John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– Muy bien, señor Cowart -dijo Andrea Shaeffer con tono impaciente-. Nuestro turno.

Le dio la impresión de que las palabras se difuminaban en la pantalla.

– Termino en un segundo -contestó, con los ojos fijos en el ordenador.

– Ya ha terminado -repuso Michael Weiss.

En ese momento llegó el redactor jefe y se interpuso entre los dos policías y Cowart.

– Queremos una declaración completa, ahora mismo. Hace días que tratamos de conseguirla y ya estamos hartos de jugar al gato y al ratón -explicó Shaeffer.

El redactor jefe hizo un gesto con la cabeza.

– Cuando termine.

– Eso nos dijo el otro día, cuando encontró los cuerpos. Entonces tenía que hablar con Sullivan. Luego no sé qué le cuenta Sullivan pero necesita estar a solas. Y ahora tiene que escribir. ¿Acaso necesitamos suscribirnos a su maldito periódico para enterarnos de las cosas? -espetó Weiss con exasperación.

– En un momento estará con ustedes -insistió el redactor jefe, ocultando a Cowart de la mirada de los detectives y procurando alejarlos de su mesa.

– Ahora -se obstinó Andrea Shaeffer.

– Cuando termine -se obstinó aún más el jefe.

– ¿Quiere que le arreste por interferir con la investigación? -replicó Weiss-. Empiezo a cansarme de esperar a que ustedes terminen su jodido trabajo para que nosotros podamos empezar el nuestro.

– Buena idea -contestó el redactor jefe-. Mañana en primera plana saldría una preciosa foto de ustedes esposándome. Seguro que el jefe de policía de Monroe estaría encantado. -Y les ofreció las muñecas.

– Escuche -terció Shaeffer-. Él posee información relacionada con la investigación de un homicidio. ¿No le parece razonable pedirle un poco de colaboración?

– No es que no sea razonable. Pero también se le echa encima el cierre de la primera edición, y lo primero es lo primero.

– En eso tiene razón -gruñó Weiss-. Lo primero es lo primero. Sólo que no estamos de acuerdo en qué es lo primero. Parece que vender periódicos va primero que resolver asesinatos.

– Matt, ¿te queda mucho? -preguntó el jefe.

– Unos minutos.

– ¿Dónde están las cintas? -preguntó Shaeffer.

– Las están transcribiendo. Ya casi han acabado. -El redactor jefe reflexionó un instante-. Oigan, ¿por qué no leen lo que Sullivan le dijo a mi compañero mientras esperan?

Los detectives asintieron con la cabeza y el jefe se los llevó a la sala de reuniones, donde tres mecanógrafos con auriculares trabajaban sin tregua con las cintas.

Cowart respiró hondo. Ya había terminado de describir la ejecución y se las veía ahora con la confesión de Sullivan. Había enumerado todos los crímenes que aquel psicópata había confesado.

El único cabo suelto era la horrenda muerte de sus padres adoptivos. Cowart se quedó bloqueado. Era una parte crucial de la historia, una información destinada a ocupar una posición clave en los primeros párrafos. Y al mismo tiempo, era la parte más delicada. No podía decirle a la policía -ni escribirlo en el periódico- que Ferguson estaba implicado en esos crímenes sin explicar el porqué. Y la única respuesta a ese porqué se remontaba a la muerte de Joanie Shriver y al acuerdo al que, según el difunto, habían llegado aquellos dos hombres en el corredor de la muerte.

Matthew Cowart vaciló frente al monitor. El único modo de protegerse a sí mismo, a su reputación y a su carrera era encubrir el papel de Ferguson.

«¿Encubrir a un asesino?», pensó.

En su mente resonaron las palabras de Sullivan: «¿Acaso lo he matado a usted?»

Por un instante tuvo el impulso de revelar la verdad, pero inmediatamente se preguntó: «¿Cuál es la verdad?» Todo estaba en las palabras del ejecutado Sullivan. Un mentiroso empedernido, hasta más allá de la muerte.

Advirtió que el redactor jefe estaba observándole. Levantó los brazos y le hizo un gesto para que se apresurara. Cowart volvió a mirar el artículo, consciente de que iba a ir a la imprenta tal cual estaba.

