Dennis Lehane - Rio Mistico

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Jimmy, Dave y Sean crecieron juntos en la sección peligrosa de Boston. Veinticinco años después vuelven a reunirse, cuando la hija de 19 años de Jimmy es brutalmente asesinada. Sean, que ahora es policía, es asignado para resolver el caso. Además de desenredar este crimen, Sean deberá estar pendiente de su amigo Jimmy, quien busca vengarse del asesino de su hija. Conectado al crimen por una serie de circunstancias, Dave se ve obligado a enfrentarse con los demonios de su propio pasado. A medida que la investigación se concentra alrededor de estos tres amigos, se despliega una siniestra historia, que tiene que ver con la amistad, la familia y la inocencia perdida demasiado pronto.

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– ¿Te refieres a personajes como los de Ward Cleaver? -preguntó Val.

– Sí, o incluso como esos sheriffs, ya sabes a quién me refiero, a James Amess, y a esos tipos como él. Siempre se comportaban como hombres de verdad.

Val asintió, tomó un trago de cerveza y añadió:

– Un tío me dijo una vez en la cárcel: la felicidad aparece muy rara vez, y sólo nos cabe esperar a que vuelva a aparecer. Pueden pasar años, pero la tristeza -Val parpadeó- nos invade siempre. -Apagó el cigarrillo-. Ese tipo me caía muy bien. No paraba de decir cosas interesantes. Me voy a pedir otro chupito. ¿Quieres otro?

Val se puso en pie.

Dave negó con la cabeza y contestó:

– Todavía no me he terminado éste.

– ¡Venga! -exclamó Val-. ¡De un trago!

Dave, observando su rostro arrugado y sonriente, respondió:

– De acuerdo.

– ¡Bien hecho!

Val le dio un golpecito en el hombro y se dirigió hacia la barra.

Dave lo observó mientras permanecía allí de pie, charlando con uno de los viejos trabajadores del muelle mientras esperaba que le sirvieran las bebidas. Dave pensó que aquellos tipos debían de saber lo que era ser hombres. Hombres sin vacilaciones, que nunca ponían en duda si obraban bien, que no estaban confundidos por el mundo o por lo que éste esperaba de ellos.

Supuso que era miedo. Eso era lo que él siempre había sentido, a diferencia de aquellos hombres. El miedo le había invadido desde una edad muy temprana, Y de modo permanente, al igual que la tristeza según el amigo de Val. El miedo se había instalado en su interior y nunca le había abandonado; por lo tanto, temía obrar mal, temía no estar a la altura, temía no ser lo bastante inteligente, temía no ser un buen marido o un buen padre o un hombre de verdad. Hacía tanto tiempo que tenía miedo que no estaba muy seguro de poder recordar cómo debía de ser vivir sin él.

La luz de un faro se reflejó en la puerta principal y le enfocó directamente a los ojos. Se abrió la puerta y Dave parpadeó varias veces, llegando sólo a entrever la silueta del hombre que entraba por la puerta. Era corpulento y le pareció que llevaba una chaqueta de piel. De hecho, se parecía un poco a Jimmy, pero era más grande y más ancho de hombros.

Cuando la puerta se cerró de nuevo y recobró la visión, se dio cuenta de que en realidad era Jimmy, con una chaqueta negra de piel por encima de un jersey oscuro de cuello alto y de unos pantalones color caqui. Saludó a Dave mientras se acercaba a la barra para hablar con Val. Le susurró algo al oído; Val se dio la vuelta y miró a Dave, y luego le dijo algo a Jimmy.

Dave empezaba a sentirse mareado. Estaba convencido de que era porque no había comido nada. Pero también tenía algo que ver con Jimmy, con el modo de saludarle, y por su rostro pálido y su expresión decidida. ¿Por qué demonios le parecía tan fornido? Tenía la sensación de que había aumentado cuarenta kilos de peso desde el día anterior. ¿Qué estaba haciendo en Chelsea la noche anterior al funeral de su hija?

Jimmy se acercó, tomó asiento delante de él y le preguntó:

– ¿Qué tal?

– Un poco borracho -admitió Dave-. ¿Has engordado?

Jimmy le dedicó una sonrisa burlona y contestó:

– No.

– Pareces más grande.

Jimmy se encogió de hombros.

– ¿Qué haces por aquí? -le preguntó Dave.

– Vengo a este bar muy a menudo. Hace muchos años que conocemos a Huey. Muchísimos. ¿Por qué no te bebes el chupito, Dave?

Dave agarró el vaso y confesó:

– Creo que ya estoy bastante borracho.

– ¡Qué más da! -exclamó Jimmy, y Dave se dio cuenta de que Jimmy también se iba a beber uno. Lo alzó y miró a Dave fijamente a los ojos-. ¡Por nuestros hijos!

