Irving Wallace - El Documento R

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El Documento R, la fantástica historia de una conspiración que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que está dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constitución para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado policíaco.
Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.
Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la nación.
En su búsqueda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra él mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una pequeña población cuyos habitantes han sido desposeídos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelación de un escándalo de su esposa, que hace que ésta desaparezca…
Transcurren días angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la última y decisiva votación para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del país depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.
Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposición de ficción y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta última novela de Irving Wallace será sin duda una de las obras más discutidas y elogiadas de estos últimos tiempos.

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Después de todo, necesitaría un especialista en cirugía estética -pobre doctor García-, y lo necesitaría cuanto antes. Para ello, le hacía falta un lugar en el que ocultarse y una persona en la que pudiera depositar su confianza. No había nadie…

Pero de pronto recordó que había alguien.

Echó a andar en busca de otro taxi, un taxi que le condujera al Aeropuerto Internacional de Miami.

A la mañana siguiente, en su despacho del Departamento de Justicia de Washington, Chris Collins recibió ansiosamente la llamada del secretario de justicia adjunto.

– Y bien, Ed, ¿qué ha averiguado usted?

– Sí, el apartado de correos 153 del anexo William Penn de la central de Correos lo sigue teniendo alquilado una tal señorita Susan Radenbaugh.

– ¿Y su dirección? ¿La sabían en Correos?

– Hemos tenido suerte. Es la calle Jessup Sur, 419. Oiga, Chris, ¿para qué es todo esto?

– Ya se lo comunicaré cuando lo averigüe. Gracias, Ed.

Collins colgó el aparato y anotó inmediatamente la dirección ensu agenda. Después se quedó mirando la anotación unos instantes. Bueno, pensó, tal vez no hubiera perdido totalmente el tiempo en Lewisburg. Había perdido la gran oportunidad porque Radenbaugh había muerto tres días antes. Pero aún quedaba un pequeño cabo que tal vez le condujera hasta el Documento R. Susparientes más próximos. Susan Radenbaugh, la apenada hija. Había estado muy unida a su padre. Había permanecido en contacto con él. Si su padre sabía algo acerca del Documento R, cabíala posibilidad de que se lo hubiera comentado.

Una posibilidad muy lejana, pero era la única posibilidad, pensóCollins.

Se levantó, cruzó el espacioso despacho y asomó la cabeza por la puerta que daba acceso al despacho de su secretaria.

– Marion, ¿qué tal está mi programa de hoy?

– Muy apretado para ser sábado.

– ¿Hay algo que podamos cancelar o aplazar?

– Me temo que no, señor Collins.

– ¿Y mañana?

– Pues, vamos a ver… Por la mañana no tiene usted programadas muchas cosas.

– Muy bien. Cancele todas las citas que tenga. Tome el teléfono inmediatamente y resérveme una plaza en el primer avión que salga hacia Filadelfia. Es importante. O al menos eso espero.

6

Era una pequeña y anodina casa de madera que se levantaba detrás de otra más grande en la calle Jessup Sur de Filadelfia. Lo más probable era que hubiera sido un alojamiento de invitados, pero ahora la habían alquilado y resultaba perfecta para una persona sola que quisiera gozar de intimidad.

Antes de salir de Washington, Chris Collins había averiguado todo lo que había podido acerca de Susan Radenbaugh. Poca cosa, en realidad: que era hija única de Donald Radenbaugh, tenía veintiséis años, había estudiado en la Universidad de Pittsburgh y trabajaba de redactora en el Inquirer de Filadelfia.

Al telefonear personalmente al periódico para concertar una cita con ella, le habían dicho que se encontraba indispuesta y se había quedado en casa. Collins lo comprendía. Había perdido a su padre. Necesitaría algún tiempo para recuperarse. Collins no se había molestado siquiera en llamarla a su casa. Estaba seguro de que la encontraría allí.

Una vez en Filadelfia, le había dicho al chófer del automóvil alquilado que le condujera directamente a aquella dirección de la calle Jessup Sur. Había abandonado el coche, con el chófer y su guardaespaldas, a media manzana de su lugar de destino y había recorrido a pie el trecho restante.

