Irving Wallace - El Documento R

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El Documento R, la fantástica historia de una conspiración que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que está dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constitución para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado policíaco.
Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.
Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la nación.
En su búsqueda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra él mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una pequeña población cuyos habitantes han sido desposeídos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelación de un escándalo de su esposa, que hace que ésta desaparezca…
Transcurren días angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la última y decisiva votación para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del país depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.
Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposición de ficción y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta última novela de Irving Wallace será sin duda una de las obras más discutidas y elogiadas de estos últimos tiempos.

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– Maldita sea -dijo-. Nada.

– Eso es lo que yo he pensado -dijo Mary asintiendo-. Parece un informe de vigilancia de los scouts.

– Tenemos que seguir intentándolo, Mary. El jefe espera… Sonó el teléfono y Adcock interrumpió su frase mientras Mary se ponía al aparato.

– ¿De veras? -dijo ésta-. Subo ahora mismo.

Adcock la miró inquisitivamente.

– División de Identificación -dijo ella-. Espéreme aquí. Vuelvo en seguida. Tiene que ver con nuestro caso. No sé de qué se trata.

Mary se dirigió hacia la puerta. Adcock volvió a observarla mientras se marchaba con el contorno de las bragas dibujándose sobre sus nalgas por debajo del vestido. Tendría que recordar decirle que se pusiera aquel vestido la próxima vez que viera al jefe.

Adcock volvió a pensar en Vernon T. Tynan, en su responsabilidad ante Tynan, en lo mucho que siempre se había esforzado en complacer a Tynan y tenerle contento y en lo imposible que ahora sería que fracasara en aquella investigación acerca del muy traidor de Collins.

Jamás le había fallado a su jefe y no quería fallarle ahora, precisamente ahora, cuando tantas cosas se hallaban en juego.

Tynan siempre se había cuidado de él y, qué diablos, él estaría dispuesto a dar la vida por Tynan, si fuera necesario.

Sabía muy bien lo que la gente de aquella cochina ciudad decía acerca de las relaciones entre ambos, es decir, entre él y Tynan. Siempre había sospechado que hablaban, pero había conseguido establecerlo con toda certeza aquella noche en que instalaron aparatos de escucha en los salones en los que se iba a celebrar una fiesta social de alto nivel -congresistas, funcionarios del Departamento de Estado y gente de ésa- y había descubierto en la cinta a un grupo que chismorreaba y se reía. Les había oído chismorrear y reírse de Vernon T. Tynan y de Harry Adcock, «aquel par de viejos maricas». Siempre había sospechado que hablaban pero entonces pudo saberlo con toda certeza: Tynan y él, unos maricas.

Se enfureció a más no poder.

No es que le importara demasiado, pero es que se trataba de algo falso e injusto.

Cierto que Adcock amaba a Tynan, pero tal como un hombre puede amar a otro hombre sin ser homosexual. Por lo demás, Adcock había amado en cierta ocasión a una mujer -hacía ahora demasiado tiempo y ya no podía recordar sus facciones-, pero ésta había muerto antes de que pudieran casarse, en una época anterior a su incorporación al FBI. Tynan no la había sustituido a ella sino más bien al padre que Adcock jamás había conocido, dado que en su juventud sólo había conocido un orfanato. En realidad, en el transcurso de sus primeros tiempos en el FBI había habido otras mujeres, aunque sólo fueran como compañeras de lecho; pero, tras ascender de categoría en la organización y tras haber accedido Tynan al cargo de director, ya no había habido ninguna otra. Adcock se había entregado por entero al FBI -a Tynan y al FBI- y se había olvidado de todos y de todo. Se había comprometido a conservar el celibato como si el FBI fuera la orden religiosa de su vida.

En cuanto a Vernon T. Tynan, ¡santo cielo! Aquellos imbéciles no se percataban de que Tynan era normal con las mujeres, sólo que actuaba con tacto y discreción, habida cuenta del importante puesto que ocupaba. Tynan había sido visitado una vez por semana por alguna mujer que le enviaba una agradecida alcahueta de Baltimore, y ello desde hacía tanto tiempo como Adcock podía recordar. No se atrevía a enredarse demasiado con aquellas mujeres y procuraba mantenerse siempre a cierta distancia. Se acostaba con ellas pero nada más.

