Irving Wallace - El Documento R

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El Documento R, la fantástica historia de una conspiración que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que está dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constitución para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado policíaco.
Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.
Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la nación.
En su búsqueda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra él mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una pequeña población cuyos habitantes han sido desposeídos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelación de un escándalo de su esposa, que hace que ésta desaparezca…
Transcurren días angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la última y decisiva votación para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del país depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.
Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposición de ficción y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta última novela de Irving Wallace será sin duda una de las obras más discutidas y elogiadas de estos últimos tiempos.

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Ahora estaban avanzando a paso de tortuga a través del bosque.

Adcock se agachó sobre el volante y Tynan se inclinó y miró a través del parabrisas contemplando lo que parecía ser el final de la carretera y del bosque.

– Creo que ya hemos llegado -murmuró Adcock-. Ha dicho que a la derecha hay un claro. Sí, aquí mismo, ante nuestras propias narices. Ya estamos.

Se desvió de la carretera hacia la derecha, después giró bruscamente a la izquierda y estacionó. A cierta distancia pudieron distinguir la silueta de la parte central del muro de hormigón que rodeaba la prisión, la parte superior de varios edificios que había en el patio y dos torres de depósito de agua, una a la derecha y la otra detrás de la penitenciaría federal de Lewisburg.

Adcock se inclinó hacia el tablero de mandos y apagó los faros delanteros.

– Hay algunos tipos duros encerrados en ese agujero de máxima seguridad -dijo señalando las siluetas de los edificios.

– Algunos -dijo Tynan-. Pero Donald Radenbaugh no es de ésos. Es uno de los blandos, un preso político.

– No sabía que fuera un preso político.

– Técnicamente no lo es. Pero lo es. Sabía demasiado acerca de lo que estaba ocurriendo en las alturas. Y eso también puede ser un delito.

Tynan se removió en su asiento mirando a través del parabrisas y esperando.

Habían transcurrido varios minutos cuando Adcock tiró de la manga de Tynan.

– Jefe, me parece que ya se están acercando.

Tynan miró a través del parabrisas contrayendo los ojos y, al final, distinguió dos manchas de luz que se estaban acercando.

– Debe de ser Jenkins -dijo-. Sólo utiliza las luces de posición. Guardó silencio mientras contemplaba el avance del otro automóvil.- Muy bien -dijo súbitamente-, vamos a hacer lo siguiente. Yo me acomodaré en el asiento de atrás para hablar con él. Usted quédese donde está, sentado al volante. Puede escuchar. Pero no hable. Sólo hablaré yo. Usted limítese a escuchar. Ambos estamos metidos en esto.

Tynan abrió la portezuela del Pontiac, descendió, la cerró, abrió la portezuela trasera, subió y se colocó en un rincón del asiento.

El otro automóvil había penetrado en el claro y se había acercado a cosa de unos diez metros por detrás. El motor se detuvo. Las luces de posición se apagaron. Se abrió y se cerró una portezuela.

Se escuchó el crujido de unas pisadas.

El marchito rostro del director de la prisión Bruce Jenkins se inclinó y apareció al otro lado de la ventanilla de Adcock, que señaló con el pulgar hacia atrás. Jenkins apartó la cabeza y retrocedió acercando el rostro a la ventanilla de atrás. Tynan bajó el cristal hasta la mitad.

– Hola, Jenkins, ¿cómo está usted?

– Me alegro de verle, señor director. Bien, muy bien. Traigo conmigo a la persona que usted desea ver.

– ¿Algún problema?

– Pues, francamente, no. No se mostraba demasiado deseoso de verle a usted…

– No le gusto -dijo Tynan.

– … pero ha venido. Siente curiosidad.

– No me sorprende -dijo Tynan-. Será mejor que no perdamos el tiempo. Ya es muy tarde. Tráigamelo aquí. Que suba por la otra portezuela para que pueda sentarse a mi lado.

– Muy bien.

– Cuando hayamos terminado y él haya salido y usted le haya asegurado, vuelva aquí. Tal vez desee hablar con usted. Es posible que necesite pedirle alguna otra cosa.

– No faltaba más.

– Otra cosa, Jenkins. Por lo que respecta a este encuentro, jamás tuvo lugar.

– ¿Qué encuentro? -preguntó el director de la prisión esbozando una sonrisa.

Tynan esperó. Antes de que hubiera transcurrido un minuto, se abrió la otra portezuela trasera.

– Aquí está -dijo Jenkins asomando la cabeza.

Donald Radenbaugh se hallaba rígidamente de pie al lado del director de la prisión. Tynan no podía verle el rostro. Sólo podía ver que sus muñecas estaban juntas.

