– De acuerdo, detective. Gracias.
– De nada. Ahora he de irme. Esperamos que hoy haya novedades en el caso.
– Llámeme, por favor.
– Será la primera llamada que haré.
Después de colgar, Bosch se dio cuenta de que hablar acerca de desayunos le había abierto el apetito. Era casi mediodía y no había comido nada desde el bistec de la noche anterior en Musso’s. Decidió que iría a la habitación a descansar un rato y después comería tarde antes de presentarse a la vigilancia. Iría a Dupar’s en Studio City. Estaba de camino a Northridge. Las crépes eran la comida perfecta para una vigilancia. Pediría una pila de crépes con mantequilla que se asentarían en su estómago como arcilla y lo mantendrían lleno toda la noche si era necesario.
En el dormitorio, se tendió boca arriba y cerró los ojos. Trató de pensar en el caso, pero su mente vagó al recuerdo etílico de cuando le pusieron el tatuaje en el brazo en un estudio sucio de Saigón. Al caer en el sopor del sueño, recordó al hombre con la aguja y su sonrisa y su olor corporal. Recordó que el hombre le dijo: «¿Está seguro? Recuerde que quedará marcado con esto para siempre.»
Bosch le había devuelto la sonrisa y había dicho: «Ya lo estoy.»
Entonces en su sueño el rostro sonriente del hombre se transformó en el de Vicki Landreth. Ella tenía una mancha de pintalabios rojo en la boca. Levantó una aguja de tatuar.
– Estás preparado, Michael -dijo ella.
– Yo no soy Michael -repuso él.
– Muy bien -dijo ella-. No importa quién seas. Todo el mundo se resiste a la aguja, pero nadie escapa de ella.
Kiz Rider ya estaba en el lugar de reunión cuando Bosch llegó allí. Este bajó de su coche y se llevó el expediente del caso y los otros documentos al vehículo de Rider, un Taurus sin identificar.
– ¿Tienes sitio en el maletero? -preguntó antes de entrar.
– Está vacío. ¿Por qué?
– Ábrelo. Olvidé dejar mi rueda de repuesto en casa.
Volvió a su coche, un Mercedes Benz ML 55, cogió la rueda de recambio de la parte de atrás y la trasladó al maletero de Rider. Luego, con un destornillador de la caja de herramientas, cambió las matrículas de su coche y puso las auténticas en el maletero. Entonces entró con ella y condujeron por Tampa hasta el centro comercial que había al otro lado de la estación de servicio en la que trabajaba Mackey. Marcia y Jackson, el equipo diurno, estaban esperando en su coche en el aparcamiento.
El espacio contiguo al de ellos estaba libre y Rider aparcó allí. Todos bajaron las ventanillas para poder hablar y pasarse las radios sin tener que salir de los coches. Bosch cogió las radios, aunque sabía que él y Rider no iban a usarlas.
– ¿Y bien? -preguntó Bosch.
– Bien, nada -dijo Jackson-. Parece que estamos taladrando en un pozo seco, Harry.
– ¿Nada de nada? -preguntó Rider.
– No hay absolutamente ninguna indicación de que haya visto el periódico o de que alguien al que conoce lo haya visto. Hemos hablado con la sala de sonido hace veinte minutos y este tipo no ha recibido ni una llamada telefónica. Ni siquiera ha tenido que salir con la grúa desde que entró.
Bosch asintió. Todavía no estaba preocupado. A veces las cosas requerían un empujoncito y él estaba preparado para darlo.
– Espero que tengas un plan, Harry -dijo Marcia en voz alta. Estaba en el asiento del conductor de su coche y Bosch estaba en el otro extremo, en el lado del pasajero del coche de Rider.
– ¿Queréis quedaros? -replicó Bosch-. No hace falta esperar si no ha habido ninguna acción. Estoy preparado.
Jackson asintió.
– No me importa -dijo-. ¿Vas a necesitar apoyo?
– Lo dudo. Sólo voy a plantar una semilla. Pero nunca se sabe. No vendrá mal.
– De acuerdo. Observaremos de todos modos. Por si acaso, ¿cuál será tu señal?
Bosch no había pensado en cómo enviar una señal si las cosas se torcían y tenía que pedir refuerzos.