Ahora, desde la acera, estaba contemplando el callejón que conducía a la casa de atrás. Mientras se ponía en camino hacia la puerta, trató de pensar en la forma en que abordaría a Susan Radenbaugh. En realidad, no había nada que planear. O bien su padre le había dicho algo acerca del Documento R o bien no le había dicho nada. Era la última esperanza que le quedaba. Después de Susan, se encontraría en un callejón sin salida.

Llegó a la puerta de la casa y llamó al timbre.

Esperó. No hubo respuesta.

Volvió a llamar al timbre sin obtener respuesta, y estaba pensando que tal vez la muchacha hubiera salido a compar algo o bien a visitar a su médico cuando la puerta se abrió parcialmente. Una joven le miró a través del resquicio. Era bonita, con una rubia melena que le llegaba hasta los hombros y un rostro sin maquillar, insólitamente pálido y compuesto.

– ¿La señorita Susan Radenbaugh? -preguntó él.

Ella asintió débilmente con expresión preocupada.

– He llamado a su periódico esta mañana para concertar una cita con usted. Me han dicho que se encontraba indispuesta y se había quedado en casa. He venido desde Washington para verla.

– ¿Qué desea? -preguntó ella.

– Quiero hablar con usted un momento acerca de su padre. Siento…

– En estos momentos no puedo ver a nadie -dijo ella bruscamente. Estaba muy agitada.

– Permítame explicarle…

– ¿Quién es usted?

– Me llamo Christopher Collins. Soy el secretario de Justicia de los Estados Unidos. Yo…

– ¿Christopher Collins? -preguntó la joven reconociendo su nombre-. ¿Es usted…?

– Necesito hablar con usted. El coronel Noah Baxter era íntimo amigo mío y…

– ¿Conocía usted a Noah Baxter?

– Sí. Por favor, permítame entrar. No la entretendré más que unos minutos.

La muchacha vaciló un instante y luego abrió la puerta de par en par.

– De acuerdo. Pero sólo unos minutos.

Collins pasó a un pequeño salón amueblado con gusto y decorado con gran cantidad de vistosos cojines. A la izquierda había una puerta que probablemente debía de dar acceso a un dormitorio, y un arco situado a la derecha permitía ver una pequeña mesa de comedor y la puerta de la cocina.

– Puede sentarse -dijo ella.

Collins se acomodó en lo que tenía más cerca, que resultó ser una otomana. La muchacha no se sentó. Permaneció de pie frente a él alisándose nerviosamente el cabello.

– Lamento mucho la muerte de su padre -dijo él-. Si puedo ayudarle en algo…

– No se preocupe. ¿De veras es usted el secretario de Justicia?

– Sí.

– ¿No le ha enviado el FBI?

Collins esbozó una sonrisa.

– Soy yo quien les envía a ellos, no ellos a mí. No, estoy aquí por propia decisión. Se trata de un asunto de carácter personal.

– ¿Ha dicho usted que era amigo del coronel Baxter?

– En efecto. Y creo que su padre también lo era.

– Eran íntimos amigos.

– Pues precisamente por eso es por lo que estoy aquí -dijo Collins-. Porque su padre y el coronel Baxter eran amigos. La noche en que murió, el coronel Baxter dejó un mensaje para mí en lo que resultaron ser sus últimas palabras. Se refería a un asunto que he estado tratando de aclarar desde entonces. Puesto que el coronel Baxter no pudo facilitarme información, se me ocurrió pensar que tal vez el coronel le hubiera comentado algo a su padre. Sé que el coronel confiaba a menudo en su padre.

– Es cierto -dijo Susan Radenbaugh-. ¿Cómo lo sabe?

– A través de la señora Baxter, Hannah Baxter, quien me aconsejó que acudiera a visitar a su padre a Lewisburg. Pensaba que tal vez él supiera algo acerca de este asunto. Estuve en Lewisburg hace un par de días y allí mismo me enteré de que su padre había muerto. Entonces me dijeron que usted era la única persona que había permanecido en contacto con su padre y pensé que tal vez él le hubiera hablado del asunto que estoy investigando. Y decidí localizarla para entrevistarme con usted.

– ¿Qué es lo que desea saber?

Collins respiró hondo y le planteó la pregunta.

– ¿Le habló su padre alguna vez de algo llamado Documento R?

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