Cuando se apartó la mano de la frente, Francis tuvo la impresión de que le había quedado una marca, casi como de hollín. No era fácil distinguir nada a la luz tenue que había en la habitación. Larguirucho también debió de notar algo, porque de repente se miró los dedos con gesto burlón.
– ¡Larguirucho! -susurró Francis, que se había incorporado en la cama-. ¿Qué ha pasado?
Antes de que él pudiera responder, Francis oyó un siseo. Era Peter, que se había despertado y se inclinaba hacia ellos.
– ¡Dínoslo, Larguirucho! ¿Qué ha pasado? -pidió Peter con la voz queda-. Pero no hagas ruido. No despiertes a nadie más.
Larguirucho asintió con la cabeza. Pero sus palabras se precipitaron de forma entusiasta, casi dichosa. Rezumaban alivio y liberación.
– Ha sido una visión, Peter. Tiene que haber sido un ángel que me ha sido enviado. Esta visión vino a mi lado, Pajarillo, para decirme…
– ¿Para decirte qué? -susurró Francis.
– Para decirme que tenía razón. Desde el principio. El mal había intentado llegar hasta nosotros, Pajarillo. La encarnación del mal estaba aquí, en el hospital, a nuestro lado. Pero ha sido destruida y ahora estamos a salvo. -Exhaló despacio y añadió-: Gracias a Dios.
Francis no sabía cómo interpretar aquello pero el Bombero se sentó al lado del hombre alto.
– ¿Esa visión estuvo aquí? ¿En esta habitación? -le preguntó.
– Junto a mi cama. Nos abrazamos como hermanos.
– ¿La visión te tocó?
– Sí. Era tan real como tú o como yo, Peter. Notaba su vida junto a la mía. Como si nuestros corazones latieran al unísono. Excepto que también era mágica, Pajarillo.
El Bombero asintió. Luego, alargó la mano despacio y tocó la frente de Larguirucho, donde seguían las marcas de hollín. Peter se frotó los dedos.
– ¿Viste que la visión entrara por la puerta, o cayó de arriba? -preguntó, y señaló hacia la puerta del dormitorio y luego hacia el techo.
– No. -Larguirucho sacudió la cabeza-. Llegó sin más. En un segundo estaba junto a mi cama. Parecía bañada de luz, como si procediera del cielo. Pero no pude verle la cara. Casi como si estuviera envuelta en un velo. Tiene que haber sido un ángel -comentó-. Imagina, Pajarillo, un ángel aquí. Aquí, en esta habitación. En nuestro hospital. Para protegernos.
Francis no dijo nada, pero Peter asintió con la cabeza. Se llevó los dedos a la nariz y se los olió. Francis tuvo la impresión de que se sorprendía. El Bombero hizo una pausa y echó un vistazo alrededor de la habitación. A continuación pronunció unas palabras autoritarias en voz baja, como órdenes de un mando militar cuando el enemigo está cerca y el peligro se esconde detrás de cada sombra.
– Larguirucho, vuelve a la cama y espera a que Pajarillo y yo regresemos. No digas nada a nadie. Silencio absoluto, ¿entendido?
Larguirucho fue a replicar pero vaciló.
– De acuerdo -dijo-. Pero estamos a salvo. Estamos todos a salvo. ¿No crees que los demás querrán saberlo?
– Vamos a asegurarnos antes de ilusionarlos -repuso Peter. Eso pareció tener sentido para Larguirucho, porque asintió, se levantó y regresó a su cama. Cuando llegó, se volvió y se llevó el dedo índice a los labios haciendo la señal de silencio.
– Ven conmigo, Pajarillo -susurró Peter después de sonreír a Larguirucho-. ¡Y no hagas ruido! -Cada palabra parecía poseer una tensión indefinida que Francis no acababa de entender.
Sin mirar atrás, el Bombero avanzó con cautela entre las camas, moviéndose sigiloso por el reducido espacio que separaba a los hombres dormidos. Pasó junto al baño, donde un haz de luz sobresalía por debajo de la puerta. Algunos hombres se movieron y uno pareció querer levantarse cuando pasaron junto a su cama, pero Peter se limitó a pedirle que guardara silencio, y el hombre emitió un gemido, se giró y volvió a dormirse.
Cuando llegó a la puerta, miró atrás y vio a Larguirucho, sentado de nuevo en la cama en la posición del loto. Éste los vio y los saludó con la mano.
Peter alargó la mano hacia el pomo.
– Está cerrada con llave -indicó Francis-. Cierran todas las noches.
