Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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– Yo también.

– ¿Ha hablado con el teniente Pounds tras el incidente?

– Lo vi cuando fui a dejarle las llaves de mi coche. Consiguió que me lo retiraran. Fui a su despacho y casi se puso histérico. Es un hombre muy pequeño y creo que lo sabe.

– Normalmente lo saben.

Bosch se inclinó hacia adelante, preparado para levantarse e irse, y se fijó en el sobre que Hinojos había apartado a un lado de la mesa.

– ¿Y las fotos?

– Sabía que volvería a sacar el tema. -La psiquiatra miró el sobre y torció el gesto-. Necesito pensar en ello. A varios niveles. ¿Puedo guardármelas mientras usted se va a Florida? ¿O va a necesitarlas?

– Puede quedárselas.

El último coyote - изображение 22

A las cuatro y cuarenta y cinco de la mañana hora de California, el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Tampa. Bosch se apoyó con cara de sueño en la ventanilla de la cabina, observando por primera vez el sol que se alzaba en el cielo de Florida. Mientras el avión rodaba por la pista, se sacó el reloj y movió las manecillas para adelantarlo tres horas. Estuvo tentado de registrarse en el motel más cercano para dormir un poco, pero sabía que no tenía tiempo. Según el mapa de AAA que llevaba consigo, parecía que había al menos dos horas de coche hasta Venice.

– Es bonito ver un cielo azul.

Era la mujer que tenía al lado, en el asiento del pasillo. Estaba inclinada hacia él, mirando asimismo por la ventanilla. Rondaría los cuarenta y cinco años y tenía el pelo prematuramente gris, casi blanco. Habían hablado un poco en la primera parte del vuelo y Bosch sabía que no iba de visita, sino que regresaba a Florida. Había estado cinco años en Los Ángeles y ya tenía suficiente. Volvía a casa. Bosch no preguntó quién o qué la esperaba allí, pero se había preguntado si ya tenía el pelo cano la primera vez que aterrizó en Los Ángeles cinco años antes.

– Sí -contestó Bosch-. Estos vuelos nocturnos se hacen eternos.

– No, me refería a la contaminación. Aquí no hay.

Bosch la miró a ella y luego por la ventanilla, examinando el cielo.

– Todavía no.

Pero la mujer tenía razón. El cielo tenía una tonalidad de azul que él raramente veía en Los Ángeles. Era del color de las piscinas, con nubes blancas hinchadas que flotaban como sueños en las capas altas de la atmósfera.

El avión tardó en vaciarse, Bosch aguardó hasta el final, se levantó y estiró la espalda para aliviar la tensión. Las vértebras le crujieron como fichas de dominó. Cogió su bolsa de viaje del portaequipajes y salió.

En cuanto pisó el suelo para subir al autocar, la humedad le envolvió como una toalla, con un calor como de incubadora. Llegó a la terminal dotada de aire acondicionado y desechó su plan de alquilar un descapotable.

Al cabo de media hora estaba en la autovía 275, cruzando la bahía de Tampa en otro Mustang de alquiler. Tenía las ventanillas subidas y el aire acondicionado en marcha, pero seguía sudando porque aún no se había aclimatado a la humedad.

Lo que más le impresionó de Florida en su primer recorrido en automóvil fue lo llano que era el terreno. Durante cuarenta y cinco minutos no apareció una sola cuesta, hasta que llegaron a la montaña de acero y hormigón llamada Skyway Bridge. Bosch sabía que el empinado puente que se extendía por encima de la boca de la bahía era un sustituto del que se había caído, pero condujo sin miedo y por encima del límite de velocidad. Al fin y al cabo, venía del Los Ángeles posterremoto, donde el límite no oficial de velocidad bajo los puentes y en los pasos elevados estaba en el extremo derecho del velocímetro.

Después del puente, la autovía se fundía con la 75 y Bosch llegó a Venice a las dos horas de haber aterrizado. Los moteles pintados en tonos pastel del Tamiami Trail le sedujeron, pero se propuso vencer la fatiga y siguió conduciendo. Buscó una tienda de regalos y un teléfono público.

