John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– ¿Has visto eso? Tiene una pistola…

– No, cariño, debe de ser otra cosa…

En la recepción, un conserje de americana azul le entregó la llave y le dijo:

– Antes ha estado un hombre preguntando por usted, detective.

– ¿Un hombre?

– Sí, no quiso dejar ningún recado. Sólo preguntó por usted.

– ¿Lo vio usted?

– No, lo atendió el compañero del turno anterior.

Shaeffer sintió una punzada de miedo.

– ¿Su compañero le dijo algo más? ¿Le dio alguna descripción?

– Sí. Me dijo que era un señor negro. Eso es todo. Preguntó por usted y dijo que él se pondría en contacto con usted. Nada más. Lo siento, es todo lo que sé.

– Gracias.

Shaeffer se obligó a caminar lentamente hacia el ascensor.

«¿Cómo me ha encontrado?», se preguntó.

El ascensor la trasladó con un zumbido hasta el piso de arriba, donde caminó sigilosamente hasta la habitación. Igual que antes, revisó toda la habitación después de cerrar la puerta con doble llave. Luego se dejó caer sobre la cama, tratando de afrontar por un lado lo tangible: decidir dónde y qué iba a cenar, aunque no tenía mucha hambre, y por otro lo intangible: decidir su próximo movimiento respecto a Robert Earl Ferguson.

Intentó imaginárselo sin aquella petulante mirada en el rostro, pero no lo logró.

Un golpe en la puerta disparó todos sus miedos. Contuvo la respiración y se levantó de un brinco. Miró fijamente la puerta.

Se oyó otro golpe seco y brusco. Luego un tercero.

Alargó la mano para sacar el arma de su bolso, la amartilló y se aproximó a la puerta, el dedo sobre el seguro del gatillo, tal como le habían enseñado para los casos en que no sabes a qué te enfrentas. La puerta tenía una mirilla convexa. Se inclinó hacia ella pero en ese preciso instante dieron otro golpe contra la puerta y ella se apartó de un salto.

Logró anteponer la firmeza a la ansiedad, agarró la manilla de la puerta y con un único y rápido movimiento la giró, abrió, y elevó la pistola a la altura de los ojos, apuntando.

Matthew Cowart enarcó las cejas, sorprendido.

Estaba de pie en el pasillo, con la mano medio levantada para volver a llamar. Por un instante ninguno de los dos atinó a nada. Él levantó lentamente las manos y entonces Shaeffer vio que le acompañaban otros dos hombres. Bajó el arma.

– Hola, Cowart -dijo.

Él hizo un gesto con la cabeza.

– Menudo recibimiento -logró graznar el periodista-. Últimamente todo el mundo quiere apuntarme con su arma.

Shaeffer miró a los otros dos.

– Yo los conozco -dijo-. Estaban en la prisión.

– Wilcox -respondió el detective-. Condado de Escambia. Este es mi jefe, el teniente Brown.

Shaeffer contempló la corpulenta figura de Tanny Brown. Parecía encrespado y la escudriñó de arriba abajo, deteniéndose un instante en la pistola.

– Se me antoja que ha ido usted a ver a Bobby Earl -dijo.

22

TOMANDO NOTA

Los tres detectives y el periodista se instalaron incómodamente en la habitación de Shaeffer. Wilcox se quedó de pie, apoyado contra la pared, junto a la ventana, contemplando de vez en cuando los faros de los coches que desfilaban a través de la oscuridad. Shaeffer y Brown ocuparon las únicas sillas de la habitación, a ambos lados de una pequeña mesa, como jugadores de póquer a la espera de recibir la última carta. Cowart ocupó un incómodo lugar en el borde de la cama, un poco apartado. En la habitación contigua habían puesto el televisor muy alto y las voces de un noticiario se filtraban a través de la pared. «Alguna tragedia reducida a quince segundos -pensó Cowart-, a treinta si era verdaderamente terrible, contada con una estudiada mirada de preocupación.»