– Supongo que haré sonar el claxon -dijo-. O ya oiréis los tiros.
Sonrió y los demás asintieron con la cabeza. Rider salió del lugar para aparcar y se dirigieron de nuevo a Tampa, al coche de Bosch.
– ¿Estás seguro de esto? -preguntó Rider al aparcar al lado del Mercedes.
– Estoy seguro.
Se había fijado por el camino en que ella había llevado consigo un archivo de acordeón. Estaba en el reposa brazos de entre los asientos.
– ¿Qué es eso?
– Como me has despertado temprano, he decidido trabajar. He rastreado a los otros cinco miembros de los Ochos de Chatsworth.
– Buen trabajo. ¿Alguno de ellos sigue aquí?
– Dos de ellos siguen aquí, pero parece que han superado sus llamadas indiscreciones de juventud. No hay historiales. Tienen trabajos bastante buenos.
– ¿Y los demás?
– El único que todavía parece que es un creyente en la causa es un tipo llamado Frank Simmons. Vino desde Oregon cuando iba al instituto. Un par de años después se unió a los Ochos. Ahora vive en Fresno, pero cumplió dos años en Obispo por vender ametralladoras.
– Podría servirme. ¿Cuándo estuvo allí?
– Espera un segundo.
Rider abrió el archivo y hurgó en él hasta que sacó una pequeña sub carpeta con el nombre de Frank Simmons. La abrió y le mostró a Bosch una foto de prisión de Simmons.
– Hace seis años -dijo ella-. Salió hace seis años.
Bosch examinó la foto, memorizando los detalles del aspecto de Simmons. Éste tenía el pelo corto y oscuro, y ojos oscuros. Tenía la piel muy pálida y su rostro mostraba cicatrices de acné, que trataba de cubrir con una perilla que también le daba un aspecto más duro.
– ¿El caso fue aquí? -preguntó.
– No, de hecho ocurrió en Fresno. Aparentemente se trasladó allí cuando aquí empezaron los problemas.
– ¿A quién le vendió las ametralladoras?
– Llamé al FBI y hablé con el agente. No quería cooperar conmigo hasta que me chequeara. Todavía estoy esperando que me devuelva la llamada.
– Genial.
– Tengo la sensación de que el señor Simmons sigue siendo de interés para el FBI y el agente no estaba muy dispuesto a compartirlo.
Bosch asintió.
– ¿Dónde vivía Simmons en el momento del caso Verloren?
– No lo sé. Era uno de los menores, probablemente vivía con sus padres. AutoTrack no tiene rastro de él más allá del noventa. Entonces estaba en Fresno.
– O sea, que a no ser que sus padres se mudaran después de este asunto, él probablemente estaba en el valle.
– Es posible.
– Muy bien, esto es bueno, Kiz. Podría usar parte de la información. Sígueme hasta el parque Balboa por Woodley. Creo que es un buen sitio. Hay un campo de golf con aparcamiento. Habrá muchos coches. Podéis aparcar allí y será un buen refugio. ¿Vale?
– Vale.
– Díselo a los demás.
Sacó la cartera que contenía la placa, sus esposas y su pistola de servicio y las dejó en el suelo del coche.
– Harry, ¿tienes una de repuesto?
– Te tengo a ti, ¿no?
– Lo digo en serio.
– Sí, Kiz, tengo una pistolita en el tobillo. No te preocupes.
Salió y se metió en su coche. De camino al parque repasó mentalmente la función. Se sentía preparado y nervioso.
Al cabo de diez minutos se detuvo en el arcén de la carretera del parque, paró el motor y salió. Fue a la parte delantera derecha del coche y dejó que saliera todo el aire de la rueda a través de la válvula. Como sabía que algunas grúas llevaban aire comprimido, abrió su navaja de bolsillo y cortó la base de la válvula del neumático. El neumático tendría que ser reparado, no hinchado.
Listo para ponerse en marcha, abrió el móvil y llamó a la estación de servicio en la que trabajaba Mackey. Dijo que necesitaba una grúa y le pusieron en espera. Pasó un minuto entero antes de que otra voz apareciera en la línea. Roland Mackey.
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