Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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No fue una espera demasiado larga.

Un minuto después de que yo me hubiera sentado se abrió una puerta y entró un hombre joven.

– ¿El doctor Delaware? Me puse en pie.

– Tim Kruger -nos estrechamos las manos.

Era bajo, en la segunda parte de los veinte y tenía la constitución física de un luchador, todo él duro y anguloso, y dotado con esa cantidad extra de músculos en los lugares estratégicos. Tenía un rostro que estaba bien formado, aunque demasiado impasible, como el de un muñeco de plástico al que no le hubieran dejado suficiente tiempo en el horno. Una barbilla fuerte, orejas pequeñas, una nariz recta y prominente con una forma que presagiaba convertirse en bulbosa a mediana edad, el bronceado de alguien que pasa mucho tiempo al aire libre, ojos marrón amarillentos bajo espesas cejas, una frente baja casi totalmente oculta por una enorme mata de cabello color arena. Vestía pantalones color trigo, una camisa de manga corta azul claro y una corbata azul y marrón. Colgando de la parte superior de la camisa llevaba una placa que indicaba T. Kruger, M.A., MFCC, Director de Admisiones.

– Estaba esperando a alguien un poco mayor, doctor. Me dijo usted que estaba jubilado.

– Y lo estoy. Creo que uno debe retirarse pronto, cuando aún puede disfrutar del retiro.

Se echó a reír con ganas.

– Tiene mucha razón en eso. Espero que no haya tenido problemas para encontrarnos.

– No. Su explicación fue excelente.

– Estupendo. Podemos empezar la visita, si usted lo desea. El Reverendo Gus está por alguna parte. Hacia las cuatro volverá para verle a usted.

Me aguantó la puerta abierta.

Cruzamos el aparcamiento y tomamos un sendero de grava.

– La Casa -comenzó a explicarme-, está situada en una extensión de algo más de diez hectáreas. Si nos paramos aquí, podremos tener una buena vista de toda la distribución.

Nos hallábamos en la cima de una elevación, sobre unos edificios, un campo de juego, caminos que se extendían y una cortina de montañas al fondo.

– De esas diez sólo tres están siendo empleadas, el resto es espacio abierto, lo que creemos que es muy bueno para los chavales, muchos de los cuales vienen de las partes más atestadas de la ciudad -podía divisar las formas de los niños, que caminaban en grupos, jugaban con pelotas, o estaban sentados solos en la yerba-. Hacia el norte -señaló una extensión de campos abiertos -, está lo que llamamos la Pradera. Por ahora es casi toda alfalfa y hierbajos, pero hay planes de iniciar una huerta allí, este verano. Al sur está el Bosquecillo -indicó los árboles que yo había visto desde la oficina-. Es un terreno de arboleda protegida, perfecto para excursiones por la naturaleza. Hay una abundancia sorprendente de vida salvaje por allí. Yo soy del Noroeste y, antes de llegar aquí, creía que la única vida salvaje que uno podía encontrar en Los Ángeles estaba en Sunset Strip. Sonreí.

– Esos edificios de allí son los dormitorios.

Se giró y señaló un grupo de diez grandes barracones prefabricados, del tipo Quonset de los militares. Como el edificio de la administración, alguien había caído sobre ellos con una brocha despreocupada, y las paredes de metal ondulado habían sido festoneadas con trazos multicolores, lo que había dado un resultado extrañamente optimista.

Se volvió de nuevo y dejé que mi mirada siguiese su brazo.

– Ésa es nuestra piscina, de tamaño olímpico. Una donación de Majestic Oil -la piscina brillaba verde, un agujero en la tierra repleto de gelatina. Un nadador solitario cortaba el agua, marcando un camino de espuma-. Y allá están la enfermería y la escuela.

Me fijé en un grupo de edificios color ceniza al extremo más alejado del campus, allá donde el perímetro del núcleo central se encontraba con el borde del Bosquecillo. No dijo lo que eran.

– Vamos a dar una ojeada a los dormitorios.

Le seguí colina abajo, contemplando el idílico panorama. El terreno estaba bien cuidado, el lugar estaba vibrante de actividad y, al parecer, ésta estaba bien organizada.

