John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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Edna volvió a agitar las cuartillas.

– Hay otros dos que quizá tampoco encajan. Imagino que sólo son suposiciones mías, pero no entiendo por qué iba a colgarse crímenes que nunca cometió. -Hizo una pausa y se contestó a sí misma-: Pues porque era un bicho raro, y lo fue hasta las últimas consecuencias. Todos los asesinos en serie pretenden quedar como los más sanguinarios, los más duros o los más desalmados. ¿Te acuerdas de Henley, aquel tío de Texas que se cargó a veintiocho personas? Lo metieron en prisión, y al tiempo apareció en Chicago aquel John Gacy que se había cargado a treinta y tres. Entonces Henley llamó a un detective de Houston y le dijo: «El récord sigue siendo mío, porque tal y cual…» Muy raro, diría yo.

– Tienes razón -contestó Cowart, inundado por un mar de dudas.

Edna se inclinó para leer el titular de su artículo.

– Los asesinatos son al menos treinta y nueve. Bueno, eso es lo que él dijo. Pero será mejor que te cerciores.

– Eso haré.

– ¿Entró en detalles sobre los asesinatos de los cayos?

– No. Sólo dijo que lo había preparado todo para que se cometieran.

– Pero te diría algo más, ¿no?

Cowart se incorporó.

– Habló de que radio macuto funciona incluso en el corredor de la muerte. Y de que todo puede conseguirse a cambio de algo. Pero no dijo a cambio de qué.

– Ya. Bueno, tú escribe lo que él te dijo, pero contrastándolo todo. -Edna echó una mirada en torno en busca de la pareja de detectives, que seguían leyendo las transcripciones-. ¿Crees que tienen pruebas sólidas? A mí me parece que están esperando que tú se lo des todo mascado -añadió con cinismo.

Él la miró.

– Edna… -empezó.

– Necesitas ayuda con todo esto, ¿verdad? -Edna pareció rebosar entusiasmo. Dio un manotazo sobre el montón de cuartillas-. Que te digan qué hay de cierto, qué de dudoso y qué de falso, ¿no?

– Sí. Por favor. ¿Lo harías tú?

– Me encantaría. Me llevará unos días, pero me pondré a ello ahora mismo. Se lo diré a los de arriba. ¿Seguro que no te importa compartir el caso conmigo?

– No. En absoluto.

Edna señaló la pantalla.

– Mejor que tengas cuidado de no ser demasiado explícito sobre la confesión de Sullivan. Puede que haya más puntos conflictivos. No escribas nada que no puedas probar.

Cowart no sabía si reír o echarse a llorar.

– Deberías tenerle mucho respeto al viejo Sully. Jamás le puso las cosas fáciles a nadie -añadió ella mientras se marchaba.

Cowart vio cómo Edna McGee atravesaba la redacción en dirección al jefe y al momento empezaban a hablar animadamente. Luego los observó repasar la declaración transcrita. De pronto el jefe sacudió la cabeza y vino presuroso a su mesa.

– ¿Es verdad? -preguntó.

– Eso dice Edna -contestó Cowart-. Yo no lo sé.

– Pues tendremos que comprobar punto por punto.

– Parece que sí.

– ¡Dios! ¿Y cómo va el artículo?

– Pues como las declaraciones del difunto. Muchas afirmaciones sin confirmar, no acabo de saber qué hay de verdad en todo ello, surgen muchos interrogantes. Así va.

– Echa toda la leña en la descripción y ándate con ojo con los detalles. Necesitamos tiempo.

– Edna me ayudará.

– Bien. Ahora mismo empezará a hacer llamadas. ¿Cuándo crees que podrás seguir adelante?

– Necesito descansar un poco.

– Está bien. Y en cuanto a los detectives…

– Enseguida estoy con ellos.

Cowart volvió a mirar su texto. Arrancó las palabras de Sullivan de la libreta y cerró el artículo con el «Casi nada, ¿no?».

Pulsó unas teclas, la pantalla se apagó y el texto se envió automáticamente al jefe de redacción para ser medido, revisado, editado e insertado en la primera plana. Ya no sabía si lo que había escrito era verdad o mentira. Por primera vez en su vida como periodista, era incapaz de distinguir la una de la otra de tan imbricadas como estaban en su cabeza.

