Stieg Larsson - La Chica Que Soñaba Con Una Cerilla Y Un Bidón De Gasolina

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Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y no contestar a las llamadas ni a los mensajes de Mikael, que no entiende por qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Lisbeth se cura las heridas de amor en soledad, aunque intente distraer el desencanto mediante el estudio de las matemáticas y con ciertos placeres en una playa del Caribe.
¿Y Mikael? El gran héroe vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la revista saneadas y el reconocimiento profesional por parte de los colegas. Ahora tiene entre manos un reportaje apasionante sobre el tráfico y la prostitución de mujeres procedentes del Este que le ha propuesto Dag Svensson, periodista de investigación, y su mujer, la criminóloga e investigadora de género Mia Bergman.
Las vidas de los dos protagonistas parecen haberse separado por completo, pero entretanto… una muchacha, atada a una cama, soporta un día tras otro las horribles visitas de un ser despreciable y, sin decir palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma de provocar el fuego que acabe con todo.

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Alexander Zalachenko había trabajado para la Säpo.

No se trataba de una investigación. Se trataba de un silenciamiento. Zalachenko era más importante que Agneta Salander. No podía ser identificado ni denunciado. Zalachenko no existía.

El problema no era Zalachenko. El problema era Lisbeth Salander, esa cría loca que amenazaba con hacer saltar por los aires uno de los secretos más importantes del reino.

Un secreto del que jamás había tenido conocimiento. Reflexionó. Zalachenko había conocido a su madre muy poco después de llegar a Suecia. Se había presentado con su verdadero nombre; todavía no le habían asignado uno falso ni la nacionalidad sueca. Eso explicaba por qué Lisbeth nunca lo había encontrado en ningún registro oficial durante todos esos años. Conocía su verdadero nombre, pero el Estado sueco le había proporcionado uno nuevo.

Comprendió el planteamiento. Si Zalachenko hubiera sido procesado por malos tratos graves, el abogado de Agneta Salander se habría puesto a hurgar en su pasado. «¿Dónde trabaja usted, señor Zalachenko? ¿Cuál es su verdadero nombre?»

Si los servicios sociales se hubieran ocupado de Lisbeth Salander, alguien podría haber empezado a indagar. Era demasiado joven para ser procesada, pero si el atentado de la bomba de gasolina hubiese sido investigado al detalle, habría pasado lo mismo. Se imaginaba los posibles titulares de los periódicos. La investigación, por tanto, tuvo que ser llevada a cabo por una persona de confianza. Y luego ser clasificada y enterrada para que nadie la encontrara. Por consiguiente, a Lisbeth Salander también había que enterrarla para que nadie la encontrara.

«Gunnar Björck.»

«Sankt Stefan.»

«Peter Teleborian.»

La conclusión la enfureció.

«Querido Estado: si alguna vez encuentro a alguien con quien tratar el tema, vamos a tener una seria conversación.»

De paso, se preguntó qué le parecería al ministro de Asuntos Sociales que alguien arrojara un cóctel molotov en la mismísima puerta del ministerio. Aunque, a falta de responsables, Peter Teleborian era una buena alternativa. Tomó nota mental de que, una vez que hubiese arreglado todo lo demás, debía ocuparse a fondo de él.

Pero la historia no acababa de quedarle del todo clara. De repente, después de todos estos años, Zalachenko volvía a aparecer. Y corría el riesgo de ser denunciado por Dag Svensson. «Dos tiros. Dag Svensson y Mia Bergman.» Un arma con sus huellas dactilares…

Naturalmente, Zalachenko -o quien quiera que fuera que llevaba a cabo las ejecuciones- no podía saber que ella había encontrado el arma en la mesa de trabajo de Bjurman y que la había tenido en la mano. Había sido una casualidad, pero, desde un principio, ella no tuvo ninguna duda de que tenía que existir una conexión entre Bjurman y Zala.

Aun así, la historia seguía sin cuadrarle. Reflexionó y revisó, una tras otra, las piezas del puzle.

Sólo había una respuesta posible.

Bjurman.

Fue él quien realizó la investigación personal sobre ella. Descubrió la conexión que existía entre Lisbeth y Zalachenko. Y, luego, contactó con éste.

Lisbeth tenía en su poder una película que mostraba cómo era violada por Bjurman. Era la espada que pendía sobre su cabeza. Él debió de imaginar que Zalachenko sería capaz de forzar a Lisbeth a revelar dónde se encontraba el Cd.

