Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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– Ven aquí.

Lisbeth la siguió.

– Nunca lo he hecho en el suelo de una casa recién pintada donde no hay ni un mueble. Una vez vi una película con Marlon Brando que iba de una pareja que lo hacía. Estaban en París.

Lisbeth miró al suelo de reojo.

– Quiero jugar. ¿Te apetece?

– Casi siempre me apetece.

– Esta noche pienso ser una bitch dominante. Yo decido. Desnúdate.

Lisbeth sonrió de torcido. Se desnudó. Le llevó por lo menos diez segundos.

– Túmbate en el suelo. Boca abajo.

Lisbeth hizo lo que Mimmi le había ordenado. El parqué estaba frío y en seguida se le puso la piel de gallina. Mimmi usó la camiseta de Lisbeth que decía You have the right to remain silent para atarle las manos a la espalda.

A Lisbeth le vino a la mente que era parecido a cómo la inmovilizó, hacía ya más de dos años, el Jodido Cerdo y Asqueroso abogado Nils Bjurman

Ahí cesaron las similitudes.

Estando con Mimmi, Lisbeth sólo sentía una curiosidad llena de deseo. Sumisa, se dejó hacer en cuanto Mimmi la tumbó boca arriba y le separó las piernas. Lisbeth la contempló en la penumbra cuando Mimmi se quitó la camiseta; se quedó fascinada con la suavidad de las líneas de sus pechos. Luego Mimmi le vendó los ojos con la prenda. Lisbeth oyó la fricción de la ropa. Unos segundos más tarde sintió la lengua de Mimmi en su vientre y sus dedos por la cara interna de los muslos. Se encontraba más excitada de lo que había estado en mucho tiempo. Bajo la venda, cerró los ojos fuertemente y dejó que Mimmi impusiera el ritmo.

Capítulo 8 Lunes, 14 de febrero – Sábado, 19 de febrero

Al oír un leve golpeteo en el marco de la puerta, Dragan Armanskij levantó la vista y vio a Lisbeth Salander. Intentaba mantener en equilibrio dos tazas de café que traía de la máquina. Lentamente, él dejó el bolígrafo sobre la mesa y apartó el informe.

– Hola -dijo ella.

– Hola -contestó Armanskij.

– Vengo en son de paz -dijo ella-. ¿Puedo pasar?

Dragan Armanskij cerró los ojos un instante. Luego señaló una silla con el dedo. Miró el reloj de reojo. Eran las seis y media de la tarde. Lisbeth Salander le dio una de las tazas y se sentó. Se examinaron mutuamente durante un instante.

– Hace más de un año -dijo Dragan.

Lisbeth asintió.

– ¿Estás enfadado?

– ¿Debería estarlo?

– No me despedí.

Dragan torció el morro. Se encontraba desconcertado y al mismo tiempo aliviado. Por lo menos, ahora sabía que Lisbeth Salander no estaba muerta. De pronto, una enorme irritación y un gran cansancio se apoderaron de él.

– No sé qué decir -contestó-. No tienes ninguna obligación de informarme de tu vida. ¿Qué quieres?

Su voz sonó más fría de lo que había pretendido.

– No lo sé muy bien. Supongo que saludarte, más que nada.

– ¿Necesitas trabajo? No pienso contratarte de nuevo.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Tienes otro trabajo?

Volvió a negar con la cabeza. Daba la sensación de estar pensando lo que iba a decir. Dragan aguardaba.

– He estado viajando -respondió finalmente-. Acabo de regresar a Suecia.

Pensativo, Armanskij hizo un gesto de asentimiento mientras la examinaba. Lisbeth Salander había cambiado. Había un nuevo tipo de… madurez en su ropa y en su comportamiento. Y había rellenado el sujetador con algo.

– Has cambiado. ¿Dónde has estado?

– Un poco por todas partes… -contestó evasivamente, pero siguió al reparar en la irritada mirada de Armanskij-. Me fui a Italia y continué hasta Oriente Medio. De ahí volé a Hong Kong vía Bangkok. Estuve un tiempo en Australia y Nueva Zelanda, y viajé por las islas del Pacífico, donde permanecí un mes en Tahiti. Luego recorrí Estados Unidos. Y los últimos meses los he pasado en el Caribe.

