Irving Wallace - El Documento R

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El Documento R, la fantástica historia de una conspiración que pretende derogar la Ley de Derechos de los Estados Unidos y que está dirigida entre bastidores por el FBI.
En un trasfondo de creciente violencia, Wallace pone frente a frente dos fuerzas opuestas: por una parte, aquellos que tratan de modificar la Constitución para que el gobierno pueda imponer sin miramientos un programa de `ley y orden`, por otra, quienes creen que tras la Enmienda XXXV se oculta un plan de mayor alcance que tiene por fin subvertir el proceso del gobierno constitucional y reemplazarlo por un estado policíaco.
Los protagonistas de ambas posturas son Vernon T. Tynan, el poderoso director del FBI, y Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia, hombre ambicioso pero lleno de honradez.
Las dudas iniciales de Collins se ven reavivadas en el lecho de muerte de su predecesor, quien le pone en guardia contra el `Documento R`, clave misteriosa del futuro de toda la nación.
En su búsqueda de este vital documento, Collins se ve envuelto en una serie de sucias trampas: un intento de chantaje sexual dirigido contra él mismo, la puesta a punto de un `programa piloto` en una pequeña población cuyos habitantes han sido desposeídos de sus derechos constitucionales, dos brutales asesinatos, la revelación de un escándalo de su esposa, que hace que ésta desaparezca…
Transcurren días angustiosos y se acerca el momento en que, en California, ha de llevarse a cabo la última y decisiva votación para ratificar o rechazar la Enmienda XXXV. El destino del país depende de Collins, de su lucha a muerte con el FBI de Tynan y de su hallazgo del `Documento R`.
Por su fuerza expresiva, por la inteligente contraposición de ficción y realidad, y por la profundidad de los problemas que plantea, esta última novela de Irving Wallace será sin duda una de las obras más discutidas y elogiadas de estos últimos tiempos.

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Desabrochándose la camisa, penetró en el dormitorio medio a oscuras y pasó al cuarto de baño y encendió la luz. Se desnudó, se lavó, se cepilló los dientes, se examinó las ojeras y extendió la mano hacia la percha de detrás de la puerta en la creencia de que allí se encontraba el pijama. Pero el pijama no estaba allí y entonces pensó que la camarera lo debía de haber extendido sobre la almohada de la cama de matrimonio.

Apagó la luz del cuarto de baño y se dirigió desnudo y a tientas hacia la cama, en la que una franja de luz que se filtraba por la semicerrada puerta del salón iluminaba directamente su pijama. Iba a ponérselo, deseoso de meterse inmediatamente en la cama y echarse a dormir, cuando, en el momento de agacharse, advirtió de pronto que algo cálido y carnoso le rozaba el muslo derecho.

Sobresaltado, emitió un jadeo entrecortado y bajó rápidamente la mano, percibiendo que otra mano estaba ascendiendo por su muslo.

El corazón empezó a latirle con fuerza.

– Pero, ¿qué demonios…? -balbució.

– Ven a la cama, cariño. Te estaba esperando -le dijo una suave voz femenina.

Collins estaba demasiado ocupado buscando desesperadamente el interruptor de la lámpara y no podía apartar la mano de la mujer, que ahora le estaba aprisionando el miembro.

A los pocos instantes la débil luz de la lámpara arrojó sobre la cama un semicírculo amarillo é iluminó a la muchacha. Ésta se estaba acercando al borde de la cama y le miraba sonriente, al tiempo que extendía la mano entre sus piernas y le acariciaba. Collins estaba como petrificado, demasiado desconcertado como para poder hablar o actuar. La muchacha era joven, de poco más de veinte años, con largo cabello rojizo, rojos labios fruncidos, palpitante pecho, vientre plano y un alargado triángulo de vello púbico.

– Hola -le dijo con vocecita de chiquilla-. Me llamo Kitty. Ya pensaba que no ibas a volver nunca.

– ¿Quién demonios es usted? -estalló por fin Collins bajando la mano y asiendo la de la muchacha para obligarla a soltarle el miembro-. Se ha equivocado. No es aquí…

– Éste es el número de bungalow que me han dado. Me han dicho que esperara al señor Collins.

Entonces no se trataba de un error. ¿Cuál de sus amigos de los viejos tiempos habría sido capaz de gastarle aquella clase de broma pesada?

– ¿Quién le ha dicho que viniera aquí? -preguntó.

– Soy un regalo de un amigo suyo.

– ¿De qué amigo?

– No me ha dicho su nombre. Jamás lo hacen. Pero me ha pagado en efectivo. Doscientos dólares. Soy muy cara. -La muchacha esbozó una sonrisa.- Me ha dicho que era una sorpresa, que a usted le iba a gustar. Le prometo que le gustará, señor Collins. Ahora, venga aquí como un buen chico…

– ¿Cómo… cómo ha podido entrar?

– Algunos empleados de aquí ya me conocen. Doy buenas propinas. -La muchacha le examinó.- Menudo encanto es usted. Me gustan los hombres altos. Pero habla demasiado. Ahora venga aquí con Kitty. Le prometo que pasará un buen rato. Me quedaré toda la noche.