Se bajó del alféizar de un salto, abrió el cajón de su mesa y lo sacó. Lo había marcado con un rotulador, «Bjurman». Ni siquiera tenía una carcasa. Desde que lo reprodujo en casa de Bjurman, hacía ya dos años, no lo había vuelto a ver. Lo sostuvo en la mano y lo guardó de nuevo en el cajón.

Bjurman era un idiota. Si se hubiera dedicado tan sólo a sus cosas, si hubiera conseguido revocar su declaración de incapacidad, ella lo habría dejado marchar. Pero Zalachenko nunca le habría dejado en paz. Bjurman se habría convertido, para siempre, en su perrito faldero. Habría sido un castigo muy apropiado.

La red de contactos de Zalachenko. Sus tentáculos se extendían hasta Svavelsjö MC.

«El gigante rubio.»

Él era la clave.

Tenía que encontrarlo y obligarle a revelar dónde se hallaba Zalachenko.

Encendió otro cigarrillo y contempló la ciudadela de Skeppsholmen. Desplazó la mirada hasta la montaña rusa de Gröna Lund. De repente, se sorprendió a sí misma hablando en voz alta. Imitaba una voz que oyó un día en una película de la tele.

– Daaadyyyy, I am coming to get yoouu.

Si alguien la hubiera oído, habría dicho que estaba majareta. A las siete y media encendió la televisión para ver las últimas noticias de la caza de Lisbeth Salander. Tuvo el shock de su vida.

Bublanski consiguió localizar a Hans Faste en el móvil poco después de las ocho de la noche. No intercambiaron precisamente frases de cortesía a través de la red telefónica. Bublanski no le preguntó dónde se encontraba, pero sí le informó fríamente del desarrollo de los acontecimientos del día.

Faste estaba alterado.

Había tenido más que suficiente con el circo que se organizó en jefatura e hizo algo que nunca antes había hecho estando de servicio; salió a la calle. De pura rabia. Al cabo de un rato, apagó su móvil, fue a un pub de la estación central y se tomó dos cervezas mientras ardía de ira.

Luego se fue a casa, se duchó y se durmió.

Necesitaba dormir.

Se despertó a la hora de «Rapport»; los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando vio los titulares del informativo. Un cementerio en Nykvarn. Lisbeth Salander le pega un tiro al líder de Svavelsjö MC. Batida policial por la zona sur de la ciudad. El cerco se estrechaba.

Encendió el móvil.

El cabrón de Bublanski lo llamó casi en seguida para comunicarle que, ahora oficialmente, buscaban un culpable alternativo y que debía tomar el relevo de Jerker Holmberg en la investigación forense del lugar del crimen de Nykvarn. Así que mientras la caza de Salander llegaba a su fin, Faste debería dedicarse a buscar colillas en el bosque. Otros le seguirían el rastro a Salander.

¿Qué diablos pintaba Svavelsjö MC en todo eso?

¿Y si había algo en el razonamiento de esa maldita bollera de Modig?

No podía ser.

Tenía que ser Salander.

Él quería ser el policía que la detuviera. Ansiaba tanto arrestarla que casi le dolieron las manos cuando apretó el móvil.

Holger Palmgren contemplaba, tranquilo, a Mikael Blomkvist mientras éste deambulaba de un lado a otro en la pequeña habitación de la residencia. Eran cerca de las siete y media de la tarde, y llevaban casi una hora hablando sin parar. Al final, Palmgren golpeó la mesa para llamar la atención de Mikael.

– Siéntese antes de que gaste los zapatos -le ordenó.

Mikael se sentó.

– ¡Cuántos secretos! -dijo-. Hasta que no me has contado el pasado de Zalachenko, la historia no me cuadraba del todo. Hasta ahora no había visto más que evaluaciones que determinaban que Lisbeth estaba trastornada psíquicamente.

– Peter Teleborian.

– Debe de tener algún tipo de acuerdo con Björck. Seguro que trabajaban juntos.

Mikael asintió con la cabeza, pensativo. Pasara lo que pasase, Peter Teleborian sería objeto de una investigación periodística.

– Lisbeth me dijo que me mantuviera alejado de él. Que era malvado.

Holger Palmgren le clavó una mirada incisiva.

– ¿Cuándo le dijo eso?

Mikael se calló. Luego sonrió y miró a Palmgren.

– Más secretos. ¡Joder! He estado en contacto con ella mientras ha estado desaparecida. A través de mi ordenador. Han sido comunicados breves y misteriosos por su parte, aunque siempre me ha guiado por el buen camino.

Holger Palmgren suspiró.

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