Michael Connelly - Último Recurso

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"El jefe de policía estaba sentado detrás de un gran escritorio, firmando papeles. Sin levantar la mirada de su trabajo, le pidió a Bosch que se sentara al otro lado de la mesa. Al cabo de treinta segundos, el jefe firmó su último documento y miró a Bosch. Sonrió. -Quería recibirle y felicitarle por su regreso al departamento."
Tras tres años Harry Bosch vuelve al Departamento de Policía de Los Angeles. Junto con su antigua compañera Kiz Rider forma pareja en la Brigada de Casos Abiertos, unidad de élite creada para intentar aclarar unos ocho mil antiguos casos no resueltos.
El primer caso al que se enfrentan tiene implicaciones racistas y de corrupción policial. Se trata del asesinato de Rebecca Verloren, joven mestiza de dieciséis años asesinada en 1988. El hallazgo de ADN en el revólver empleado en el crimen permite reabrir la investigación muchos años después. El uso de las nuevas tecnologías en la investigación (comparación de ADN, bases de datos, búsquedas en Internet…) es una de las novedades destacables en esta novela, con guiños a CSI incluidos.
En esta novela, Bosch, que echaba de menos la placa, recupera antiguas sensaciones: vuelve a sentirse a gusto trabajando con Kiz, y sufre los habituales encontronazos con Irvin S. Irving que, a pesar de haber sido degradado por el nuevo jefe de policía, se resiste a perder su influencia.
Una trama construida con maestría.

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Abrió el teléfono y llamó otra vez a Marcia.

– ¿Algo?

– Nada, Harry. Ningún teléfono, ninguna prueba, nada.

– Vale. Sólo para que lo sepáis, vamos a soltado. Podría aparecer por allí dentro de un rato.

– Genial. No le va a gustar lo que se va a encontrar.

– Bien.

Bosch cerró el teléfono y miró a Rider. Los ojos de ella contaban la historia. Desastre. Sabía que la había deprimido. Por primera vez pensó que tal vez Irving tenía razón, quizá no debería haber vuelto.

Voy a decirle que es un hombre libre -dijo.

Después de que se alejara, Rider lo llamó.

– Harry, no te culpo.

Bosch la miró.

– Yo aprobé todos los pasos que dimos. Era un buen plan.

Bosch asintió.

– Gracias, Kiz.

35

Bosch fue a su casa a ducharse, cambiarse de ropa y quizá cerrar un rato los ojos antes de dirigirse de nuevo al centro para la reunión de la unidad. Una vez más condujo a través de una ciudad que apenas se estaba despertando. Y una vez más le pareció grotesca, llena de aristas afiladas y miradas severas. Ahora todo le parecía grotesco.

Bosch no deseaba que llegara la reunión de la unidad. Sabía que todas las miradas estarían puestas en él. Todo el mundo en Casos Abiertos comprendía que a partir de ese momento sus acciones serían analizadas y cuestionadas a posteriori después de la muerte de Mackey. También entendían que si estaban buscando una razón que constituyera una amenaza potencial a sus carreras no tenían que buscar muy lejos.

Bosch dejó las llaves en la encimera de la cocina y escuchó el contestador. No había mensajes. Miró su reloj y determinó que disponía de al menos un par de horas antes de salir hacia el Pacific Dining Car. Mirar la hora le recordó el ultimátum que le había dado a Irving durante su cnfrontación en el pasillo, fuera de Robos y Homicidios. Pero Bosch dudaba de que tuviera noticias de Irving o McClellan. Al parecer, todo el mundo calaba sus faroles.

Era consciente de que, con todo lo que pesaba sobre él, dormir un par de horas no era una opción realista. Se había llevado a casa el expediente y los archivos acumulados. Decidió que trabajaría en ellos. Sabía que cuando todo lo demás se torcía siempre quedaba el expediente del caso. Tenía que mantener la mirada fija en la presa. El caso.

Puso en marcha la cafetera, se dio una ducha de cinco minutos y empezó a trabajar releyendo el expediente mientras en el reproductor de discos compactos sonaba una versión remezclada de Kind Of Blue.

Le machacaba la sensación de que se estaba perdiendo algo que tenía delante de las narices. Sentía que se vería acosado por el caso , que cargaría con él para siempre, a no ser que lo desmenuzara y encontrara lo que faltaba. Y sabía que si tenía que encontrarlo en algún sitio sería en el expediente.

Decidió que esta no leería los documentos en el orden en que se los habían presentado los primeros investigadores del caso. Abrió las anllas y sacó los documentos. Empezó a leerlos en orden aleatorio, tomandose su tiempo, asegurándose de que asimilaba cada nombre, cada palabra, cada foto.