Y hacía unos tres años, al morir o retirarse aquella alcahueta, Tynan había buscado otro medio de satisfacer sus necesidades sexuales. Tenía que mostrarse precavido, pero afortunadamente había dado con una brillante solución. El FBI estaba empezando a incorporar a personal femenino en calidad no sólo de secretarias y administrativas sino también de agentes especiales y operadoras de computadoras. Al producirse una vacante en la sección de comunicaciones, Tynan le sugirió a su colaborador Adcock que entrevistase personalmente a las aspirantes y llevara a cabo una investigación acerca de las mejores de ellas en cuanto a experiencia laboral… y condescedencia sexual, contratando a la de mayor talento.

Mary Lampert obtuvo el puesto. Su trabajo consistía en cinco días a la semana en la central del FBI y una noche a la semana en la residencia particular de Vernon T. Tynan, situada en las afueras de la ciudad. Una noche de cada siete -todos los viernes por la noche-, Mary Lampert, camuflada con unas carpetas bajo el brazo, acudía a la casa de estilo georgiano fuertemente vigilada de Tynan, cerca del parque Rock Creek. Tomaba unas tres o cuatro copas en compañía del jefe. Le desnudaba. Después se desnudaba ella. Ambos jugaban en la cama y después ella introducía la cabeza entre las piernas de su jefe. Con precisión matemática, una vez a la semana, todas las semanas a lo largo de tres años. ¿Qué diablos se habían creído que eran aquellos imbéciles para decir que Vernon T. Tynan no era normal?

Santo cielo, pensó Adcock, cómo se sorprenderían aquellos imbéciles de la capital si supieran lo normales que eran el director y el director adjunto, probablemente los únicos seres normales de aquel depravado país (con la excepción del presidente). Y resultaba igualmente normal que él se sublimara en Tynan, que él fuera el más leal y seguro servidor del hombre auténticamente más grande de los Estados Unidos de Norteamérica.

Por eso no podía ahora decepcionar a Tynan en aquella cuestión tan importante de la investigación acerca de Collins.

Y, sin embargo, a pesar de toda su concentración y de todos sus esfuerzos, no había conseguido alcanzar todavía ningún resultado positivo.

Se estaba entristeciendo y desanimando una vez más, cuando se percató de que la funcionaria de comunicaciones Mary Lampert se encontraba de pie ante él contemplándole con expresión radiante.

Con una reverencia, Mary depositó sobre sus rodillas una tarjeta de registro de huellas dactilares y varias hojas de papel.

– Buenas noticias, Harry -le dijo.

– ¿De qué se trata? -preguntó él sobresaltado.

– De la investigación sobre Collins -repuso ella-. Acabamos de descubrir algo. Véalo usted mismo.

Adcock tomó los papeles, estudió las huellas dactilares y, poco a poco, empezó a examinar los papeles uno a uno. Su perplejidad se desvaneció de inmediato.

– ¡Santo cielo! -exclamó con expresión radiante.

Eran las ocho menos diez de la mañana y Chris Collins se encontraba de pie ante el espejo del cuarto de baño terminando de afeitarse. Se enjabonó el rostro una vez más y después se inclinó sobre el lavabo, recogió agua caliente con ambas manos y se enjuagó el jabón de la cara.

Se irguió y empezó a canturrear examinándose ante el espejo. Últimamente el espejo había reflejado un rostro alargado y enjuto perpetuamente enfurruñado que parecía el de un hombre de más edad. Pero esta mañana su rostro era -o al menos parecía-tan saludable y terso como el de un joven deportista.

Tal vez la transformación se debiera a su júbilo.

Desde que hacía dos días había recibido la llamada del presidente del Tribunal Supremo, Maynard, en la que el jurista le había comunicado que iba a dimitir de su cargo con el fin de manifestarse en contra de la Enmienda XXXV, Collins se había estado sintiendo continuamente embargado por la alegría. Ni siquiera la más reciente noticia de anteayer por la noche -la advertencia de Ishmael Young en el sentido de que el FBI le estaba sometiendo secretamente a investigación- había conseguido empañar la dicha de Collins. El día anterior, pensando en el comportamiento de Tynan, había estado varias veces a punto de enfrentarse con él y revelarle lo que sabía. Ello hubiera sin duda turbado a Tynan y se hubiera traducido en el término inmediato de la investigación. Pero, al final, Collins llegó a la conclusión de que no le importaba lo más mínimo. Dejaría que Tynan siguiera participando en aquel inútil juego. En primer lugar, Tynan no conseguiría averiguar nada. Ni en la pasada ni en la presente actividad de Collins había nada que ocultar. Y, en segundo lugar, su contienda con Tynan estaba a punto de finalizar. Collins sabía que ahora tenía en sus manos la carta del triunfo.

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