Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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Niedermann se inclinó, le quitó la pistola eléctrica y la examinó intrigado. Luego, le dio una bofetada con toda la mano. Fue como si la hubiese golpeado con un mazo. Ella se derrumbó sobre el suelo, ante el sofá. Levantó la vista y sus ojos se toparon con los de Niedermann. La observaba lleno de curiosidad, como si se preguntara qué sería lo próximo que haría Lisbeth. Como un gato que se prepara para jugar con su presa.

En ese momento, ella intuyó un movimiento en una puerta del fondo de la estancia. Volvió la cabeza.

Lentamente, él avanzó hacia la luz.

Se ayudaba de un bastón; Lisbeth vio la prótesis que le asomaba por la pernera.

Su mano izquierda era un muñón atrofiado al que le faltaban un par de dedos.

Alzó la mirada y contempló su cara. La mitad izquierda era un patchwork de cicatrices dejadas por las quemaduras. No tenía cejas y su oreja no era más que un resto de cartílago. Estaba calvo. Lo recordaba como un hombre atlético y viril, de pelo moreno rizado. Medía un metro sesenta y cinco y estaba demacrado.

– Hola, papá -dijo Lisbeth con un tono inexpresivo.

Alexander Zalachenko observó a su hija con la misma expresión ausente.

Ronald Niedermann encendió la luz del techo. Cacheó a Lisbeth y comprobó que no llevaba más armas. Después, le puso el seguro a la P-83 Wanad y le extrajo el cargador. Zalachenko pasó ante Lisbeth arrastrando los pies, se sentó en un sillón y levantó un mando a distancia.

La mirada de Lisbeth se centró en la pantalla del televisor que quedaba tras él. Zalachenko pulsó un botón y, al instante, reconoció en la imagen verdosa la zona situada tras el establo y el trozo del camino que accedía a la casa. Una cámara de rayos infrarrojos. Sabían que venía.

– Había empezado a creer que no te ibas a atrever a salir -dijo Zalachenko-. Te llevamos vigilando desde las cuatro. Has activado casi todas las alarmas de alrededor de la casa.

– Detectores de movimiento -constató Lisbeth.

– Dos en el camino de acceso y cuatro al otro lado del prado. Instalaste tu punto de observación justo en el sitio donde habíamos puesto la alarma. Las mejores vistas de la granja se tienen desde allí. Por lo general, los que se suelen acercar son alces o ciervos (a veces, alguna persona buscando bayas), pero no es muy frecuente que alguien aparezca moviéndose con sigilo y un arma en la mano.

Guardó silencio durante un momento.

– ¿Realmente creías que Zalachenko iba a estar completamente desprotegido en una pequeña casa en el campo?

Lisbeth se masajeó el cuello e hizo amago de levantarse.

– Quédate en el suelo -dijo Zalachenko con severidad.

Nieder mann dejó de examinar el arma y contempló a Lisbeth tranquilamente. Arqueó una ceja y le mostró una sonrisa. A ella le vino a la mente el rostro desfigurado de Paolo Roberto que había visto por televisión y decidió que sería mejor idea permanecer en el suelo. Suspiró y apoyó la espalda contra el sofá.

Zalachenko estiró la mano derecha, la que le quedaba sana. Niedermann se sacó un arma de la cinturilla del pantalón, retrajo la corredera alimentando la recámara y se la pasó. Lisbeth advirtió que se trataba de una Sig Sauer, la pistola estándar de la policía. Zalachenko asintió con la cabeza. Sin mediar palabra, Niedermann dio media vuelta de pronto y se puso una cazadora. Salió de la habitación y Lisbeth oyó cómo se abrió y cerró la puerta de la entrada.

– Es sólo para que no se te ocurra hacer ninguna tontería. En el mismo instante en que intentes levantarte, te dispararé a bocajarro.

Lisbeth se relajó. Le daría tiempo a meterle dos balas, tal vez tres, antes de que ella pudiera alcanzarlo, y lo más seguro es que empleara una munición que le haría desangrarse en un par de minutos.

– ¡Joder, qué pinta tienes! -comentó Zalachenko, señalando el aro de la ceja de Lisbeth-. Pareces una puta.