Shaeffer y Weiss estaban de muy mal humor.

– ¿Dónde está? -preguntó la detective apenas entró en la sala de reuniones.

Los tres mecanógrafos estaban grapando cuartillas en la gran mesa donde se organizaban las reuniones vespertinas. Al ver el enfado de los policías, salieron de la sala presurosos, dejándose olvidada una pila de cuartillas. Cowart no contestó. Su mirada fue a posarse sobre el gran ventanal. La luz del sol se reflejaba en la bahía. Era posible divisar la columna de vapor de un transatlántico que se dirigía a la ensenada del Gobernador para poner rumbo a alta mar.

– ¡Que dónde está! -repitió Shaeffer-. ¿Dónde está la explicación de las muertes de su madre y su padrastro?

Le puso una cuartilla de la transcripción delante de los ojos.

– Aquí no pone una sola palabra -dijo casi a voz en grito.

Weiss le apuntó con el dedo.

– Explíquese ahora mismo. Ya estoy harto de rodeos, Cowart. Podemos arrestarle como testigo y meterle en el calabozo.

– No me iría mal -contestó, fingiendo tanta indignación como los detectives-, así podría dormir un poco.

– ¿Saben qué? Ya estoy harto de que amenacen a mi compañero -dijo la voz del redactor jefe detrás de Cowart-. ¿Por qué no se buscan la vida por ahí? ¿O acaso pretenden que Matt solucione el caso por ustedes?

– Él ya tiene la solución del maldito caso -contestó Shaeffer con una voz dulce y desafiante.

Hubo un momento de tenso silencio, hasta que el redactor jefe señaló las sillas.

– Sentémonos -ordenó secamente-. Y tratemos de arreglar esto.

Cowart vio que Shaeffer respiraba hondo y hacía un esfuerzo por no perder los estribos.

– Está bien -dijo con suavidad-. Sólo queremos una declaración completa, y ahora mismo. Luego les dejaremos en paz. ¿De acuerdo?

Cowart asintió. El redactor jefe añadió:

– Si Matt consiente, de acuerdo. Pero una amenaza más y se acabó la entrevista.

Weiss se dejó caer sobre una silla y sacó una libreta de notas. Shaeffer hizo la primera pregunta.

– Por favor, explique lo que me dijo en la prisión de Starke. -La detective no le quitaba la vista de encima, estudiando todos sus movimientos.

Cowart la miró a los ojos. «Así es como se mira a un sospechoso», pensó, y dijo:

– Sullivan me aseguró que había planeado los asesinatos.

– ¿Eso dijo? ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas? ¿Y por qué diablos no están en la cinta?

– Me hizo apagar la grabadora. No sé por qué.

– Bien. Continúe.

– Sólo fue un detalle en medio de la conversación.

– Está bien. Siga.

– De acuerdo. Ya sabe que me hizo ir a Islamorada. Me dio la dirección y demás. Me dijo que me entrevistara con las personas que vivían allí. No me dijo que iban a estar muertas. Nunca me dio detalles de ningún tipo, sólo insistió en que fuese…

– ¿Y usted no le exigió explicaciones antes de ir?

– ¿Para qué? Tampoco me las habría dado. Era un tipo inflexible. Sabía que iba a morir. Por eso fui sin hacer preguntas. Tampoco es tan increíble.

– No, claro. Siga.

– Cuando volví a visitarle en la celda me pidió que le describiese las muertes, que le contara todos los detalles: dónde estaban, cómo habían muerto, todo lo que recordase del escenario del crimen. Se mostró particularmente interesado en saber si habían sufrido. Cuando terminé de contarle todo lo que recordaba, se mostró satisfecho. Obscenamente satisfecho, diría yo.

– Siga.

– Le pregunté que a qué venía tanta alegría y me dijo: «Porque los he matado yo.» Le pregunté cómo lo había hecho y contestó: «Todo puede conseguirse, incluso en el corredor de la muerte, si uno está dispuesto a pagar por ello.» Le pregunté qué había pagado él, pero se negó a revelarlo. Dijo que era cosa mía averiguarlo y que él se iría a la tumba sin despegar los labios. Le pregunté cómo lo había preparado, pero no contestó. Luego me preguntó: «¿No le interesa mi legado?» Entonces me dijo que encendiera la grabadora y empezó a confesar los demás crímenes.

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