Bosch se sirvió café en una taza y volvió a leer el artículo mientras se lo tomaba. Después cogió con nerviosismo el teléfono de la encimera y llamó a casa de Kizmin Rider. Ella respondió con voz nebulosa.
– Kiz, el artículo es perfecto. Ha puesto todo lo que queríamos.
– ¿Harry? ¿Qué hora es, Harry?
– Casi las siete. Estamos en marcha.
– Harry, hemos de trabajar toda la noche. ¿Qué estás haciendo despierto? ¿Qué estás haciendo llamándome a las siete de la mañana?
Bosch se dio cuenta de su error.
– Lo siento. Estoy demasiado excitado.
– Llámame dentro de dos horas.
Rider colgó. No había usado un tono de voz agradable. Impertérrito, Bosch sacó una hoja de papel doblada del bolsillo de su chaqueta. Era la hoja con los números que Pratt había distribuido durante la reunión de equipo. Llamó al móvil de Tim Marcia.
– Soy Bosch -dijo-. ¿Estáis en posición?
– Sí, estamos aquí.
– ¿Algún movimiento?
– No, tranquilo como un cementerio. Suponemos que este tipo trabajó hasta la medianoche, así que dormirá hasta tarde.
– ¿Su coche está ahí? ¿El Camaro?
– Sí, Harry, aquí está.
– Bueno. ¿Habéis leído el artículo en el periódico?
– Todavía no. Pero tenemos a dos equipos en esta casa sentados por Mackey y Burkhart. Vamos a hacer una pausa para tomar café y comprar el diario.
– Es bueno. Va a funcionar.
– Esperemos.
Después de colgar, Bosch comprendió que hasta que Mackey o Burkhart salieran de la casa en Mariano habría doble vigilancia sobre el sitio. Era una pérdida de tiempo y dinero, pero no veía forma de sortear la cuestión. No había forma de determinar cuándo uno de los sujetos vigilados podía salir de la casa. Sabían muy poco de Burkhart, ni siquiera sabían si tenía trabajo.
Después llamó a Renner a la sala de sonido de ListenTech. Era el detective de más edad de la brigada y había usado su veteranía para conseguir para él y su compañero el turno de día en la sala de sonido.
– ¿Todavía nada? -le preguntó Bosch.
– Todavía no, pero serás el primero en saberlo.
Bosch le dio las gracias y colgó. Miró el reloj. Ni siquiera eran las siete y media, y sabía iba a ser un día largo esperando a que empezara su turno de vigilancia. Llenó otra vez su taza de café y miró de nuevo el periódico. La foto del dormitorio de la joven muerta le inquietaba de un modo que no podía precisar. Había algo ahí, pero no sabía qué. Cerró los ojos para contar hasta cinco y volvió a abrirlos, con la esperanza de que el truco funcionara, pero la foto no reveló su secreto. Empezaba a crecer en él una sensación de frustración justo cuando sonó el teléfono.
Era Rider.
– Te felicito, ahora no puedo volver a dormirme. Será mejor que estés bien alerta esta noche, Harry, porque yo no lo estaré.
– Lo siento, Kiz. Estaré alerta.
– Léeme el artículo.
Bosch lo hizo, y cuando hubo terminado ella parecía haber captado parte de su excitación. Ambos sabían que la historia serviría a la perfección para suscitar una respuesta de Mackey. La clave sería asegurarse de que lo veía y lo leía, y pensaban que eso lo tenían resuelto.
– De acuerdo, Harry, me voy a poner en marcha. Tengo cosas que hacer hoy.
– Muy bien, Kiz, te veo allí arriba. ¿Qué te parece si nos reunimos en Tampa, una manzana al sur de la estación de servicio?
– Allí estaré a no ser que ocurra algo antes.
– Sí, yo también.
Después de colgar, Bosch fue a su dormitorio y se vistió con ropa cómoda para pasar una noche de vigilancia y útil para la representación que quería hacer con Mackey. Eligió una camiseta blanca que había sido lavada demasiadas veces y se había encogido de manera que las mangas quedaban apretadas y cortas en los bíceps. Antes de ponerse encima una camisa, verificó su imagen en el espejo. La mitad de la calavera quedaba expuesta y los relámpagos de las SS apuntaban por encima del algodón del cuello.
