John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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Algunas, por supuesto, se encontraban más cerca. Andrea Shaeffer, por ejemplo, que había aparcado a una manzana y había asistido a su errática fuga con la ayuda de unos prismáticos de visión nocturna, viendo cómo trataba de ocultarse en la oscuridad. Tan concienzuda era su vigilancia que la detective no reparó en Tanny Brown, que cobijado por las sombras del edificio adyacente dejaba que la noche lo ocultara. Brown espió las luces del apartamento de Cowart hasta que se apagaron. A continuación, esperó a que el coche de la detective se adentrara lentamente en las tinieblas de la ciudad antes de moverse, ligero como un gato, hacia el apartamento de Cowart.

14

CONFESIÓN

Tanny Brown estuvo escuchando a través de la puerta del apartamento de Cowart. Podía percibir cómo los distantes sonidos del tráfico urbano penetraban en la quietud de la oscuridad y se entremezclaban con el soniquete de un insecto verde que se estrellaba una y otra vez contra la luz del vestíbulo. Se puso manos a la obra en cuanto oyó que en el apartamento adyacente un par de voces subían de volumen entre risas para luego desvanecerse. Por un segundo se preguntó qué clase de broma era ésa. Volvió a escuchar a través de la puerta; del apartamento de Cowart no llegaba ruido alguno. Cogió con suavidad el pomo de la puerta y lo giró levemente hasta que encontró resistencia. Cerrado. Observó el pestillo de la parte superior y comprobó que estaba echado.

Apretó el puño, contrariado. No soportaba la idea de tener que llamar al timbre. Quería colarse subrepticiamente en el apartamento, como un caco, para sorprender a Cowart y de ese modo sonsacarle la verdad.

Oyó un sonido metálico a su espalda y, dándose la vuelta, trató de refugiarse bajo una sombra. En un acto reflejo se llevó la mano a la pistolera. Era el ascensor, que subía a otro piso. Distinguió el pequeño haz de luz deslizarse entre las puertas y pasar de largo. Suspiró, preguntándose a qué tanto sobresalto. Fatiga e incertidumbre. Volvió la vista a la puerta, pensando que si alguien le sorprendía de esa guisa, llamaría sin duda a la policía, tomándolo por un intruso con malas intenciones.

«Lo cual es precisamente la verdad», pensó con un toque de humor.

Brown respiró hondo, sacudió la cabeza para despejarse y se concentró en su propósito. Notó el latir del odio en las sienes y de pronto se enfureció y empezó a aporrear la puerta.

Cowart se encontraba sentado en el suelo con las piernas cruzadas en medio de los restos de su apartamento. Al oír el estallido de aquellos golpes como disparos de pistola, su primer pensamiento fue permanecer inmóvil como un ciervo cegado por un faro; el segundo fue protegerse y esconderse. Lo que hizo, sin embargo, fue levantarse y dirigirse con paso inseguro en la dirección del estruendo.

Cogió aire y preguntó:

– ¿Quién está ahí?

«Soy el señor Problemas», pensó Brown, y dijo:

– Teniente Tanny Brown. Quiero hablar con usted. -Hubo un momento de silencio-. ¡Abra!

A Cowart le entraron ganas de soltar una carcajada. Abrió la puerta y asomó la cabeza.

– Todo el mundo quiere hablar conmigo hoy. Pensaba que sería otro de esos capullos de la tele.

– Pues no, soy yo.

– Pero apuesto a que las preguntas serán las mismas -dijo Cowart-. ¿Cómo me ha encontrado? No figuro en la guía y el redactor jefe nunca le daría mi dirección.

– No ha sido difícil. Usted me dio su número de teléfono cuando intentaba sacar a Bobby Earl de la prisión. Bastó con llamar a la compañía telefónica y decirles que era un asunto de la policía.

Los ojos de ambos hombres se encontraron y Cowart sacudió la cabeza.

– Tendría que haberme imaginado que vendría. Hoy todo parece salirme mal.

Brown hizo un gesto con la mano.

– ¿Voy a tener que instalarme aquí o puedo pasar?

Al periodista la situación debía de parecerle cómica, pues se sonrió y volvió a sacudir la cabeza.

