Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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– Excelente. ¿Alrededor de las tres?

– A la tres.

– ¿Sabe exactamente dónde estamos?

– No exactamente. ¿En Malibú?

– En Malibú Canyon -me dio la dirección exacta y luego añadió-: Ya que está aquí podrá llenar nuestros cuestionarios de selección. En un caso como el suyo, doctor, será una formalidad, pero tenemos que cumplir con las reglas. Aunque no creo que los tests psicológicos sean muy válidos para preseleccionar a un psicólogo ¿no es así?

– No creo. Nosotros los escribimos y podemos hacerles decir lo que queramos.

Se rió, tratando de parecer un buen colega.

– ¿Alguna otra pregunta?

– Creo que no.

– Excelente. Le veré a las tres.

Malibú es tanto una imagen como un lugar. La imagen es transmitida a las salas de estar de los Estados Unidos por la televisión, es salpicada en las pantallas cinematográficas, grabada en los surcos de los elepés y blasonada en las portadas de las novelas baratas. La imagen tiene que ver con extensiones ilimitadas de arena; cuerpos desnudos, bronceados y aceitados; balón-volea en la playa; cabellos blanqueados por el sol; hacer el amor bajo una manta, con la cadencia del coito acorde con la subida y bajada de las olas; casitas de un millón de dólares que se tambalean sobre pilastras hundidas en una tierra que no es tan firme sino que, en realidad, baila el hula-hula cuando llueve; coches deportivos, algas y cocaína.

Todo lo cual es válido, pero limitado.

Hay otro Malibú, un Malibú que incluye los cañones y los senderos de tierra que se esfuerzan en cruzar la cordillera de Santa Mónica. Este Malibú no tiene océano. La poca agua que posee se encuentra en forma de arroyos que gotean a través de gargantas sombreadas y desaparecen cuando sube la temperatura. Hay algunas casas en este Malibú, y manadas de coyotes que acechan por la noche, haciéndose con gallinas, una zarigüeya, un sapo gordo. Hay bosquecillos de abundante sombra, en los que las ranas de los árboles crían con tanta abundancia que uno llega a pisarlas creyendo que está poniendo el pie en suave tierra gris. Hasta que ésta se mueve. Hay montones de serpientes: reyes, de liga y de cascabel, en este Malibú. Y aislados ranchos en los que la gente vive bajo la ilusión de que nunca ha llegado la segunda parte del siglo veinte. Caminos de herradura, marcados por humeantes montones de estiércol de caballo. Cabras. Tarántulas.

También hay muchos rumores rodeando a este segundo Malibú, el que no tiene playa. De asesinatos rituales, llevados a cabo por cultos satánicos. De cadáveres que nunca serán… que nunca podrán ser hallados. De gente perdida mientras iba de excursión y de los que nunca más se ha vuelto a saber. Historias de horror, quizá tan falsas como las que contaba la abuela junto al fuego.

Giré en la autopista Pacific Coast, subiendo por la Rambla Pacífica y atravesé la frontera de un Malibú al otro. El Seville subió con facilidad la inclinada pendiente. Tenía puesto a D jango Reinhardt en el cassette y la música del Gitano estaba en sincronía con el vacío que se desplegaba ante mi parabrisas: la tira serpentina de la autopista, asaltada un momento por el implacable sol del Pacífico y al siguiente sombreada por el eucaliptus gigante. Una torrentera deshidratada a un lado, una caída vertical en el espacio al otro. Un camino que urgía al cansado viajero a seguir, que ofrecía promesas que jamás podría cumplir.

Yo había dormido intranquilo la noche anterior, pensando en Robin y en mí mismo, viendo las caras de los niños: Melody Quinn, los innumerables pacientes que había tratado a lo largo de los años, los restos de un chico llamado Nemeth, que había muerto a unos kilómetros en este mismo camino. Me pregunté qué sería lo último que habría visto, qué impulso había cruzado una sinapsis crucial en el ultimísimo de los momentos, justo antes de que un gigantesco monstruo-máquina cayese rugiendo sobre él desde la nada… ¿Y qué sería lo que le habría llevado a caminar aquella solitaria extensión de la ruta en medio de la noche?