Kruger caminaba con largos y musculosos pasos, la barbilla al viento, escupiendo datos y hechos, describiendo la filosofía de la institución como una que combinaba «la estructura y la tranquilidad de la rutina con un medio ambiente creativo que anima a que se produzca un saludable desarrollo». Era absolutamente positivo, acerca de La Casa, su trabajo, el Reverendo Gus y los chicos. La única excepción era su grave lamento de las dificultades de coordinar el «cuidado óptimo» con el mantenimiento de los asuntos financieros de la institución muy al día. Sin embargo, incluso esto fue seguido con una afirmación de comprensión profunda de las realidades económicas de los ochenta y algunos cánticos laudatorios del sistema de la libre empresa.

Estaba bien enterado.

El interior del barracón Quonset de color rosa brillante era de un frío y desnudo blanco sobre un suelo de tablones de madera. El dormitorio estaba vacío y nuestros pasos producían ecos. Había un aroma metálico en el aire. Las camas de los niños eran literas dobles de hierro colocadas, como en los cuarteles, perpendicularmente a las paredes, y acompañadas por armarios bajos y estantes atornillados a las paredes metálicas. Había un intento de decoración: algunos de los niños habían colgado imágenes de superhéroes de los cómics, atletas, personajes de la serie televisiva infantil Calle Sésamo… pero la ausencia de toda fotografía familiar o cualquier otra evidencia de una conexión reciente, humana, resultaba muy impactante.

Conté que había lugar para que durmieran cincuenta niños.

– ¿Cómo mantienen organizados a tantos chicos?

– Es un reto – admitió -, pero hemos tenidos bastante éxito. Usamos consejeros voluntarios de la Universidad de California, de Northridge y otras universidades. Ellos consiguen una acreditación preliminar de trabajo psiquiátrico y nosotros ayuda gratuita. Nos gustaría tener un equipo profesional, pagado y a tiempo completo, pero eso es imposible financieramente hablando. Ahora tenemos un equipo de dos consejeros por dormitorio y los entrenamos para que usen la modificación del comportamiento… espero que usted no esté opuesto a eso.

– No, si se usa de un modo adecuado.

– Oh, desde luego. No podría estar más de acuerdo con usted. Minimizamos los adversivos fuertes, usamos una economía de vales y montones de refuerzos positivos. Esto requiere una supervisión… y ahí es donde entro yo.

– Parece tener usted la situación muy por la mano.

– Lo intento -me hizo una sonrisita de esas de «vamos, ya»-. Querría haberme doctorado, pero no tenía el dinero.

– ¿Dónde estudió?

– En la Universidad de Oregón. Conseguí graduarme allí en consejería. Y antes lo hice en psiquiatría en Jedson.

– Pensaba que todos los que iban a Jedson eran ricos… – la pequeña universidad de las afueras de Seattle tenía la reputación de ser un refugio para los cachorros de los ricos.

– Eso es bastante cierto -hizo una mueca -. Ese lugar parece un club de campo. Yo entré con una beca de atletismo. Carreras en pista y béisbol. En mi primer año me rompí un ligamento y, de repente, me convertí en persona non grata.

Sus ojos se oscurecieron momentáneamente, hirviendo con el recuerdo de una injusticia casi enterrada en el olvido.

– De todos modos, me gusta lo que estoy haciendo: hay que tomar muchas decisiones y tengo grandes responsabilidades.

Hubo un ruido apagado en el extremo más alejado de la sala. Ambos nos giramos hacia el mismo y vimos movimientos, bajo las mantas de una de las literas inferiores.

– ¿Eres tú, Rodney?

Kruger caminó hacia la litera y dio unas palmadas a una prominencia que se agitaba. Un chico se sentó, manteniendo las mantas hasta su barbilla. Era regordete, negro y parecía de unos doce años, pero era imposible calcular su edad exacta, porque su rostro mostraba los claros estigmas del síndrome de Down: cráneo alargado, facciones aplanadas, ojos muy hundidos y muy juntos, barbilla huidiza, orejas colgadas muy bajas y lengua prominente. Y la expresión de asombro tan típica de los retrasados.

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