– ¡Por nuestros hijos! -repitió Dave con gran esfuerzo, sintiéndose indispuesto, como si se hubiera ausentado del día y de la noche, y hubiera entrado en un sueño, un sueño en el que las caras estaban demasiado cerca, pero en el que las voces sonaban como si procedieran del fondo de una alcantarilla.

Dave se bebió el chupito de un trago, haciendo una mueca al sentir un escozor en la garganta, y Val se sentó junto a él. Val le pasó los brazos por los hombros y después de tomar un trago de cerveza directamente de la jarra, le dijo:

– Siempre me ha gustado mucho este sitio.

– Es un buen bar -asintió Jimmy-. Nadie te molesta.

– En esta vida es muy importante que nadie te moleste -apuntó

Val-. Que nadie se meta contigo ni con la gente que amas ni con tus amigos. ¿No estás de acuerdo, Dave?

– Completamente -respondió Dave.

– Dave es estupendo -dijo Val-. Siempre te hace sentir bien.

– ¿Eso crees? -preguntó Jimmy

– ¡Y tanto! -respondió Val, apretándole el hombro a Dave-. ¡Éste es mi hombre!

Celeste estaba sentada al borde de la cama del motel mientras Michael miraba la televisión. Tenía el teléfono sobre el regazo, con la palma de la mano flexionada sobre el auricular.

Durante las últimas horas de la tarde que había pasado con Michael, sentada en sillas oxidadas junto a la pequeña piscina del motel, había empezado a sentirse diminuta y hueca, como si alguien pudiera verla desde lo alto y pareciera abandonada y tonta, y lo que era peor, desleal.

Su marido. Había traicionado a su marido.

Tal vez Dave hubiera matado a Katie. Era una posibilidad. Pero ¿en qué demonios debía de estar pensando para contarlo todo a Jimmy? ¿Por qué no había esperado un poco más? ¿Por qué no lo había pensado con calma? ¿Por qué no había tenido en cuenta otras alternativas? ¿Acaso tenía miedo de Dave?

El nuevo Dave que ella había visto durante los últimos días era una aberración, un Dave producto del estrés.

Quizá no hubiera matado a Katie. Quizá.

La cuestión era que, como mínimo, tendría que haberle dado el beneficio de la duda hasta que las cosas se aclararan. No estaba muy segura de poder seguir viviendo con él y de poner la vida de Michael en peligro, pero si de algo estaba segura era de que debería haber ido a la policía, en vez de hablar con Jimmy Marcus.

¿Había deseado herir a Dave? ¿Había esperado algo más al mirar a Jimmy directamente a los ojos y contarle sus sospechas? y si era así, ¿qué era? Con toda la gente que había en el mundo, ¿por qué se lo había contado precisamente a Jimmy?

Había muchas respuestas posibles a aquella pregunta, pero no le gustaba ninguna. Descolgó el auricular y marcó el número de teléfono de Jimmy. Lo hizo con manos temblorosas y pensando: «Por el amor de Dios, que alguien coja el teléfono. Responde, por favor».

La sonrisa del rostro de Jimmy había empezado a moverse, a dibujarse y desdibujarse, de un lado a otro, y Dave intentó fijar la mirada en la barra, pero ésta también se movía, como si estuviera dentro de un bote y el mar empezara a enfurecerse.

– ¿Te acuerdas del día que trajimos aquí a Ray Harris? -preguntó Val.

– ¡Claro! -contestó Jimmy-. ¡El viejo y bueno de Ray!

– Ray -añadió Val, golpeando la mesa delante de Dave- era un hijo de perra de lo más divertido.

– Sí -asintió Jimmy en voz baja-. Ray era muy gracioso, siempre te hacía reír.

– La mayoría de la gente le llamaba Simplemente Ray -añadió Val, mientras Dave se esforzaba por adivinar de quién estaban hablando-. Pero yo le llamaba Ray Retintín.

Jimmy castañeteó los dedos, señaló a Val y dijo:

– ¡Eso es! ¡Siempre tenía cambio!

Val se acercó a Dave y le susurró al oído:

– El tipo ése solía llevar diez pavos en monedas dentro de los bolsillos. Nadie sabía por qué. Sencillamente le gustaba llevar muchas monedas en los bolsillos, supongo que por si un día tenía que llamar por teléfono a Libia o un sitio así. ¿Quién sabe? Pero solía pasearse con las manos en los bolsillos, haciendo tintinear las monedas el día entero. Lo que te quiero decir es que el tipo era un ladrón, y ¿quién no le iba a oír llegar? Pero según parece, dejaba las monedas en casa cuando se iba a trabajar. -Val suspiró-. ¡Mira que llegaba a ser raro!

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