John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– ¿Y?

– Lo era.

– ¿Lo era? -espetó Cowart.

Ella le lanzó una mirada airada.

– Ferguson asistió a clase aquella semana. No faltó a ninguna. Habría sido muy difícil volar a los cayos, matar a los ancianos y regresar sin perderse ninguna clase. Probablemente imposible.

– Pero, maldita sea, eso no fue lo que Sullivan… -Cowart se detuvo en seco, pero demasiado tarde.

– ¿Sullivan qué? -preguntó Shaeffer.

– Nada.

– Repito: ¿Sullivan qué?

Cowart cedió.

– Eso no fue lo que Sullivan me dijo.

Brown intentó intervenir, pero una mirada de Shaeffer se lo impidió. Acto seguido la detective fijó los ojos en el periodista. «Mentiras. Mentiras y omisiones -pensó. Respiró hondo-. Lo sabía.»

– Lo que Sullivan le dijo ¿cuándo? -le preguntó pausadamente.

– Antes de ir a la silla.

– ¿Qué coño le contó?

– Que Ferguson cometió esos crímenes. Pero no es que…

– Es usted un hijo de puta -murmuró ella.

– No, mire, tiene que entender que…

– Un grandísimo hijo de puta. ¿Qué le contó exactamente?

– Que había acordado con Ferguson intercambiar los crímenes. Él se inculpaba del crimen de Ferguson a cambio de que éste cometiera por él esos asesinatos.

Shaeffer asimiló esa información y en un instante vio el aprieto en que estaba metido el periodista. No sintió compasión alguna.

– ¿Y eso no le pareció un dato relevante para la policía?

– No es tan sencillo. Él me mintió. Yo intentaba…

– ¿Y entonces usted creyó que también podía mentir?

– No, maldita sea, tiene que entenderlo… -Cowart se volvió hacia Brown.

– Debería detenerle aquí mismo -afirmó Shaeffer-. ¿Podría usted escribir el artículo desde su celda, señor Cowart? «Periodista acusado de encubrimiento en un espectacular caso de asesinato.» ¿Ése sería el titular? ¿Lo publicarían en portada con su puta fotografía? ¿Cree usted que por una vez sería la verdad?

Se miraron fijamente hasta que a Cowart se le ocurrió algo.

– Sí. La verdad. Salvo que ésa no era la verdad.

– Pero ¿qué dice ahora?

– Lo que acaba de oír. Sullivan me contó que Ferguson había matado a esa pareja, pero yo no sabía si creerlo o no. Me contó muchas cosas, algunas de ellas inciertas. De forma que yo podría habérselo contado a usted, pero entonces habría tenido que publicarlo en el periódico. Indefectiblemente, ¿entiende? Sin embargo, ahora usted me dice que Ferguson tiene una coartada, así que todo habría sido desmentido. Él no mató a los ancianos, dijera lo que dijese Sullivan.

Shaeffer titubeó.

– ¡Vamos, maldita sea, señorita! ¿No es así?

La detective no tenía razones fundadas para discrepar. Asintió con la cabeza.

– Eso parece. La coartada coincide. He ido a Rutgers y hablado con tres profesores. Aquella semana fue a clase todos los días. Asistencia intachable. Además, mi compañero también ha recabado algunos datos.

– ¿Qué datos?

– Olvídelo.

Volvió a hacerse un silencio mientras cada uno asimilaba lo que acababa de oír. Brown habló despacio.

– Pero hay algo más. Si Ferguson no es su sospechoso y no posee información que pueda ayudarla en su investigación, usted debería estar en un avión rumbo a casa. No estaría aquí sentada, estaría en el Sur con su colega. Podría haber comprobado los horarios de Ferguson por teléfono y, sin embargo, vino hasta aquí para hablar cara a cara con algunas personas. ¿Por qué, detective? Y acaba de recibirnos apuntándonos con su pistola y ni siquiera ha hecho el equipaje. ¿Cómo es eso?

Ella sacudió la cabeza.

– Le diré por qué -continuó Brown en voz baja-. Porque usted sabe que hay algo que no encaja, pero no consigue averiguar el qué.

Shaeffer asintió.

