Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– ¿Qué más?

– Alguien vio nuestro coche en el aparcamiento a la hora en que Katie se marchó. Tampoco se creen la historia de cómo te lastimaste la mano.

Dave alzó la mano, la flexionó y dijo:

– ¿Eso es todo?

– Es todo lo que oí.

– ¿Y eso qué te ha hecho pensar?

Estuvo a punto de tocarle otra vez. Durante un momento, la amenaza parecía haberle abandonado el cuerpo y haber sido sustituida por una sensación de derrota. Lo notaba en sus hombros, en su espalda, y quería alargar los brazos y tocarle, pero se refrenó.

– Dave, cuéntales lo del atracador.

– El atracador.

– Sí. Tal vez te lleven a los tribunales. ¿Y qué? Eso es preferible a que te acusen de asesinato.

«Ahora es el momento -pensó-. Di que no lo hiciste. Di que nunca viste a Katie salir del Last Drop. Dilo, Dave.»

– Ya veo cómo te funciona la mente -espetó Dave-. De verdad que sí. Regresé a casa cubierto de sangre el mismo día que Katie fue asesinada. Por lo tanto, debo de haberla matado.

– ¿Y bien? -dijo Celeste de repente.

Dave dejó la cerveza sobre la mesa y empezó a reírse. Levantaba los pies del suelo, se apoyaba en los cojines del sofá y no paraba de reírse. Se reía como si le hubiera dado un ataque, cada vez que cogía aire para respirar se convertía en una sonora carcajada. Se reía tanto que las lágrimas le saltaban de los ojos y la parte superior del cuerpo le temblaba.

– Yo… yo… yo… -era incapaz de decirlo.

La risa se lo impedía. Las ganas de reírse no le abandonaban y un torrente de lágrimas le caía por las mejillas y por la boca abierta, burbujeando sobre sus labios.

Era oficial: Celeste no había estado tan asustada en toda su vida.

– ¡Ja, ja, ja, Henry! -exclamó, riéndose con menos intensidad.

– ¿Qué?

– Henry -repitió-. Henry y George, Celeste. Así se llamaban.

¿No te parece divertido? y déjame que te diga que George era curioso a más no poder. Henry, en cambio, era muy soso.

– ¿De qué estás hablando?

– De Henry y de George -respondió alegremente-. Te estoy hablando de Henry y de George. Me llevaron a dar una vuelta. Una vuelta que duró cuatro días. Y me encerraron en un sótano con suelo de piedra y tan sólo un saco de dormir viejo y agujereado. Y Celeste, te puedo asegurar que se lo pasaron muy bien. Entonces no fue nadie a ayudar al pobre Dave. Nadie hizo ningún esfuerzo por rescatar a Dave. Dave tuvo que imaginarse que aquello le estaba pasando a otra persona. Tuvo que hacerse tan fuerte mentalmente que el cerebro se le partió en dos. Eso es lo que hizo Dave: morir. No tengo ni idea de quién diablos es el niño que salió de aquel sótano; bueno, de hecho, soy yo, pero no cabe ninguna duda de que no es Dave. Dave está muerto.

Celeste se quedó sin habla. En ocho años, Dave nunca había hablado de lo que todo el mundo sabía que le había sucedido. Lo único que le había contado es que se encontraba jugando con Jimmy y Sean cuando se lo llevaron, y que había conseguido escapar. Nunca le había explicado nada más ni había oído pronunciar los nombres de esos tipos. Jamás le había dicho lo del saco de dormir. Era la primera vez que oía todo aquello. Era como si en ese preciso momento se despertaran del sueño que había sido su matrimonio para enfrentarse, en contra de su voluntad, con todos los razonamientos, medias mentiras, deseos ocultos y personalidades secretas sobre las que lo habían construido. Observando cómo se desmoronaba al darse cuenta de la aplastante verdad de que nunca se habían conocido, que tan sólo habían esperado llegar a conseguirlo algún día.

– La cuestión -dijo Dave- es que es lo mismo que te estaba diciendo sobre los vampiros, Celeste. Es lo mismo. Se trata de lo mismo, joder.

– ¿El qué? -susurró ella.