Al cabo de quince minutos estaba mirando otra vez las fotos del dormitorio de Rebecca Verloren cuando oyó que la puerta de un coche se cerraba delante de su casa. Con curiosidad por saber quién aparcaría tan temprano se levantó y se acercó a la puerta. A traves de la mirilla vio a un hombre solo que se aproximaba. Era difícil verlo con claridad a través de la lente convexa de la mirilla. Bosch abrió la puerta de todos modos antes de que el hombre tuviera la oportunidad de llamar.

Al hombre no le sorprendió que su aproximación hubiera sido vista. Bosch podía asegurar por su actitud que era poli.

– ¿McClellan?

Éste asintió.

– Teniente McClellan. Y supongo que usted es el detective Bosch.

– Podría haber llamado.

Bosch retrocedió para dejarle pasar. Ninguno de los dos hombres tendió la mano. Bosch pensó que era típico de Irving emviar al hombre a la casa. Se trataba de un procedimiento estándar en la estrategia intidatoria del «sé dónde vives».

– Pensé que sería mejor que habláramos cara a cara -dijo McClellan.

– ¿Pensó? ¿O lo pensó el jefe Irving?

McClellan era un hombre alto, con cabello rubio casi transparente y mejillas rubicundas. A Bosch se le ocurrió que podría describirse como bien alimentado. Sus mejillas se tornaron de un tono más oscuro ante la pregunta de Bosch.

– Mire, he venido a cooperar con usted, detective.

– Bien. ¿Puedo ofrecerle algo? Tengo agua.

– Agua estará bien.

– Siéntese.

Bosch fue a la cocina, sacó del armario el vaso más sucio de polvo y lo llenó de agua del grifo. Apagó el interruptor de la cafetera. No iba a dejar que McClellan se sintiera a gusto.

Cuando volvió a la sala de estar, McClellan estaba contemplando el paisaje a través de las puertas correderas de la terraza. El aire era claro en el paso de Sepúlveda. Pero todavía era temprano.

– Bonita vista -dijo McClellan.

– Lo sé. No veo que lleve ninguna carpeta en la mano, teniente. Espero que no sea una visita de cortesía como las que le hizo a Robert Verloren hace diecisiete años.

McClellan se volvió hacia Bosch y aceptó el vaso de agua y el insulto con la misma impavidez.

– No hay archivos. Si los había, desaparecieron hace mucho tiempo.

– ¿Y qué? ¿Ha venido a convencerme con sus recuerdos?

– De hecho, tengo una gran memoria de aquel periodo. Ha de entender una cosa. Yo era detective de primer grado asignado a la UOP. Si me daban un trabajo, lo hacía. No se cuestionan las órdenes en esa situación. Si lo haces, estás fuera.

– Así que era un buen soldado que hacía su trabajo. Entiendo. ¿Y los Ochos de Chatsworth y el asesinato Verloren? ¿Qué hay de las coartadas?

– Había ocho actores principales en los Ochos. Los descarté a todos. Y no crea que quería exonerarlos a todos y así lo hice. Me pidieron que viera si alguno de esos capullos podía estar implicado. Y lo comprobé, pero todos estaban limpios…, al menos del asesinato.

– Hábleme de William Burkhart y Roland Mackey.

McClellan tomó asiento en una silla que había junto a la televisión. Dejó el vaso de agua, del que todavía no había bebido, en la mesa de centro. Bosch cortó a Miles Davis en medio de Freddie Freeloader y se quedó de pie junto a las puertas correderas, con las manos en los bolsillos.

– Bueno, en primer lugar, Burkhart era fácil. Ya lo estaban vigilando esa noche.

– Explíquelo.

– Acababa de salir deWayside unos días antes. Nos habían avisado que mientras estuvo allí había estado subiendo de tono con la religión racial, de manera que se consideró prudente vigilarlo para ver si quería volver a poner en marcha las cosas.

– ¿Quien lo ordenó?

McClellan se limitó a mirarlo.

– Irving, por supuesto -respondió Bosch-. Para mantener el trato seguro.

Así que la UOP estaba observando a Burkhart, ¿Quién más?

– Burkhart salió y contactó con dos tipos del grupo viejo. Un tipo llamado Withers y otro llamado Simmons. Parecía que podían estar planeando algo, pero la noche en cuestión estaban en una sala de billar de Tampa, emborrachándose. Las coartadas eran sólidas. Dos secretas estuvieron con ellos todo el tiempo. Eso es lo que he venido a decirle. Eran todo coartadas sólidas, detective.

– ¿Sí? Bueno, hableme de Mackey. La UOP no lo estaba vigilando, ¿verdad?

– No, a Mackey no.

– Entonces ¿Qué es lo que era tan sólido?

– Lo que recuerdo de Mackey es que en la noche en que raptaron a la niña estaba con su tutor en Chatsworth High. Iba a la escuela nocturna, para sacarse el graduado escolar. Un juez lo había ordenado como condición de su libertad vigilada. Pero tenía que aprobar y no le iba demasiado bien, de manera que asistía a clases en las noches libres, cuando no había escuela. Y la noche que se llevaron a la chica estaba con su tutor. Yo lo comprobé.

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