John Katzenbach - La Historia del Loco

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Han pasado veinte años desde que el Western State Hospital cerró sus puertas y sus últimos pacientes se reintegraron a la sociedad.
Francis Petrel tenía poco más de veinte años cuando su familia lo recluyó en el psiquiátrico tras una conducta imprevisible que culminó en una crisis.
Ahora, alcanzada la mediana edad, lleva una vida sin rumbo y solitaria, alojado en un piso barato y permanentemente medicado para acallar el coro de voces en su cabeza.
Pero un reencuentro en los terrenos de la clausurada institución remueve algo profundo en la mente agitada de Francis: unos recuerdos sombríos, que él creía haber enterrado, sobre los truculentos hechos que condujeron al cierre del Western State Hospital, y el asesinato sin resolver de una joven enfermera, cuyo cadáver mutilado fue encontrado una noche después del cierre de las luces.
Aunque la policía sospechó de un paciente, los internos siempre hablaron de un "ángel" y el crimen quedó sin resolver. Sólo ahora, con la reaparición del asesino, se conocerá la respuesta.
Introduciéndose en la impredecible mente de Francis, John Katzenbach demuestra su gran conocimiento del lado oscuro de la psique humana y su destreza para provocar la tensión en el lector, tal y como hiciera en El psicoanalista.

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Cada vez que Noticiero hacía una pausa y el señor del Mal intentaba comentar alguna de estas noticias, u otras, todas desalentadoras, Larguirucho asentía con energía y empezaba a farfullar.

– Fíjate. ¿Lo ves? ¡A eso me refiero!

Era un poco como estar en una peculiar iglesia evangelista. Evans no prestaba atención a Larguirucho y procuraba que los demás miembros del grupo participaran en una especie de conversación.

Pero el Bombero se volvió hacia Larguirucho y le preguntó:

– ¿Qué pasa, hombre?

– ¿No lo ves, Peter? -respondió Larguirucho con voz temblorosa-. ¡Hay señales por todas partes! Disturbios, odio, guerra, asesinatos… -Se dirigió a Evans-: ¿No dice nada el periódico sobre alguna hambruna?

El señor del Mal titubeó.

– Los sudaneses se enfrentan a una mala cosecha -informó Noticiero con regocijo-. La sequía y el hambre provocan una crisis de refugiados. The New York Times.

– ¿Cientos de muertos? -quiso saber Larguirucho.

– Sí. Seguro -respondió Evans-. Puede que incluso más.

– He visto las fotografías antes. -Larguirucho asintió con énfasis-. Niños pequeños con las barrigas hinchadas, las piernas como palillos y los ojos hundidos, vacíos y desesperados. Y la enfermedad, eso está siempre entre nosotros, junto con la hambruna. Ni siquiera tengo que leer el Apocalipsis con demasiada atención para reconocer lo que está pasando. Son todas señales.

Se recostó bruscamente en la silla plegable y miró por la ventana con barrotes que daba a los terrenos del hospital como si evaluara la última luz del día.

– No hay duda de que la presencia de Satán está aquí -aseguró-. Mirad todo lo que está pasando en el mundo. Malas noticias por todas partes. ¿Quién más podría ser responsable?

Dicho eso, cruzó los brazos. Respiraba con dificultad, y gotitas de sudor le perlaban la frente, como si tuviera que esforzarse mucho en controlar cada pensamiento que retumbaba en su cabeza. El resto del grupo estaba clavado en la silla, sin moverse, con la mirada fija en Larguirucho mientras éste combatía los temores que lo zarandeaban interiormente.

El señor del Mal se percató de ello y cambió de tema.

– Pasemos a la sección de deportes -sugirió. La alegría de su voz era casi insultante.

– No -replicó el Bombero con una nota de rabia-. No quiero hablar sobre béisbol o baloncesto. Creo que deberíamos hablar sobre el mundo que nos rodea. Y creo que Larguirucho ha dado con algo. Todo lo que hay al otro lado de estas puertas es terrible. Odio, muertes y asesinatos. ¿De dónde procede? ¿Quién lo hace? ¿Quién sigue siendo bueno? Quizá no sea porque Satán está aquí, como cree Larguirucho. Quizá sea porque todos nos hemos vuelto peores y ni siquiera sea necesario que él esté aquí porque nosotros hacemos su trabajo por él.

Evans lo miró con dureza.

– Creo que tu opinión es interesante -afirmó despacio. Tenía los ojos entornados y había medido las palabras para imbuirlas de una sutil frialdad-, pero exageras las cosas. Además, no veo que tenga demasiada relación con el objetivo de este grupo. Estamos aquí para explorar formas de reincorporarse a la sociedad, no razones para esconderse de ella, a pesar de que el mundo no sea como nos gustaría. Ni creo que sirva de nada que consintamos nuestros delirios o les demos crédito.

