– No.
– Bueno, ¿no le importará que yo me sirva un trozo, verdad?
– Adelante.
Ferguson fue a la pequeña cocina y regresó con un café humeante y un molde metálico con una tarta de chocolate. Cowart había colocado ya su grabadora sobre la mesita. Ferguson puso la tarta al lado, luego cortó un trozo del extremo. Cowart vio que utilizaba un reluciente cuchillo de caza. Tenía una hoja de quince centímetros con un filo dentado, y un mango con empuñadura. Ferguson dejó el cuchillo y cogió la tarta.
– No es lo que se dice un utensilio de cocina -comentó Cowart.
Ferguson se encogió de hombros.
– Siempre lo tengo a mano. Han intentado robarme varias veces. Ya sabe, yonquis y gentuza. Éste no es un barrio residencial. Tal vez no se haya dado cuenta.
– Sí, me he dado cuenta.
– Hace falta más protección de la normal.
– ¿Alguna vez ha usado ese cuchillo para otra cosa?
Ferguson sonrió. A Cowart le pareció que le tomaba el pelo como un niño que se burla de su cargante hermano mayor: con la certeza de que los padres se pondrán de su lado.
– Bueno, ¿para qué otra cosa cree que podría utilizarlo? -respondió. Bebió un sorbo de café-. Bueno, bueno. Una visita tempranera. Tiene preguntas. ¿Viene solo? -Se levantó, fue hasta la ventana y miró a un lado y otro de la calle.
– Estoy solo.
Ferguson vaciló, fijando la mirada hacia donde Brown había aparcado el coche, pero luego se volvió hacia el periodista.
– Claro. -Se sentó de nuevo-. Está bien, señor Cowart. ¿Qué le preocupa?
– ¿Ha hablado usted con su abuela?
– Llevo meses sin hablar con nadie de Pachoula. Ella no tiene teléfono. Y yo tampoco.
Cowart echó un vistazo alrededor, pero no vio ningún teléfono.
– Pues yo fui a verla.
– Bueno, muy amable de su parte.
– Fui a verla porque Sullivan me dijo que fuera allí a buscar una cosa.
– ¿Cuándo se lo dijo?
– Justo antes de morir.
– Señor Cowart, usted quiere ir a parar a algún sitio y le aseguro que no me entero.
– La letrina de fuera.
– No es un sitio muy agradable. Es vieja. Lleva un año sin usarse.
– Eso es.
– Hice instalar un baño dentro de la casa. Mil pavos.
– ¿Por qué lo hizo?
– ¿El qué? ¿Instalar un baño dentro? Porque en invierno hace demasiado frío para salir fuera a hacer las necesidades.
Cowart meneó la cabeza.
– No, no me refiero a eso. ¿Por qué mató a Joanie Shriver?
Ferguson lo miró un instante y luego se reclinó en su silla.
– Yo no he matado a nadie. Y menos a esa niña. Creía que a estas alturas todo estaba claro.
– Miente.
Ferguson lo miró con rabia.
– No miento.
– Usted la violó, la mató, dejó su cuerpo en el pantano y escondió el cuchillo en la alcantarilla. Después regresó a casa y vio que había manchas de sangre en su ropa y en la alfombrilla del coche, entonces cortó el trozo manchado y se lo llevó, envolvió la ropa con él y lo enterró todo bajo la mierda y el barro que hay en esa letrina, porque sabía que nadie en su sano juicio lo buscaría allí.
Ferguson sacudió la cabeza.
– ¿Lo niega? -preguntó Cowart.
– Desde luego.
– Encontré la ropa y la alfombrilla.
Ferguson pareció sorprendido por un instante, pero se encogió de hombros.
– ¿Ha viajado hasta aquí sólo para decirme esto?
– ¿Por qué la mató?
– No lo hice. Ya se lo he dicho.
– Embustero. Lleva mintiendo desde el principio.
Cowart pensó que aquella afirmación lo haría enfadar, pero no fue así, al menos en apariencia. En lugar de enfadarse, sonrió, cortó otro pedazo de tarta, se quedó un momento con el cuchillo en la mano, y después bebió otro sorbo de café.
– Las mentiras son todas de Sullivan. ¿Qué más le dijo?