Encontró ambos en el Coral Reef Shopping Plaza. La tienda de Tacky's Gifts and Cards no abría hasta las diez, y a Bosch le sobraban cinco minutos. Fue a un teléfono público situado en la pared exterior color arena del centro comercial y buscó en la guía el número de la oficina de correos. Había dos, de manera que Bosch sacó su libreta y comprobó el código postal de Jake McKittrick. Llamó a una de las oficinas y averiguó que el código postal que tenía Bosch correspondía a la otra. Le dio las gracias al empleado que le proporcionó la información y colgó.

Cuando abrió la tienda de regalos, Bosch fue al pasillo de tarjetas y encontró una de cumpleaños que venía con un sobre de color rojo brillante. Se lo llevó al mostrador sin leer siquiera el texto de la tarjeta. Cogió un callejero de un expositor situado junto a la caja y lo dejó asimismo sobre el mostrador.

– Es una tarjeta muy bonita -dijo una mujer mayor que atendía la caja-. Estoy segura de que a ella le encantará.

La mujer se movía como si estuviera bajo el agua y Bosch sintió ganas de inclinarse sobre el mostrador y pulsar él mismo los números con tal de terminar.

En el Mustang, Bosch puso la tarjeta en el sobre, lo cerró y escribió el nombre de McKittrick y el número del apartado de correos en el anverso. A continuación arrancó y volvió a la carretera.

Tardó quince minutos, ayudándose del plano, en llegar a la oficina de correos de West Venice Avenue. Cuando entró, la encontró casi desierta. Un hombre mayor estaba de pie ante una mesa, escribiendo lentamente una dirección en un sobre. Dos ancianas hacían cola en un mostrador. Bosch se colocó detrás de ellas y se dio cuenta de que estaba viendo a muchos ciudadanos mayores en Florida, y eso que sólo llevaba allí unas horas. Era lo que siempre había oído decir.

Bosch miró a su alrededor y vio la cámara de vídeo en la pared de detrás del mostrador. Sabía por su situación que estaba más para grabar a los clientes y posibles atracadores que para vigilar a los empleados, aunque sus lugares de trabajo probablemente también quedaban a plena vista. No se amedrentó.

Sacó del bolsillo un billete de diez dólares, lo dobló con cuidado y lo sostuvo junto con el sobre rojo. Después comprobó el cambio que llevaba y buscó el importe adecuado. Le pareció un tiempo exasperantemente largo el que tardó el empleado en atender a la mujer.

– El siguiente.

Era Bosch. Se acercó al mostrador donde esperaba un hombre de unos sesenta años. El empleado lucía una barba blanca impecable, tenía sobrepeso y su piel le pareció a Bosch demasiado colorada, como si estuviera furioso por algo.

– Necesito un sello para esto.

Bosch presentó el sobre y las monedas. El billete de diez dólares estaba doblado encima. El empleado de correos actuó como si no lo hubiera visto.

– Me estaba preguntando si ya han puesto el correo de hoy en los buzones.

– Están haciéndolo ahora mismo.

Le dio a Bosch el sello y barrió las monedas de encima del mostrador. No tocó el billete de diez ni el sobre rojo.

– ¿Ah, sí?

Bosch cogió el sobre lamió el sello y lo colocó. Después volvió a poner el sobre encima del billete de diez. Estaba seguro de que el empleado de correos se había fijado.

– Vaya por Dios, me encantaría darle esto a mi tío Jake. Hoy es su cumpleaños, ¿hay algún modo de que alguien lo lleve allí dentro? De esta forma lo recibirá cuando venga hoy. Se lo entregaría en persona, pero tengo que volver a trabajar.

Bosch deslizó el sobre con el billete de diez por debajo del mostrador, acercándoselo al hombre de la barba blanca.

– Bueno -dijo él-. Veré qué puedo hacer.

El empleado movió el cuerpo y giró levemente, ocultando la transacción a la cámara de vídeo. En un movimiento fluido, sacó del mostrador el sobre y el billete de diez. Rápidamente se pasó el billete a la otra mano y se lo metió en el bolsillo.

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