Estas últimas palabras iban dirigidas tanto a Peter como a Larguirucho.

El Bombero tenía el rostro tenso. Empezó a replicar, pero se detuvo. Larguirucho llenó ese repentino vacío.

– Si nosotros tenemos la culpa de todo lo que está pasando, entonces no hay ninguna esperanza -aseguró con voz temblorosa, al borde de las lágrimas-. Ninguna.

Lo dijo con tanta desesperación que varios de los que habían guardado silencio hasta entonces soltaron un grito apagado. Un hombre mayor empezó a sollozar y una mujer que llevaba una bata rosa arrugada, demasiado rímel en los ojos y unas zapatillas con forma de conejito, rompió en llanto.

– ¡Oh, qué triste! -exclamó-. Todo es muy triste.

Francis fijó la mirada en el psicólogo, que intentaba recuperar el control de la sesión.

– El mundo es como ha sido siempre -sentenció-. Lo que tratamos aquí es nuestra parte en él.

No fue el comentario adecuado. Larguirucho se puso de pie de un brinco y empezó a agitar los brazos sobre la cabeza, como había hecho la primera vez que Francis lo había visto.

– ¡Es así! -gritó, sobresaltando a los miembros más tímidos del grupo-. ¡El mal está en todas partes! Tenemos que encontrar el modo de mantenerlo alejado. Tenemos que unirnos. Formar comités. Formar grupos de vigilantes. ¡Tenemos que organizamos! ¡Coordinarnos! Idear un plan. Levantar defensas. Proteger los muros. ¡Tenemos que trabajar mucho para mantenerlo fuera del hospital! -Inspiró hondo y dirigió la mirada a todos los presentes.

Algunas cabezas asintieron. Tenía sentido.

– Podemos contener el mal -dijo Larguirucho-. Pero sólo si estamos alertas.

Y, con el cuerpo aún temblando debido al esfuerzo que le había costado expresar su opinión, se sentó de nuevo y volvió a cruzar los brazos para guardar silencio.

Evans fulminó con la mirada a Peter, como si él tuviera la culpa del arrebato de Larguirucho.

– A ver, Peter, cuéntanos -dijo despacio-. ¿Crees que para mantener a Satán fuera del hospital quizá deberíamos ir todos a la iglesia con regularidad?

El Bombero se puso tenso en su asiento.

– No -respondió-. No creo que…

– ¿No deberíamos rezar? ¿Ir a misa? ¿Decir un ave maría y un padrenuestro? ¿Comulgar todos los domingos? ¿No deberíamos confesar nuestros pecados de forma casi constante?

– Puede que esas cosas te hagan sentir mejor. -La voz del Bombero bajó de tono y de intensidad-. Pero no creo que…

– Oh, perdona -lo interrumpió Evans por segunda vez con una nota de cinismo-. Ir a la iglesia y asistir a cualquier tipo de actividad religiosa organizada sería impropio del Bombero, ¿verdad? Porque el Bombero tiene un problema con las iglesias, ¿no es así?

Peter se revolvió en la silla. Francis detectó en su mirada una furia desconocida.

– No son las iglesias. Es una iglesia. Y tuve un problema. Pero lo resolví, ¿recuerda, señor Evans?

Los dos hombres se miraron un instante.

– Sí -asintió Evans-. Supongo que sí. Y mira adonde te ha llevado.

Durante la cena, las cosas parecieron empeorar para Larguirucho.

Esa noche se servía pollo a la crema, que consistía en una espesa crema grisácea y poco pollo, con unos guisantes tan hervidos que cualquier posible reivindicación en el sentido de que eran una verdura se había evaporado en la olla, y unas patatas al horno que tenían la misma consistencia de las congeladas, salvo que estaban tan calientes como brasas extraídas de una hoguera. Larguirucho estaba sentado solo, en una mesa del rincón; los demás pacientes se habían apiñado en las otras mesas para dejarlo solo. Uno o dos habían intentando sentarse con él al principio de la cena, pero Larguirucho los había echado con gestos hoscos y gruñidos de perro viejo al que molestan mientras duerme.

El murmullo habitual parecía apagado, el ruido de los platos y las bandejas más tenue. Había varias mesas separadas para los pacientes de más edad, seniles que necesitaban ayuda, pero incluso la tarea de alimentarlos, o de atender a los catatónicos de mirada vacía, apenas conscientes de nada, parecía más silenciosa, más contenida. Desde donde estaba sentado, masticando con tristeza la insípida comida, Francis veía cómo todos los auxiliares del comedor lanzaban miradas a Larguirucho para vigilarlo mientras seguían atendiendo a los demás. En cierto momento apareció Tomapastillas, observó a Larguirucho unos instantes y luego habló brevemente con Evans. Antes de marcharse, escribió una receta y se la entregó a una enfermera.

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