– Claro. ¿Por qué no? De todas formas pensaba ir a verle.

Terminó de abrir la puerta. La estancia estaba a oscuras.

– ¿Encendemos la luz?

Cowart se acercó a la pared y encendió el interruptor. El detective se quedó asombrado ante el desbarajuste que iluminó la lámpara del techo.

– Santo cielo, Cowart. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Lo han atracado?

El periodista volvió a sonreírse.

– No, sólo ha sido un pronto. Y no tengo ganas de recogerlo. Va a tono con mi estado anímico.

Caminó hasta el centro de la sala y encontró una butaca volcada. La puso de pie, dio un paso atrás y le indicó al detective que se sentara. Quitó de encima del sofá unos papeles que fueron a parar al suelo y se derrumbó en el espacio libre.

– Estoy cansado -dijo Cowart-. No duermo mucho. -Se frotó la cara con las manos.

– Yo tampoco duermo mucho últimamente -contestó Brown-. Demasiadas preguntas. Y muy pocas respuestas.

– Eso tendría en vela a cualquiera.

Se observaron con mirada exhausta. Cowart sonrió y movió la cabeza en respuesta al silencio.

– ¿No va a preguntarme nada? -le dijo al detective.

– ¿Qué está pasando?

Cowart se encogió de hombros.

– Una pregunta demasiado genérica; no puedo contestar a eso.

– Wilcox me dijo que sea lo que fuere lo que Sullivan le dijo antes de poner su culo en la silla, le hizo pasar un mal rato. ¿Por qué no me cuenta de qué se trata?

Cowart volvió a sonreír.

– ¿Eso dijo? Muy propio. Wilcox tiene hielo en las venas. Ni parpadeó cuando activaron la descarga eléctrica.

– ¿Y por qué iba hacerlo? ¿No irá a decirme que derramó siquiera una lágrima por Sullivan?

– No, claro que no. Pero…

Brown le interrumpió:

– Bruce Wilcox ve las cosas a su manera.

– Sí, puede -contestó el periodista, asintiendo con la cabeza-. No sé. O sea que quiere saber qué me contó Sullivan. Si le digo que me confesó un sinfín de asesinatos, ¿se quedará satisfecho?

– Puede. Sí.

– Ya veo. La muerte también es un negocio para usted. Como lo era para Sully.

– Supongo que podríamos decirlo así, aunque no me parece la mejor manera de expresarlo. -Brown contempló a aquel hombre despeinado y su apartamento revuelto. Se preguntó cuánto aguantaría antes de cogerlo por el cuello y sacarle las respuestas a bofetadas.

Cowart se retrepó en su asiento, como si retomara el hilo de algo.

– Sully me lo contó todo. Ancianos, ancianas, jóvenes, gente de mediana edad, chicas, chicos. Dependientes de gasolineras y turistas. Cajeros de autoservicios y gente que simplemente pasaba por ahí. Pim, pam. Se cruzan con la persona equivocada; él los coge, los mastica y los escupe a un lado. Cuchillos, pistolas, a algunos los estranguló con sus propias manos o los golpeó con bates, a otros los descuartizó, les disparó o los ahogó. Un buen catálogo de muertes violentas. Un tipo con recursos, ¿eh? Desagradable, muy desagradable. Uno se pregunta adónde irá a parar el mundo, ¿qué ha hecho uno para merecer tanta maldad? ¿Es que no basta con oírsela relatar a alguien durante horas? ¿Explica eso mis… vacilaciones? ¿Era ésa la palabra?

– Puede.

– Pero usted no me cree.

– No.

– Usted cree que hay algo más que me preocupa y se ha tomado la molestia de venir hasta aquí a preguntarme qué es. Su consideración me conmueve.

– No es consideración para con usted.

– No, ya me imagino que no. -Cowart soltó una risa amarga-. Me encanta -continuó-. ¿Quiere algo de beber, teniente? Mientras seguimos con el numerito.

Brown reflexionó un momento y levantó los hombros con gesto de «adelante, ¿por qué no?». Luego se retrepó en la butaca y vio cómo Cowart iba a la cocina y volvía al cabo de unos segundos con una botella, un par de vasos y seis latas de cerveza bajo el brazo.

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