Él asintió.

– No sé por qué no me despedí.

– Porque, sinceramente, los demás te importamos un carajo -contestó Dragan Armanskij con frialdad.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Reflexionó un rato. Tal vez las palabras de Dragan fueran ciertas pero, aun así, le pareció injusta la acusación.

– Por regla general son los demás los que pasan de mí.

– ¡Y una mierda! -contestó Armanskij-. Lo tuyo es un problema de actitud y tratas como el culo a los que verdaderamente intentan ser tus amigos. Así de sencillo.

Silencio.

– ¿Quieres que me vaya?

– Haz lo que te plazca. Siempre lo has hecho. Pero si te vas ahora, no quiero volver a verte en la vida.

De repente, Lisbeth Salander tuvo miedo. Una persona a la que de verdad respetaba estaba a punto de rechazarla. No supo qué decir.

– Hace ya dos años que a Holger Palmgren le dio el derrame. No lo has visitado ni una sola vez -continuó Armanskij, implacable.

Lisbeth lo miró fijamente, como en estado de shock.

– ¿Palmgren está vivo?

– O sea, que ni siquiera sabes si está vivo o muerto.

– Los médicos dijeron que…

– Los médicos dijeron muchas cosas -la interrumpió Armanskij-. Se encontraba muy mal y era incapaz de comunicarse con nadie. Durante el último año se ha recuperado bastante. Le cuesta hablar y hay que prestarle mucha atención para entender lo que dice. Necesita ayuda para muchas cosas pero, al menos, puede ir al baño solo. La gente que se preocupa por él le hace visitas

Lisbeth se quedó muda. Fue ella quien, dos años antes, encontró a Palmgren cuando tuvo la apoplejía y llamó a la ambulancia. Los médicos menearon la cabeza para indicar que el pronóstico no era muy alentador. La primera semana se instaló en el hospital, hasta que un médico le dijo que se encontraba en coma y que las probabilidades de que se despertara eran muy pequeñas. Desde ese mismo momento ella dejó de preocuparse y lo eliminó de su vida. Se levantó y abandonó el hospital sin volver la vista atrás. Y, al parecer, sin seguir el desarrollo de los hechos.

Frunció el ceño. Por esa época también se le vino encima todo lo del abogado Nils Bjurman, que acaparó casi toda su atención. Pero nadie, ni siquiera Armanskij, le había contado que Palmgren vivía; y mucho menos que iba mejorando. Esa posibilidad ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

De pronto sintió aflorar unas lágrimas. Nunca antes en su vida se había sentido tan miserable y egoísta. Y nunca le habían echado una bronca tan descomunal en voz tan baja. Agachó la cabeza.

Permanecieron un rato en silencio. Fue Armanskij quien lo rompió.

– Bueno, ¿y qué tal estás?

Lisbeth se encogió de hombros.

– ¿De qué vives? ¿Tienes trabajo?

– No, no tengo y no sé en qué quiero trabajar. Pero tengo dinero para vivir.

Armanskij la examinó con ojos inquisitivos.

– Sólo quería pasar a saludar… no busco trabajo. No sé… De todos modos, si alguna vez me necesitas, tal vez me apetezca aceptar un encargo tuyo. Pero tendrá que ser algo que realmente me interese.

– Supongo que no quieres contarme lo que sucedió en Hedestad el año pasado.

Lisbeth permaneció callada.

– Porque es evidente que algo ocurrió… Martin Vanger se mató al volante después de que tú te pasaras por aquí para coger prestado un equipo de vigilancia y de que alguien os amenazara de muerte. Y su hermana resucitó de entre los muertos. Fue, por decirlo de alguna manera, toda una sensación.

– He prometido no contar nada.

Armanskij hizo un gesto de asentimiento.

– Y supongo que tampoco querrás contarme el papel que desempeñaste en el caso Wennerström.

– Ayudé a Kalle Blomkvist con la investigación. -De repente, su voz sonó más fría-. Eso es todo. No quiero que me involucren en el caso.

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