– Vale -concluyó Brown-, por lo mismo estamos nosotros aquí.

El resplandor del alba iluminaba tenuemente la calle donde se encontraba el apartamento de Ferguson, delineando apenas el cúmulo de nubes grises que se cernían sobre la ciudad, dispuestas a descargar más lluvia. Shaeffer y Wilcox aparcaron en la esquina norte y Brown hizo lo propio en la sur. Cowart comprobó su grabadora y su libreta de notas, palpó el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que los bolígrafos seguían allí y se volvió hacia el teniente.

Anteriormente, en la habitación del motel, Shaeffer les había preguntado:

– Entonces, ¿cuál es el plan?

– El plan -había respondido Cowart suavemente- consiste en dar a Ferguson un motivo de preocupación, hacer algo que nos permita averiguar más cosas. Queremos hacerle creer que no está tan a salvo como imagina. Darle un motivo de seria preocupación -repitió con una sonrisa forzada-. Y ese motivo soy yo.

Después, ya en el coche, trató de bromear sobre el asunto:

– Si fuese una película me habrían hecho llevar un micrófono. Y tendríamos una palabra clave que yo pronunciaría en caso de necesitar ayuda.

– ¿Estaría dispuesto a entrar con micrófono?

– No.

– Ya. Pues entonces no necesitamos ninguna palabra clave.

Cowart sonrió.

– ¿Nervioso? -preguntó Brown.

– ¿Lo parezco? No quiero saberlo.

– Ferguson no le hará nada.

– No, claro.

– No puede hacerle nada.

Cowart sonrió de nuevo.

– Me siento como el domador de leones que va a dar un paseo por la selva y se topa con una bestia a la que había amaestrado a base de crueles latigazos. Y se da cuenta de que ya no están en la jaula del circo, sino en el territorio del león. ¿Capta la idea?

Brown sonrió.

– Lo único que hará será rugir.

– Perro ladrador poco mordedor, ¿no?

– Supongo; aunque ésos son los perros, no los leones.

Cowart abrió la puerta del coche.

– Demasiadas metáforas -dijo-. Lo veré en un rato.

La brisa húmeda le azotó la cara. Caminó deprisa hacia el bloque de apartamentos, pasó junto a un par de hombres que dormían en un portal abandonado formando una masa informe de prendas andrajosas, acurrucados para resguardarse del frío nocturno. Los hombres se movieron cuando Cowart pasó por allí, pero volvieron a sumirse en el letargo de la madrugada. Cowart oía ruido de coches una o dos manzanas más allá, los motores diesel de los autobuses, el inicio del tráfico matutino.

Dobló la esquina y llegó al bloque de apartamentos. Vaciló un momento ante el portal, luego se adentró en el oscuro vestíbulo y subió deprisa las escaleras hasta hallarse ante la puerta de Ferguson. Estaría durmiendo, se dijo, y se despertaría inseguro y confundido. Con ese objetivo habían decidido presentarse allí tan temprano. Esas horas, entre la noche y el día, eran las más inestables, un período de transición en que las personas eran más vulnerables.

Respiró hondo y llamó a la puerta con fuerza. Esperó. No oyó nada, de modo que llamó otra vez. Pasaron unos segundos y oyó pasos hacia la puerta. Con el puño cerrado llamó una tercera y una cuarta vez.

Resonaron los chirridos de la cerradura. Desengancharon una cadena. La puerta se abrió.

Ferguson se quedó mirándolo con cara de dormido.

– Señor Cowart…

«Cabrón asesino», pensó el periodista, pero dijo:

– Hola, Bobby Earl.

Ferguson se frotó la cara con una mano, luego sonrió.

– Debí imaginarme que aparecería por aquí.

– Pues aquí estoy.

– ¿Qué quiere?

– Lo de siempre. Tengo preguntas que necesitan respuesta.

Ferguson abrió la puerta del todo y Cowart entró. Se dirigieron a la pequeña sala de estar y Cowart miró rápidamente alrededor, tratando de no pasar por alto ningún detalle.

– ¿Le apetece un café? Tengo café hecho -dijo Ferguson. Señaló un asiento del sofá-. Y tarta. ¿Quiere un trozo?

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