Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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Ecuación de primer grado (ecuación lineal): 3x – 9 = 0 (raíz: x=3).

Capítulo 1 Jueves, 16 de diciembre – Viernes, 17 de diciembre

Lisbeth Salander desplazó las gafas de sol hasta la punta de la nariz y entornó los ojos bajo el ala del sombrero de playa. Vio a la mujer de la habitación 32 salir por la entrada lateral del hotel y dirigirse a una de las tumbonas a rayas verdes y blancas que se hallaban junto a la piscina. Su mirada se concentraba en el suelo y sus piernas parecían inestables.

Hasta ese momento, Salander sólo la había visto de lejos. Le echaba unos treinta y cinco años, pero por su aspecto podía estar en cualquier edad comprendida entre los veinticinco y los cincuenta. Tenía una media melena castaña, un rostro alargado y un cuerpo maduro, como sacado de un catálogo de venta por correo de ropa interior femenina. Calzaba chanclas y lucía un biquini negro y unas gafas de sol con cristales violetas. Era norteamericana y hablaba con acento del sur. Llevaba un sombrero de playa amarillo que dejó caer al suelo, junto a la hamaca, justo antes de hacerle una señal al camarero del bar de Ella Carmichael.

Lisbeth Salander se puso el libro en el regazo y bebió un sorbo de café antes de alargar la mano para coger el paquete de tabaco. Sin girar la cabeza desplazó la mirada hacia el horizonte. Desde el sitio en el que se encontraba, en la terraza de la piscina, podía ver un pedazo del mar Caribe a través de un grupo de palmeras y rododendros que había junto a la muralla de delante del hotel. A lo lejos, un barco de vela navegaba hacia el norte, rumbo a Santa Lucía o Dominica. Algo más allá pudo apreciar la silueta de un carguero gris que se dirigía hacia el sur, de camino a Guyana o algún país vecino. Una leve brisa luchaba contra las altas temperaturas de la mañana, pero Lisbeth sintió que una gota de sudor le resbalaba lentamente hacia la ceja. A Lisbeth Salander no le gustaba achicharrarse al sol. En la medida de lo posible, pasaba los días a la sombra, de modo que ahora se encontraba cómodamente instalada bajo un toldo. Aun así, estaba más tostada que una almendra. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y una camiseta negra de tirantes.

Escuchaba los extraños sonidos de los steel pans que salían de los altavoces colocados junto a la barra. La música nunca le había interesado lo más mínimo, y no sabía diferenciar a Sven-Ingvars de Nick Cave, pero los steel pans la fascinaban. Le parecía increíble que alguien fuera capaz de afinar un barril de petróleo y aún más increíble que ese barril pudiera emitir sonidos controlables que no se parecían a nada. Se le antojaban mágicos.

De repente, se sintió irritada y desplazó nuevamente la mirada a la mujer a la que acababan de ponerle en la mano una copa de una bebida de color naranja.

No era su problema, pero Lisbeth Salander no entendía por qué la mujer seguía todavía allí. Durante cuatro noches, desde que la pareja llegara, Lisbeth Salander había oído esa especie de terror de baja intensidad que se producía en la habitación contigua. Había percibido llantos, indignadas voces bajas y, en alguna ocasión, el sonido de unas bofetadas. El autor de los golpes -Lisbeth suponía que se trataba del marido- rondaba los cuarenta años. Tenía el pelo oscuro y liso, peinado a la antigua, con la raya en el medio, y parecía hallarse en Granada por razones profesionales. Lisbeth Salander desconocía la naturaleza de sus actividades profesionales, pero todas las mañanas el hombre aparecía pulcramente vestido con corbata y americana, y tomaba café en el bar del hotel para luego coger su maletín e introducirse en un taxi.

Regresaba por la tarde, y entonces se bañaba y se quedaba con su mujer en la piscina. Solían cenar juntos en lo que podría considerarse una convivencia sumamente apacible y llena de cariño. Puede que la mujer se tomara una o dos copas de más, pero su ebriedad no molestaba ni llamaba la atención.