Los tatuajes parecían más auténticos que la noche anterior. Se había dado una ducha en casa de Vicki Landreth, y ella le había dicho que el agua difuminaría ligeramente la tinta en su piel, como ocurría con la mayoría de los tatuajes hechos en la prisión. Le advirtió que la tinta empezaría a borrarse al cabo de dos o tres duchas y que, si lo necesitaba, ella podía mantener el aspecto con posteriores aplicaciones.
Bosch le explicó que no pensaba utilizar los tatuajes más de un día. Tanto si funcionaban como si no, lo sabría enseguida.
Bosch se puso una camisa de manga larga encima de la camiseta. Se miró en el espejo y pensó que distinguía los detalles del tatuaje de la calavera a través del algodón. Se trasparentaba la gruesa esvástica negra que asomaba del cráneo.
Listo para salir horas antes de que fuera necesario, Bosch paseó con nerviosismo por la sala de estar unos momentos, preguntándose qué hacer. Decidió llamar a su hija, con la esperanza de que su voz dulce y su alegría le dieran una inyección de fuerza adicional para el día.
Leyó el número del hotel Intercontinental de Kowloon de un Post-it que tenía en la nevera y lo marcó en su teléfono. Eran casi las ocho de la tarde allí. Su hija debería estar despierta. Sin embargo, cuando pasaron la llamada a la habitación de Eleanor Wish, no hubo respuesta. Se preguntó si había calculado mal la diferencia horaria. Quizás estaba Ilamando demasiado temprano o demasiado tarde.
Después de seis tonos, se conectó un contestador que le dio a Bosch instrucciones en inglés y en cantonés para dejar un mensaje. Dejó un mensaje breve para Eleanor y su hija y colgó el teléfono.
Como no quería preocuparse por su hija ni empezar a elucubrar dónde podía estar, Bosch abrió el expediente del caso y comenzó a revisar su contenido una vez más, siempre en busca de detalles que pudiera haber pasado por alto. A pesar de todo lo que sabía del caso y de cómo éste había sido manipulado por los poderes fácticos, todavía creía en el expediente. Creía que las respuestas a los misterios siempre se encontraban en los detalles.
Terminó una primera lectura y estaba a punto de empezar con el archivo de la condicional de Mackey cuando pensó en algo y llamó a Muriel Verloren. Ella estaba en casa.
– ¿Ha visto el artículo en el diario? -le preguntó.
– Sí, me ha hecho sentir muy triste leerlo.
– ¿Por qué?
– Porque me lo hace muy real.
– Lo siento, pero va a ayudarnos. Se lo prometo. Me alegro de que lo hiciera. Gracias.
– Quiero hacer cualquier cosa que ayude.
– Gracias, Muriel. Escuche, quería decirle que localicé a su marido. Hablé con él ayer por la mañana.
Hubo un largo silencio antes de que Muriel hablara.
– ¿En serio? ¿Dónde está?
– En la calle Cinco. Lleva un comedor de beneficencia para los sin techo. Les sirve desayunos. Pense que quizá le gustaría saberlo.
De nuevo hubo silencio. Bosch supuso que ella querría hacerle preguntas y él estaba dispuesto a esperar.
– ¿Quiere decir que trabaja allí?
– Sí. Ahora está sobrio. Me dijo que desde hace tres años. Supongo que primero fue a buscar comida y de algún modo se ha abierto camino. Ahora dirige la cocina. Y la comida es buena. Comí ayer allí.
– Ya veo.
– Eh, tengo un número que me dio él. No es una línea directa. No tiene teléfono en su habitación. Pero es de la cocina y está allí todas las mañanas. Dice que la cosa se calma a partir de las nueve.
– De acuerdo.
– ¿Quiere el número, Muriel?
Esta pregunta fue seguida por el silencio más largo de todos. Finalmente, Bosch respondió su propia pregunta.
– Le diré el qué, Muriel. Yo tengo el número, y si algún día lo quiere sólo ha de llamarme. ¿De acuerdo?
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