Larguirucho apareció acompañado de Negro Grande. Sacudía la cabeza y Francis lo oyó quejarse.
– Estoy bien. No necesito nada extra para tranquilizarme -decía-. Estoy bien.
Pero Negro Grande había perdido su habitual expresión complaciente.
– Tienes que facilitarnos las cosas, Larguirucho -le dijo-, o tendremos que ponerte una camisa de fuerza y encerrarte toda la noche en aislamiento. Así que inspira hondo, súbete la manga y no te resistas.
Larguirucho asintió aunque Francis vio que miraba con recelo a Rubita, que trabajaba en la parte posterior del puesto de enfermería. Fueran cuales fuesen las dudas que Larguirucho tenía sobre la identidad de Rubita, Francis supo que ni la medicación ni la persuasión las había disipado. Parecía temblar de ansiedad de pies a cabeza, pero no opuso resistencia a la enfermera Huesos, que se acercó a él con una hipodérmica que goteaba fármaco y le frotó el brazo con alcohol antes de clavarle la aguja. Francis pensó que debía de doler, pero Larguirucho no mostró signos de ello. Lanzó una última mirada a Rubita antes de que Negro Grande se lo llevara hacia el dormitorio.
El tráfico nocturno había aumentado frente a mi piso. Oía el ruido de los camiones diesel, algún que otro claxon de coche y el rumor constante de los neumáticos. La noche cae despacio en verano, cuando se insinúa como un mal pensamiento en una ocasión feliz. Unas sombras irregulares llegan primero a los callejones y empiezan a recorrer despacio patios y aceras, a subir por las paredes de los edificios y a deslizarse como una serpiente a través de las ventanas, o se aferran a las ramas de los árboles hasta que, por fin, se impone la oscuridad. A menudo he pensado que la locura es un poco como la noche, debido a las distintas formas en que se extendió durante varios años por mi corazón y mi mente, unas veces con dureza o rapidez, otras con lentitud y sutileza, de modo que apenas era consciente de que estaba dominándome.
¿Había conocido alguna vez una noche más oscura que aquella en el Hospital Estatal Western?, me pregunté. ¿O una noche más llena de locura?
Fui al fregadero, llené un vaso de agua, tomé un trago y pensé: He omitido el hedor. Era una combinación de excrementos luchando contra productos de limpieza sin diluir. La peste de la orina frente al olor del desinfectante. Como los niños pequeños, muchos pacientes ancianos y seniles no controlaban los intestinos, de modo que el hospital apestaba a percances. Para combatirlo, todos los pasillos tenían por lo menos dos trasteros provistos de trapos, fregonas, cubos y potentes agentes limpiadores químicos. A veces parecía haber siempre alguien fregando el suelo en algún sitio. Los productos con lejía eran muy potentes, te escocían los ojos cuando tocaban el suelo de linóleo y dificultaban la respiración, como si algo se te clavara en los pulmones.
Costaba prever cuándo se producirían esos percances. Supongo que en un mundo normal podrían identificarse las tensiones o los temores capaces de provocar una pérdida de control a una persona anciana, y adoptar medidas para reducirlos. Exigiría un poco de lógica, sensibilidad y cierta planificación y previsión. Nada extraordinario. Pero en el hospital, donde todas las tensiones y los temores eran tan imprevistos y surgían de pensamientos tan incoherentes, era prácticamente imposible anticiparlos e impedirlos.
Así que, en lugar de eso, teníamos cubos y limpiadores potentes.
Y, dada la frecuencia con que las enfermeras y los auxiliares tenían que usarlos, los trasteros no solían estar cerrados con llave. Se suponía que tenían que estarlo, claro, pero como muchas otras cosas en el Hospital Estatal Western, la realidad de las normas se doblegaba ante la práctica que imponía la locura.
¿Qué más recordaba de esa noche? ¿Llovía? ¿Soplaba el viento?
Sí recordaba los sonidos.
En el edificio Amherst había casi trescientos pacientes agrupados en un centro concebido en principio para una tercera parte de esa cantidad. Cualquier noche podían trasladar a varios a una de esas celdas de aislamiento de la cuarta planta con las que habían amenazado a Larguirucho. Las camas estaban pegadas unas a otras, de modo que sólo unos centímetros separaban a un paciente del siguiente. A lo largo de una pared del dormitorio había unas cuantas ventanas mugrientas. Tenían barrotes y proporcionaban poca ventilación, aunque los hombres en las camas situadas bajo ellas solían cerrarlas bien porque temían lo que pudiese haber al otro lado.
La noche era una sinfonía de aflicción.
Los ronquidos, las toses y los gorgoteos se mezclaban con las pesadillas. Los pacientes hablaban en sueños con familiares y amigos que no estaban ahí, con dioses que ignoraban sus oraciones, con demonios que los atormentaban. Gritaban sin cesar, y pasaban llorando las horas de mayor oscuridad. Todo el mundo dormía, pero nadie descansaba.
Estábamos encerrados con toda la soledad que trae la noche.
Quizá fuera la luz de la luna que se colaba entre los barrotes de las ventanas lo que me mantuvo esa noche entre el sueño y la vigilia. Quizá seguía estando nervioso por lo ocurrido durante el día. Quizá mis voces estaban inquietas. He pensado muchas veces en ello, porque todavía no estoy seguro de lo que me mantuvo en ese incómodo estadio entre la vigilancia y la inconsciencia. Peter gemía en sueños y se revolvía en la cama, junto a la mía. La noche era difícil para él. De día podía mostrar una actitud razonable que parecía impropia del hospital, pero por la noche algo le roía por dentro. Y mientras yo iba y venía entre esos estados de ansiedad, recuerdo haber visto a Larguirucho, a unas camas de distancia, sentado en la posición del loto como un indio americano en un consejo tribal, mirando hacia el otro lado del dormitorio. Recuerdo haber pensado que el tranquilizante que le habían dado no le había hecho efecto, porque lo normal era que lo hubiera sumido en un sueño tranquilo. Pero los impulsos que antes lo habían desquiciado vencían con facilidad al tranquilizante y, en lugar de eso, estaba sentado farfullando y gesticulando con las manos como un director que no logra que la orquesta toque al compás adecuado.
Así es como lo recordaba de esa noche, hasta el momento en que una mano en el hombro me sacudió para despertarme. Ése fue el momento, así que tenía que empezar ahí.
Por lo tanto, tomé el lápiz y escribí:
Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil: «Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!»
Francis dormía a trompicones hasta que lo despertó una sacudida insistente que pareció alejarlo de algún lugar agitado y le recordó al instante dónde estaba. Abrió los ojos, pero antes de que se le adaptaran a la oscuridad oyó la voz de Larguirucho que le susurraba con suavidad pero con energía, lleno de placer y entusiasmo infantil:
– Estamos a salvo, Pajarillo. ¡Estamos a salvo!
Su figura le recordó a un dinosaurio alado posado al borde de la cama. A la luz de la luna que se filtraba por la ventana, Francis distinguió una extraña expresión de alegría y alivio en su rostro.
– ¿De qué estamos a salvo? -quiso saber, aunque en cuanto hizo la pregunta se dio cuenta de que conocía la respuesta.
– Del mal -respondió Larguirucho, y se rodeó el cuerpo con los brazos. Luego hizo un segundo movimiento y levantó la mano izquierda para cubrirse la frente, como si la presión de la palma y los dedos pudiera contener los pensamientos y las ideas que le surgían con desenfreno.
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