Las peleas de la habitación contigua empezaban rutinariamente entre las diez y las once de la noche, más o menos a la misma hora en la que Lisbeth se metía en la cama con un libro que versaba sobre los misterios de las matemáticas. Pero aquello no podía definirse como malos tratos graves. Por lo que Lisbeth pudo percibir a través de la pared, no hacían más que retomar diariamente la misma interminable y machacona discusión. La noche anterior Lisbeth no había podido resistir la tentación y se asomó para averiguar, a través de la puerta abierta del balcón de la pareja, de qué iba todo aquello. Durante más de una hora, el hombre deambuló por la habitación reconociendo que era un cabrón que no la merecía y repitiendo sin parar que ella seguramente pensaba que él era un falso. En todas las ocasiones ella le respondía que no e intentaba tranquilizarlo. El hombre siguió insistiendo, de manera cada vez más intensa, hasta que la zarandeó. Al final, ella le contestó lo que él quería oír: «sí, eres un falso». Aquella provocada confesión le sirvió como pretexto para atacarla y meterse con su vida y su forma de ser. La llamó puta, una palabra en contra de la cual Lisbeth Salander, sin dudarlo ni un momento, habría tomado medidas si la acusación se hubiera dirigido a ella. Sin embargo, ése no era el caso; no era su problema, de modo que le costó decidir si debería actuar o no.

Asombrada, Lisbeth se quedó escuchando las insistentes y obstinadas palabras del hombre que, de repente, se transformaron en algo que sonó como una bofetada. Ya se había decidido a salir al pasillo del hotel para derribar la puerta vecina con una patada cuando se hizo el silencio en la habitación.

Ahora, al contemplar a la mujer junto a la piscina, notó un ligero moratón en el hombro y un arañazo en la cadera, pero ningún daño llamativo.

Nueve meses antes, Lisbeth había leído un artículo en la revista Popular Science que alguien había dejado olvidada en el aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma. Y, desde ese momento, se sintió extrañamente fascinada por un tema tan raro y desconocido como la astronomía esférica. De manera completamente impulsiva visitó la librería universitaria de Roma y compró algunos de los más importantes tratados sobre el tema. Para comprender la astronomía esférica, sin embargo, se había visto obligada a adentrarse en los más intrincados misterios de las matemáticas. En los viajes realizados en los últimos meses, a menudo había visitado librerías universitarias buscando más libros sobre la materia.

Los libros estuvieron metidos en su maleta la mayoría del tiempo, y los estudios fueron asistemáticos y desprovistos de objetivos concretos hasta el momento en el que entró en la librería universitaria de Miami y salió con Dimensions in Mathematics, del doctor L. C. Parnault (Harvard University, 1999). Dio con el tomo poco antes de bajar a los cayos de Florida para empezar a viajar por las islas del Caribe.

Había recorrido Guadalupe (dos días en un agujero inmundo), Dominica (agradable y relajada, cinco días), Barbados (un día en un hotel norteamericano donde no se sintió muy bien recibida) y Santa Lucía (nueve días). En este último lugar podría haberse quedado más tiempo si no se hubiese enemistado con un joven y tonto gamberro que rondaba por el bar de su hotel, situado en un callejón. Un día, Lisbeth perdio la paciencia y le dio en la cabeza con un ladrillo, pagó, se marchó del hotel y cogió un ferry rumbo a Saint George's, la capital de Granada, un pais del que no había oído hablar antes de subir a bordo.

Desembarcó hacia las diez de la mañana un día de noviembre, en medio de una torrencial lluvia tropical. Gracias a The Caribbean Traveller pudo saber que Granada era conocida como la Spice Island, la isla de las especias, y que era uno de los productores de nuez moscada más importantes del mundo. Contaba con ciento veinte mil habitantes, pero unos doscientos mil granadinos más residían en Estados Unidos, Canadá o Inglaterra, lo cual daba una idea de las posibilidades de trabajo que había en casa. El paisaje era montañoso, dispuesto en torno a un volcán apagado: el Grand Etang.

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