– ¿Va esposado? -preguntó.

– Sí, señor.

– Quítele las esposas, haga el favor. No se trata de una reunión de ese tipo.

Tynan escuchó rumor de llaves y vio cómo Jenkins abría las esposas y las retiraba. Observó después cómo el preso se frotaba las muñecas y oyó que el director le decía:

– Ahora ya puede acomodarse en el asiento de atrás.

Donald Radenbaugh se agachó para subir al automóvil. Su cabeza y su rostro resultaban ahora visibles. No había cambiado demasiado en el transcurso de aquellos casi tres años de reclusión. Estaba tal vez ligeramente más delgado, en su triste y holgado atuendo gris de presidiario. Era calvo, poseía un cerco de cabello rubio alrededor de la cabeza y patillas, y sus ojos daban la impresión de ser más pequeños como consecuencia de las bolsas que se observaban bajo ellos tras los cristales de las gafas de montura de acero. Poseía un cetrino y enjuto rostro, fina nariz puntiaguda, un pequeño y descuidado bigote rubio y un mentón poco pronunciado. Estaba pálido y como enfurruñado. Debía medir un metro setenta y cinco y pesar unos setenta kilos.

Había subido al automóvil y se había hundido en el asiento lo más lejos posible de Tynan:

Tynan no le ofreció la mano.

– Hola, Don -dijo.

– Hola.

– Hace mucho tiempo.

– Supongo que sí.

– ¿Le apetece un cigarrillo? Harry, déle un cigarrillo y su encendedor.

Radenbaugh extendió la mano para coger el cigarrillo y el encendedor. Una vez se hubo encendido el cigarrillo, le devolvió a Adcock el encendedor. Dio un par de profundas chupadas al cigarrillo, expulsó una nube de humo y pareció como si se tranquilizara.

– Bueno, Don -prosiguió Tynan-, ¿qué tal estamos?

– Menuda pregunta -repuso Radenbaugh con un gruñido.

– ¿Tan mal se está aquí? -preguntó Tynan en tono solícito-. Pensaba que le habían puesto en la biblioteca de la prisión.

– Estoy en la cárcel -dijo Radenbaugh amargamente-. Estoy en la cárcel, encerrado como una bestia, y soy inocente.

– Sí, lo sé -dijo Tynan-. Supongo que aquí jamás se puede estar bien.

– Es horrible -dijo Radenbaugh-. Hay de todo para proteger de nosotros a los de fuera: puertas correderas de acero, triples cerrojos, detectores en los muros de hormigón… Pero no hay nada para protegernos a nosotros de los de dentro: agresiones, acuchillamientos, violaciones, venta de droga… Los esbirros… me parece que ya estoy empezando a hablar como todos los demás, los guardianes procuran ser a cual más duro. Comida pésima, ninguna posibilidad de realizar ejercicio y una celda que mideun metro ochenta por tres metros. ¿Le gustaría pasarse los mejores años de su vida en un planeta de metro ochenta por tres metros? El gran acontecimiento consiste en que le corten a uno el cabello. O tal vez en recibir una carta de la propia hija. Es asqueroso. Sobre todo cuando uno es inocente. No abrigo ninguna esperanza.

Radenbaugh se sumió en un enfurecido silencio, inhalando y exhalando el humo del cigarrillo.

Tynan le estudió en la oscuridad.

– Sí, la falta de esperanza… me imagino que debe de ser lo peor -dijo en tono comprensivo-. Lástima que muriera Noah Baxter. Creo que era su penúltima esperanza de salir de aquí. Lástima.

Radenbaugh levantó súbitamente la mirada.

– ¿Mi penúltima esperanza? -repitió.

– Sí, porque yo soy la última, Don.

– ¿Usted? -preguntó Radenbaugh mirando fijamente a Tynan.

– Yo -dijo Tynan asintiendo-. Sí, yo. He venido aquí para ofrecerle un trato, Don. Estrictamente entre nosotros. Puedo ofrecerle lo que usted anhela. La libertad. Y usted puede ofrecerme algo que yo necesito. Dinero. ¿Está dispuesto a escucharme?

Radenbaugh no contestó pero estaba escuchando.

– Muy bien -prosiguió Tynan-, permítame que se lo explique todo rápidamente. Usted posee un millón de dólares en efectivo, guardado en algún lugar de Florida. No discutamos acerca de si lo tiene o no. He revisado detalladamente el expediente. Un testigo fidedigno juró que había abandonado usted Washington con el dinero. Tenía que entregarlo en Miami pero jamás lo entregó. Sabía que le habían descubierto y no lo entregó. Cuando le detuvieron, ya no lo tenía en su poder.

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