– Que usted mató a sus familiares de los cayos.
Ferguson negó con la cabeza.
– Yo tampoco cometí ese crimen. Aunque ahora entiendo qué hacía esa preciosa detective merodeando por aquí.
– ¿Por qué mató a Joanie Shriver? -se obstinó Cowart.
Ferguson comenzó a incorporarse, como si ya no pudiese contener la rabia.
– ¡Le he dicho que yo no cometí ese crimen! Maldita sea, ¿cuántas veces tengo que repetirlo?
– ¿Entonces cómo llegaron esas prendas a su letrina?
– Solíamos tirar toda clase de cosas allí. Ropa, piezas de coche estropeadas, basura. Absolutamente de todo. Esa ropa de la que me habla, la tiré allí porque estaba manchada de sangre de cerdo. Ayudé a un vecino a sacrificar a una hembra ya vieja. Luego volví a casa caminando por el bosque y me crucé con una mofeta que lo acabó de arreglar con su asquerosa peste. Tenía un poco de dinero, así que cogí la ropa y la tiré allí, de todas maneras estaba casi destrozada. Me fui al centro y compré unos vaqueros nuevos.
– ¿Y la alfombrilla?
– Se estropeó al ponerle una sierra mecánica encima. Corté el cuadrado para sustituirlo con un trozo nuevo, pero entonces me arrestaron. También la tiré allí, como todo lo demás. -Miró a Cowart con cautela-. ¿Tiene resultados del laboratorio que demuestren lo contrario?
Cowart fue a negar con la cabeza, pero se abstuvo. No supo si Ferguson percibió su vacilación.
– ¿Cree que soy tan rematadamente estúpido que, después de salir de la cárcel y si ésas fueran pruebas de algún crimen, sobre todo de un asesinato en primer grado, no las habría hecho desaparecer para siempre? ¿Qué cree, señor Cowart? ¿Cree que no he aprendido nada en el corredor de la muerte ni en todas esas clases de criminología? ¿Cree que soy un estúpido, señor Cowart?
– No. No creo que sea un estúpido. -Sus ojos seguían a los de Ferguson-. Y creo que ha aprendido mucho.
Hubo un breve silencio.
– ¿Cómo sabía Sullivan lo de la letrina?
Ferguson se encogió de hombros.
– Un día, antes de nuestro pequeño desencuentro, me contó que en una ocasión había estrangulado a una mujer con sus medias y que luego las había tirado por el retrete. Dijo que después de caer en la fosa séptica nadie podría encontrarlas. Me preguntó qué tenía yo en casa y le dije que esa vieja letrina donde solíamos tirar toda clase de cosas. Supongo que fue atando cabos y se inventó esa historia para usted, señor Cowart. Así que cuando usted investigó allí con la esperanza de encontrar algo, sin duda lo encontró. ¿No funcionan así las cosas? Cuando uno busca algo con la certeza de que va a encontrarlo, es muy probable que lo encuentre. Aunque no sea lo que realmente buscaba.
– Una explicación que le viene como anillo al dedo.
Ferguson se crispó por un momento, pero al punto se relajó.
– Lo siento, no se me ocurre otra mejor. Pero si presta atención se dará cuenta de que lleva la firma de Sullivan. Ese tipo era capaz de tergiversarlo todo con tal que el viento soplara a su favor, ¿no es así, señor Cowart?
– Ya.
Ferguson señaló la grabadora y la libreta de Cowart.
– ¿Ha venido aquí buscando material para un artículo?
– En efecto.
– Pero todo esto son noticias pasadas.
– Yo no estaría tan seguro.
– La vieja historia. La misma vieja historia de siempre. Ha estado hablando con el teniente Brown. Ese hombre no piensa abandonar nunca, ¿eh?
– No -contestó Cowart sonriendo-. Nunca.
– Maldito tipo -dijo Ferguson con rabia, pero agregó con una sonrisa-: Pero ahora ya no puede tocarme.
Cowart empezó a sentirse impotente. Intentó imaginar qué preguntas haría Tanny Brown, qué pregunta podría romper la coraza de inocencia que protegía a Ferguson. Por primera vez, comenzó a entender por qué Brown había dado vía libre a los puños de su colega para obtener aquella confesión.
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