usted.

– Y ganaría. Es un buen récord. No se trata de usted, Jake. Se trata del caso.

– No me llame Jake. No le conozco. No le he visto en mi vida. Yo… Espere un momento.

Bosch lo miró, asombrado de que pudiera haberse acordado de la piscina de McClaren. Pero entonces se dio cuenta de que McKittrick se había detenido porque su mujer se aproximaba por el muelle con una nevera de plástico en la mano. McKittrick aguardó en silencio hasta que la mujer dejó la nevera en el suelo cerca del barco y él la subió a bordo.

– Ah, detective Bosch, va a pasar mucho calor vestido así -dijo la señora McKittrick-. ¿Quiere que vaya a casa y le baje unos shorts de Jake y una camiseta?

Bosch miró a McKittrick y después a la mujer.

– No, gracias, señora.

– Va a ir a pescar, ¿no?

– Bueno, no me han invitado y…

– Oh, Jake, invítalo a pescar. Siempre estás buscando a alguien que te acompañe. Además, así podrás ponerte al día de todas esas historias truculentas que tanto te gustaban en Hollywood.

McKittrick levantó la cabeza para mirar a su mujer, y Bosch vio que pugnaba por no perder los nervios. Consiguió controlarse.

– Mary, gracias por los sándwiches -dijo McKittrick con calma-. Ahora, ¿puedes subir a casa y dejarnos solos?

Ella lo miró con ceño y sacudió la cabeza como si McKittrick fuera un niño malcriado. La mujer regresó por donde había venido sin decir una palabra más. Los dos hombres que quedaron en el barco dejaron pasar unos segundos antes de que Bosch hablara y tratara de reconducir la situación.

– Mire, no he venido por ninguna otra razón que no sea la de plantearle algunas preguntas sobre el caso. No estoy tratando de sugerir que hubiera nada malo con la forma en que se llevó. Sólo estoy echando otro vistazo, eso es todo.

– Se le olvida algo.

– ¿Qué?

– Que es un mentiroso.

Bosch sintió que esta vez era él quien tenía que contenerse. Estaba enfadado por el hecho de que aquel hombre le cuestionara sus motivos, por más que tuviera el derecho de hacerlo. Estuvo a punto de quitarse el disfraz de chico bueno y saltar a por él, pero sabía que no le convenía. Sabía que si McKittrick actuaba así tenía que ser por algún motivo. Algo del viejo caso era como una piedra en el zapato. La había apartado a un lado, donde no le molestaba, pero seguía allí. Bosch tenía que lograr que deseara quitársela. Se tragó su propia rabia y trató de contenerse.

– ¿Por qué soy mentiroso? -dijo.

McKittrick le daba la espalda. El ex policía estaba buscando debajo del timón. Bosch no podía ver qué era lo que trataba de hacer, pero supuso que tal vez estaba buscando las llaves del barco.

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