– Que no te puedes librar de eso. Una vez que está dentro, sigue ahí para siempre -miraba la mesita de nuevo y Celeste sentía cómo se iba alejando de ella.

Le acarició el brazo y le preguntó:

– Dave, ¿qué es de lo que no te puedes librar? ¿A qué te refieres con lo de lo mismo?

Dave le miró la mano como si estuviera a punto de clavarle los dientes con un gruñido y de arrancársela de la muñeca, y respondió:

– Ya no soy capaz de controlar mi mente, Celeste. Te advierto que ya no puedo fiarme de mi propia mente.

Apartó la mano y él sintió un hormigueo allí donde Celeste le había tocado.

Dave, vacilante, se puso en pie. Inclinó la cabeza y la miró como si no estuviera seguro de quién era y de cómo había ido a parar hasta su sofá. Se volvió hacia el televisor en el momento que James Woods disparaba la ballesta al pecho de alguien; luego, susurró:

– Cárgatelos a todos, asesino. Cárgatelos a todos.

Se volvió hacia Celeste, le dedicó una mueca de borracho y le anunció:

– Voy a salir.

– Muy bien -respondió ella.

– Voy a salir para pensar un rato.

– ¡Sí, claro! -exclamó ella.

– Cuando consiga aclararme las ideas volveré a sentirme bien. Sólo necesito pensar un poco.

Celeste no preguntó qué era lo que necesitaba aclarar.

– Entonces, hasta luego -dijo, y se encaminó hacia la puerta principal. La abrió y ya había cruzado el umbral cuando Celeste vio que asía la puerta con la mano y que asomaba la cabeza.

– A propósito, ya me he encargado de la basura -apuntó, mirándola fijamente desde la puerta.

– ¿Qué?

– De la bolsa de basura -respondió él-. De la bolsa donde metiste la ropa y todo lo demás. Hace un rato que me he deshecho de ella.

– ¡Ah! -exclamó, y volvió a tener ganas de vomitar.

– ¡Hasta luego!

– Sí -asintió Celeste mientras él desaparecía de su vista-. ¡Ya nos veremos!

Prestó atención a sus pisadas hasta que llegó al rellano de la planta baja. Oyó cómo crujía la puerta principal al abrirse y cómo Dave salía al porche y bajaba los escalones. Se asomó a la escalera que conducía al dormitorio de Michael y oyó que dormía profundamente. Después, se dirigió al cuarto de baño y vomitó.

No sabía dónde había aparcado Celeste el coche y era incapaz de encontrarlo. A veces, especialmente durante las tormentas de nieve, uno tenía que conducir ocho manzanas para encontrar un sitio donde aparcar; por lo tanto, Celeste bien podría haberlo aparcado en la colina, a pesar de que vio varios no muy lejos de su casa. De hecho, quizá no fuera tan importante, ya que, con toda probabilidad, estaba demasiado cansado para conducir y un buen paseo le ayudaría a serenarse.

Subió por la calle Crescent y cuando llegó a la avenida Buckingham~ giró a la izquierda, preguntándose qué demonios le habría pasado por la cabeza para intentar explicar cosas a Celeste. ¡Santo cielo, incluso había pronunciado aquellos nombres: Henry y George! ¡Incluso había hablado de hombres lobo! ¡Mierda!

Además, se lo había confirmado: la policía sospechaba de él. No había duda de que le vigilarían. Se había acabado lo de considerar a Sean como un viejo amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Eso se había acabado y Dave empezó a recordar lo que le desagradaba de Sean cuando eran niños: el aire de superioridad, aquella certeza de que siempre tenía razón, como todos los demás niños que eran lo bastante afortunados (y sólo se trataba de eso, de suerte) para tener padre y madre, una casa bonita, ropa nueva y material deportivo.

¡Que se fuera a la mierda! Sean, sus ojos, su voz, y el hecho de que a las mujeres se les cayeran las bragas al suelo cada vez que Sean entraba en una habitación. A la mierda con él y con su atractivo. A la mierda con esa pose de superioridad moral, con sus historias divertidas, con su pavoneo de poli y con el hecho de que su nombre apareciera en el periódico.

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