Ahora la fatiga, amamantada por la monotonía del trayecto, estaba trazando un camino, lento pero inexorable, a lo largo de mi espina dorsal, de modo que tenía que luchar por mantenerme alerta. Puse la música más fuerte y abrí todas las ventanillas del coche. El aire olía a limpio, pero estaba sazonado con el aroma de algo que se quemaba… ¿un puente lejano?

Tan ocupado estaba en la lucha por mantener la claridad de mi conciencia, que casi me perdí el cartel que el condado había levantado, anunciando la salida para La Casa de los Niños a tres kilómetros.

La desviación en sí era fácil saltársela, al estar a sólo unos cientos de metros tras una curva aguda en la carretera. El camino era estrecho, apenas si lo bastante amplio para que pasasen dos vehículos en direcciones opuestas, y muy sombreado por árboles. Subía casi un kilómetro en una incesante cuesta, lo bastante inclinada como para descorazonar a cualquier caminante, como no fuera el más decidido. Claramente, aquel lugar no había sido pensado para atraer a los visitantes a pie. Era perfecto para un campo de trabajo, una granja penal, un centro de reclusión, o cualquier otro tipo de actividad que se quisiera mantener alejada de los ojos curiosos de los extraños.

El camino de acceso terminaba en una barrera formada por una verja de alambre entrelazado de cuatro metros de alto. Unas letras de metro veinte deletreaban La Casa de los Niños, en aluminio pulimentado. A la derecha se alzaba un cartel, pintado a mano, con dos enormes manos que sostenían a cuatro niños: blanco, negro, marrón y amarillo. Una garita de guardia se hallaba a unos tres metros del otro lado de la verja. El hombre uniformado que había dentro me miró y luego habló a través de un interfono pegado a la verja.

– ¿Puedo ayudarle? -la voz surgía acerada y mecánica, como una expresión humana hecha puré de bytes, dada a comer a un ordenador y regurgitada.

– Soy el doctor Delaware. Tengo una cita a las tres con el señor Kruger.

La puerta se deslizó, abriéndose.

Al Seville le permitieron un breve rodar, antes de que fuera detenido por una barrera mecánica pintada a barras naranja y blancas.

– Buenas tardes, doctor.

El guardia era joven, con bigote, solemne. Su uniforme era gris oscuro, conjuntando con sus ojos. La repentina mirada no me engañó. Me estaba escudriñando.

– Se reunirá usted con Tim en el edificio de la administración. Siga recto por ese camino y luego tuerza a la izquierda. Puede aparcar en el parking para visitantes.

– Gracias.

– De nada, doctor.

Apretó un botón y el brazo a rayas se alzó en saludo.

El edificio de la administración tenía el aspecto de haber servido para el mismo propósito en los días del internamiento de los japoneses. Tenía las formas chatas y airadas de la arquitectura militar, pero no cabía duda de que la pintura: un mural representando un cielo azul claro lleno con nubes de algodón en rama, era una creación contemporánea.

La oficina de la recepción estaba forrada con una imitación barata de madera ocupada por una señora, el tipo perfecto de la abuela, vestida con un guardapolvo de algodón incoloro.

Me presenté y recibí a cambio una sonrisa de la abuela.

– Tim vendrá en seguida a por usted. Por favor, siéntese y póngase cómodo.

Había poco de interés que mirar. Parecía que el papel de las paredes hubiera sido tomado en préstamo de un motel. Había una ventana pero sólo permitía la visión del aparcamiento. A la distancia se veía una espesa extensión de bosque: eucaliptus, cipreses y cedros… pero desde donde yo estaba sentado sólo resultaban visibles las partes inferiores de los árboles, una extensión ininterrumpida de gris-marrón. Traté de ocuparme con un ejemplar, de dos años de antigüedad, de la California Highways.

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