Miró a Andrea Shaeffer. Aunque sin duda la había sorprendido encontrarlos al abrir la puerta, los había dejado entrar sin ningún comentario. Las presentaciones habían sido breves, nada de cháchara. Todos sabían qué los había reunido en una pequeña habitación de un motel de una ciudad extraña. Ella recogió unas notas y papeles, y luego preguntó:

– ¿Cómo me han encontrado?

– Nos lo dijeron en la oficina de enlace de la policía local -respondió Brown-. Nos registramos allí al llegar. Dijeron que la habían acompañado a ver a Ferguson.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó Brown.

Ella fue a contestar, pero dirigió la mirada a Cowart y prefirió devolver la pregunta:

– ¿Y ustedes por qué están aquí?

– Nosotros también hemos venido a ver a Ferguson -contestó Brown con tono oficioso.

Shaeffer lo miró.

– ¿Por qué? Creí que ya habían cerrado el caso. Y usted también -añadió, señalando a Cowart.

– No. Todavía no.

– Pero ¿por qué?

De nuevo fue el teniente quien contestó.

– Estamos aquí porque tenemos motivos para creer que se cometieron equivocaciones en el primer proceso de Ferguson. Pensamos que puede haber errores en los artículos del señor Cowart. Hemos venido hasta aquí para investigar ambas cuestiones.

Shaeffer parecía irritada y sorprendida a la vez:

– ¿Errores? ¿Equivocaciones? -Se volvió hacia el periodista-. ¿Qué clase de errores?

– Ferguson me mintió -contestó Cowart.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el asesinato de la niña.

Shaeffer se removió en su asiento.

– ¿Y ahora para qué ha venido aquí?

– Para aclarar el asunto.

El cliché provocó una cínica sonrisa en la detective:

– No me cabe duda -dijo, y miró a Brown y Wilcox-. Pero eso no explica por qué viaja con esta compañía.

– Nosotros también queremos aclarar este asunto -dijo Brown, y al punto comprendió que esa respuesta era un error: aquella joven policía lo estaba poniendo a prueba y él no había dado la talla.

– ¿No han venido a detener a Ferguson? -repuso ella.

– No. No podemos hacerlo.

– ¿Han venido a hablar con él?

– Exacto.

Ella meneó la cabeza.

– Mienten -dijo. Se incorporó bruscamente y cruzó los brazos.

– Nosotros… -empezó Brown.

– Mienten -repitió ella.

– Porque… -continuó Cowart.

– Mienten -insistió Shaeffer.

El periodista y el teniente la miraron fijamente y ella, tras una breve pausa, suficiente para que la palabra calara en todos ellos, prosiguió:

– ¿Qué asunto? No hay ningún asunto. Lo único que hay es un tipo fuera de sus cabales. Errores y equivocaciones. ¿Y qué? Si Cowart cometió algún error, hubiese venido solo. Si usted, teniente Brown, cometió algún error, hubiese venido solo. Pero juntos… Detrás de todo esto hay algo. ¿Me equivoco?

Brown lo admitió con un movimiento de la cabeza.

– ¿Se trata de una adivinanza? -ironizó Shaeffer.

– No. Dígame primero qué la ha traído aquí y luego yo la pondré al corriente.

Shaeffer aceptó.

– He venido a ver a Ferguson porque estaba relacionado tanto con Sullivan como con Cowart, y pensé que podría tener algún dato concreto sobre los asesinatos de los cayos.

Brown la miró con gesto serio.

– ¿Y los tenía?

– No. Negó tener conocimiento alguno del asunto.

– ¿Y qué esperaba usted? -terció Cowart en voz baja.

Shaeffer se volvió hacia él y respondió:

– Bueno, se mostró mil veces más cooperativo que usted. -Eso no era verdad, pero ella pensó que tal vez así le cerraría la boca a aquel periodista impertinente, como ocurrió.

– Entonces, si él no tenía ningún dato y negó cualquier relación con el asunto -dijo Brown-, ¿por qué sigue usted aquí?

– Quería comprobar si la coartada de Ferguson era cierta.

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