Lisbeth le clavó la mirada.

– Aunque has sacado mis ojos -dijo él.

– ¿Te duele? -le preguntó ella, señalando la prótesis con un movimiento de cabeza.

Zalachenko la contempló un largo rato.

– No. Ya no.

Lisbeth asintió con la cabeza.

– Tienes muchas ganas de matarme -dijo él.

Ella no le contestó. De repente, él se rió.

– Me he acordado mucho de ti durante todos estos años. Prácticamente cada vez que me miraba al espejo.

– Deberías haber dejado en paz a mi madre.

Zalachenko se rió.

– Tu madre era una puta.

Los ojos de Lisbeth brillaron negros como el azabache.

– No era una puta. Trabajaba de cajera en un supermercado para intentar llegar a fin de mes.

Zalachenko se volvió a reír.

– Móntate las películas que quieras. Yo sé que era una puta. Le faltó tiempo para quedarse preñada e intentar que me casara con ella. Como si yo me casara con putas.

Lisbeth no dijo nada. Miró la punta de la pistola con la esperanza de que él desviara la atención un instante.

– La bomba incendiaria fue una idea muy astuta. Te odié. Pero luego no le di más importancia. No merecía la pena malgastar energías contigo. Si hubieses dejado las cosas como estaban, yo no habría movido un dedo.

– Y una mierda. Bjurman te contrató para matarme.

– Eso no tiene nada que ver. Se trataba de un simple acuerdo comercial, él necesitaba una película que tú tenías y yo llevo un pequeño negocio.

– Y pensaste que yo te daría la película.

– Sí, hija mía. Estoy convencido de que sí. No tienes ni idea de lo colaboradora que se vuelve la gente cuando Ronald Niedermann le pide algo. Sobre todo, cuando arranca la motosierra y te corta un pie. Además, en mi caso, eso sería una justa recompensa. Pie por pie.

Lisbeth pensó en Miriam Wu en manos de Ronald Niedermann en aquel almacén de las afueras de Nykvarn. Zalachenko malinterpretó su gesto.

– No tienes de qué preocuparte. No tenemos planeado descuartizarte.

Se quedó mirándola.

– ¿De verdad te violó Bjurman?

Lisbeth no respondió.

– Joder, qué mal gusto tenía ese tipo. He leído en el periódico que eres una asquerosa bollera. No me sorprende. Comprendo que ningún chico quiera hacer nada contigo.

Lisbeth seguía sin contestar.

– A lo mejor debería pedirle a Niedermann que te diera un repaso. Creo que te vendría bien.

Se quedó pensativo.

– Aunque Niedermann no mantiene relaciones sexuales con chicas. No, no es que sea maricón; es sólo que no le va el sexo.

– Entonces, tendrás que darme tú el repaso -díjo Lisbeth de manera provocadora.

«Acércate. Comete un error.»

– No, en absoluto. Sería perverso.

Permanecieron callados un instante.

– ¿Qué estamos esperando? -preguntó Lisbeth.

– Mi compañero volverá en seguida. Sólo va a mover tu coche y a encargarse de otra pequeña gestión. ¿Dónde está tu hermana?

Lisbeth se encogió de hombros.

– Contéstame.

– No lo sé y, sinceramente, me importa una mierda.

Zalachenko se volvió a reír.

– ¿Amor fraterno? Camilla siempre fue la que tuvo algo en la cabeza mientras que tú sólo eras una basura que no valía para nada.

Lisbeth no replicó.

– Pero tengo que reconocer que me resulta de lo más satisfactorio volver a verte de cerca.

– Zalachenko -dijo Lisbeth-, eres tremendamente pesado. ¿Fue Niedermann quién mató a Bjurman?

– Por supuesto. Ronald Niedermann es el soldado perfecto. No sólo obedece órdenes, sino que también toma la iniciativa cuando es necesario.

– ¿De qué agujero lo has sacado?

Zalachenko contempló a su hija con una expresión extraña. Abrió la boca como si fuera a decir algo; luego, dudó y permaneció callado. Miró hacia la puerta por el rabillo del ojo y, de repente, mostró una sonrisa.

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