– Esta noche no -replicó Peter. Y, para probarlo, giró el pomo. La puerta se abrió con un ligero crujido-. Vamos, Pajarillo.
El pasillo estaba a oscuras durante la noche, con sólo alguna que otra lámpara tenue que lanzaba reducidos arcos de luz al suelo. El silencio desconcertó momentáneamente a Francis. Por lo general, los pasillos del edificio Amherst estaban abarrotados de gente sentada, de pie, caminando, fumando, hablando consigo misma, hablando con gente que no estaba ahí o incluso hablando entre sí. Los pasillos eran como las venas del hospital, sin cesar bombeaban sangre y energía a cada órgano importante. Nunca los había visto vacíos. La sensación de estar solo en el pasillo resultaba inquietante. El Bombero, sin embargo, no parecía preocupado. Miraba pasillo adelante, hacia donde una lámpara de escritorio emitía un tenue brillo amarillo en el puesto de enfermería. Desde donde estaban, el puesto parecía vacío.
Peter dio un paso y bajó la mirada al suelo. Hincó una rodilla y tocó con cuidado una mancha oscura, como había hecho con el hollín en la frente de Larguirucho. De nuevo, se llevó el dedo a la nariz. Entonces, sin decir palabra, indicó a Francis que se fijara.
El joven no estaba seguro de lo que se suponía que tenía que ver, pero prestó atención. Los dos siguieron avanzando hacia el puesto de enfermería, pero se detuvieron frente a uno de los trasteros.
Francis escudriñó el puesto y vio que estaba realmente vacío. Eso lo confundió porque daba por sentado que había por lo menos una enfermera de guardia las veinticuatro horas del día. El Bombero contemplaba el suelo delante de la puerta del trastero. Señaló una mancha grande en el linóleo.
– ¿Qué es? -quiso saber Francis.
– El mayor problema que puedes encontrarte en tu vida -suspiró Peter-. Haya lo que haya detrás de esta puerta, no grites. Sobre todo, no grites. Muérdete la lengua y no digas una palabra. Y no toques nada. ¿Puedes hacerlo por mí, Pajarillo? ¿Puedo contar contigo?
Francis gruñó que sí, lo que le resultó difícil. Notaba cómo la sangre le bombeaba en el pecho, le retumbaba en los oídos, llena de adrenalina y ansiedad. En ese instante, se percató de que no había oído ni una palabra de sus voces interiores desde que Larguirucho lo había despertado.
Peter se acercó a la puerta del trastero. Se envolvió la mano con la camiseta para sujetar el pomo. Y entonces abrió despacio la puerta.
El cuarto estaba a oscuras. Peter entró con cautela y acercó la mano al interruptor de la pared.
La luz repentina fue como una estocada.
El brilló cegó a Francis un segundo, puede que menos. Oyó a Peter proferir un juramento.
Francis se inclinó para ver por encima del hombro de su amigo. Y soltó un grito ahogado a la vez que el miedo lo sacudía como un viento huracanado. Retrocedió un paso atrás, sintiendo que el aire que inspiraba le quemaba. Intentó decir algo, pero incluso «Oh, Dios mío» le salió como un gemido gutural.
En el suelo, en el centro del trastero, yacía Rubita. O la persona que había sido Rubita.
Estaba casi desnuda. Le habían arrancado el uniforme de enfermera y lo habían arrojado en un rincón. Todavía llevaba puesta la ropa interior, pero estaba fuera de sitio, de modo que le quedaban al descubierto los pechos y el sexo. Estaba tumbada de costado, casi acurrucada en posición fetal, salvo que tenía una pierna doblada y la otra extendida, con un gran charco de sangre granate bajo la cabeza y el tórax. Unos hilos rojos le resbalaban por la pálida piel. Tenía un brazo metido debajo del cuerpo y el otro extendido, como una persona que saluda a alguien que está lejos. Tenía el cabello apelmazado, casi mojado, y gran parte de la piel le brillaba de modo extraño a la luz de la bombilla desnuda. Cerca, había un cubo con materiales de limpieza volcado, y el olor de líquido limpiador y desinfectante era abrumador. Peter se agachó sobre el cuerpo, pero no llegó a tomarle el pulso porque tanto él como Francis vieron que Rubita había sido degollada. La herida roja y negra, larga y abierta, debió de acabar con su vida en unos segundos. Salieron de nuevo al pasillo. Peter inspiró despacio y exhaló del mismo modo, con un ligero silbido cuando el aire le pasó entre los dientes apretados.
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