– ¡Ni hablar! -dijo Collins casi gritando, agarrándola por la muñeca en el momento en que ella iba a extender de nuevo la mano. Consiguió apartarle el brazo-. Ahora váyase, salga de aquí ahora mismo… No quiero aquí ni a usted ni a nadie. Alguien ha querido gastarme una broma, una broma infantil…

– Pero es que me han pagado…

– ¡Váyase! -Collins la asió por ambos brazos y la obligó a incorporarse.- Vístase y márchese de aquí inmediatamente.

– Nadie me había tratado así.

– Pues lo hago yo -dijo Collins cogiendo el pijama-. Cuando salga del cuarto de baño quiero que ya se haya vestido y marchado.

Furioso, se dirigió al cuarto de baño y se puso los pantalones del pijama y se abrochó la chaqueta.

Cuando salió, la muchacha se acababa de poner la blusa y se estaba poniendo una falda azul marino.

– Dése prisa -le dijo él…

– Su amigo ha dicho que al principio, era posible que usted se comportara así, pero que no me lo tomara muy en serio -dijo la muchacha ladeando la cabeza, sonriendo y acercándose de nuevo a él-. Está bromeando, ¿verdad?

Collins la cogió bruscamente del brazo y la llevó hacia la puerta.

– Vamos, lárguese -le dijo.

– Suélteme, me hace daño

Él aflojó la presión pero siguió empujándola hacia el salón y hacia la puerta de salida.

Una vez junto a la puerta, la soltó y dijo jadeando:

– Lamento que alguien la haya utilizado de esta forma. Ha sido una equivocación y lo siento. Buenas noches.

Ella se irguió procurando marcharse con cierta dignidad.

– No importa dijo. De todos modos, lo más probable es que no se hubiera parado.

Collins abrió la puerta y, mientras la muchacha salía, vio aparecer una figura borrosa desde detrás de un seto que había frente al bungalow. Era un hombre que estaba levantando una cámara fotográfica. Collins se apartó instintivamente de la puerta en el momento justo en que se iluminaba el flash. Se dejó caer sobre la puerta y la cerró apoyándose contra ella; estaba completamente seguro de que el sujeto había fotografiado a Kitty pero no había logrado captarle a él.

Al cabo de un rato, cerró la puerta con llave. Aturdido, se dirigió a trompicones hacia la mesita donde estaban las bebidas y se preparó un trago.

No estaba seguro de lo que había ocurrido aquel día, pero en cambio sí estaba completamente seguro de lo que acababa de ocurrir aquella noche. No había sido una broma pesada a cargo de algún conocido o algún viejo compañero de estudios. Había sido algo mucho más diabólico. Alguien había intentado tenderle una trampa y comprometerle.

Pero, ¿quién? Y, ¿por qué? ¿Los partidarios de la Enmienda XXXV? Increíble, puesto que hasta aquellos momentos él había estado públicamente de su parte. A menos que quisieran asegurarse de que siguiera estando de su parte. ¿Los enemigos de la enmienda? Resultaba igualmente increíble que unos hombres como Keefe o Pierce llegaran hasta aquellos extremos con el fín de obligarle a cambiar.

Es absurdo, pensó. Después, todavía aturdido, se preparó otro trago, en la esperanza de que la llegada del día le permitiera ver las cosas con mayor claridad.

En efecto, la llegada del día le permitió definir con mayor precisión las sombrías ideas que habían cruzado por su mente en el transcurso de su agitado sueño.

La mañana le trajo cierta iluminación.

Durante el prolongado desayuno con los dos fiscales de distrito despachó varios asuntos de rutina relacionados con el Departamento. Su reunión con una delegación integrada por tres abogados de la Asociación Norteamericana de Abogacía revistió un carácter eminentemente social. La entrevista que le concedió a una joven reportera del Los Angeles Times constituyó en buena parte un ejercicio de habilidad para procurar no defender con excesiva vehemencia la Enmienda XXXV, refiriéndose, en cambio, a las reformas a largo plazo que sería necesario introducir en el sistema judicial norteamericano y tratando de enterarse de las opiniones de la prensa acerca de la escalada del crimen en el sur de California.

Al final, Collins se quedó a solas, con el teléfono.

Su intención había sido la de hablar con los ocho jefes de policía que se habían quejado ante el asambleísta Keefe del hecho de que el FBI hubiera falseado, exagerándolas, las cifras relativas a la criminalidad en California. Pero sólo había hablado con tres de ellos, y después ya no había efectuado ninguna otra llamada. Tras asegurarse de que estaban hablando con el secretario de Justicia, los tres se habían mostrado muy recelosos y sólo habían contestado con evasivas. Uno de ellos reconoció la existencia de una «ligera discrepancia» entre las cifras que él había enviado al FBI y las que habían sido dadas a conocer, pero la atribuyó a un «probable error de la computadora»; y los tres se negaron a reconocer que habían protestado ante Keefe a propósito de las exageraciones contenidas en las estadísticas del FBI. De un modo u otro, los tres vinieron a decirle que el asambleísta Keefe había interpretado erróneamente sus palabras.

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