Una voz sobre su hombro le arrancó de su indecisión.

– No me lo trago.

Era Edna McGee. La melena rubia le daba en la cara mientras negaba con la cabeza. Estaba leyendo unas cuartillas mecanografiadas. La confesión de Sullivan.

– ¿Qué? -Cowart giró la silla hasta quedar de cara a su amiga.

Ella frunció el entrecejo e hizo una mueca sin separar la vista del papel.

– Matt, aquí hay algo que no encaja.

– ¿El qué?

– Estoy haciendo una lectura rápida, claro, pero bueno, veo que está contando la verdad sobre los crímenes. Lo supongo por los detalles y todo lo demás. Pero mira esto, dice que mató a un chaval que trabajaba en una estación de servicio y en la tienda de recuerdos indios de la Tamiami Trail, hace un par de años. Dice que paró a tomarse un refresco o no sé qué, que le pegó un tiro por la espalda y que vació la caja antes de salir para Miami. Me acuerdo muy bien de aquel crimen, ya que lo cubrí. ¿Te acuerdas que empecé con un artículo sobre los establecimientos que habían sufrido atracos en los alrededores de la reserva Miccosukkee y que preparé una tabla con los crímenes sufridos por los vecinos de Everglades? ¿Te acuerdas?

Cowart se agarró a la mesa.

– Matt, ¿te encuentras mal?

– Me acuerdo, claro que sí -contestó Cowart con un hilo de voz.

Edna lo observó.

– La mayoría versaba sobre gente a la que habían atracado camino del bingo y de las patrullas que los indios habían organizado para vigilar sus negocios.

– Lo recuerdo.

– Pues bien, resulta que investigué un poco sobre aquel asesinato. Todo fue más o menos como Sullivan dice, y en un momento dado incluso se diría que lo presenció en directo. Y es verdad, al muchacho le dispararon por la espalda. Pero eso apareció en todos los periódicos… -Agitó las cuartillas con la transcripción-. A lo que voy es a que lo sabe todo, pero sólo de modo superficial. No lo hizo él. Ni de coña. Arrestaron a tres chavales del sur de Miami por ese crimen. Los peritos relacionaron su arma con la bala que abatió al muchacho y todo eso. Uno de ellos confesó y el que conducía testificó contra el autor de los disparos. Caso cerrado. Dos de ellos están cumpliendo veinticinco años por homicidio en primer grado y el otro consiguió un acuerdo. Pero no hay dudas respecto a la autoría del crimen.

– Pero Sullivan…

– Ya, ya, es muy extraño. Por aquel entonces rondaba por el sur de Florida. Eso sí lo sabemos. Habría que revisar fechas y demás, pero es casi seguro. Puede que estuviera de paso cuando el crimen se comentaba en los periódicos. El muchacho asesinado era el sobrino de uno de los ancianos de la comunidad, por eso provocó tanta conmoción. Hasta en la tele no hacían más que hablar de eso. ¿Te acuerdas?

Cowart lo recordaba, y se preguntó cómo no lo había recordado antes, cuando Sullivan se lo contó. Asintió con la cabeza.

Edna volvió a agitar las cuartillas.

– Caramba, Matt, probablemente te dijo la verdad sobre la mayoría de los crímenes. Pero ¿sobre todos? ¿Quién sabe? Aquí tenemos uno que no encaja. ¿Cuántos más habrá?

Cowart sintió vértigo. «Probablemente te dijo la verdad.» Sullivan tal vez había mentido una vez. O dos. O una docena. ¿A quién mató? ¿A quién no mató? ¿Cuándo decía la verdad y cuándo no?

O acaso era todo mentira y en realidad Ferguson era quien decía la verdad. En su cabeza, Ferguson se transformó automáticamente de demonio asesino en un hombre indignado al que la justicia ha traicionado. Las mentiras, medias verdades e inexactitudes de Sullivan habían formado una maraña inextricable.

«¿Inocente?», pensó. Se quedó mirando el monitor recordando las palabras de Sullivan. «¿Culpable?»

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