Jonathan Kellerman - La Rama Rota

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Hay algo espectral en este caso. El suicidio de un violador de niños, una red oculta de pervertidos, todos ellos gente de clase alta, y una aterrada niña que podría atar cabos sueltos… si el psicólogo infantil Alex Delaware logra hacerle recordar los horrores de que ha sido testigo. Pero cuando lo hace, la policía parece falta de interés. Obsesionado por un caso que pone en peligro tanto su carrera como su vida, Alex queda atrapado en una telaraña de maldad, acercándose más y más a un antiguo secreto que hace que incluso el asesinato parezca un asunto limpio.

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Me respondieron con un griterío hilarante.

El día estaba convirtiéndose en uno de esos que te destrozan los pulmones, con los sucios dedos de la polución tendiéndose sobre las montañas para ahogar el cielo. El océano estaba oscurecido por un sudario sulfuroso de basura flotando en el aire. Mi pecho me dolía en armonía con la rigidez de mis junturas y, hacia las diez, ya estuve a punto para dejarlo correr.

• Planeé mi visita a la escuela en la que enseñaba Raquel Ochoa para que coincidiese con la hora de comer, esperando encontrarla libre. Eso me dejó el bastante tiempo para un largo baño caliente, una ducha fría y un desayuno, cuidadosamente ensamblado, de huevos con champiñones, tostadas de pan integral, tomates a la plancha y café.

Me vestí informalmente con unos pantalones marrón oscuro, una chaqueta deportiva de pana color tostado, camisa a cuadros y corbata marrón de punto. Antes de marcharme marqué un número que ahora ya me resultaba familiar. Bonita Quinn me contestó:

– ¿Si?

– Señora Quinn, soy el doctor Delaware. Sólo la llamo para saber cómo está Melody.

– Está muy bien – su tono hubiera congelado una jarra de cerveza -. Muy bien.

Antes de que yo pudiera decir más colgó.

La escuela estaba en una parte de la ciudad habitada por clase media, pero podría haber estado en cualquier lugar. Tenía la vieja y familiar distribución de las ciudadelas de la enseñanza por toda la ciudad: edificios color carne, dispuestos en el clásico estilo penintenciario, rodeados por un desierto de asfalto negro y controlados por una verja de tela metálica de tres metros de altura. Alguien había tratado de alegrarlo a base de pintar un mural de niños jugando a lo largo de uno de los edificios, pero no bastaba para lograr tal propósito. Lo que sí ayudaba era la visión y la escucha de verdaderos niños jugando: corriendo, saltando, tropezando, persiguiéndose los unos a los otros, aullando como posesos, tirando pelotas, llorando con el fervor de los realmente acosados («¡Maestra, me ha pegado!»), sentados en corros, intentando alcanzar el cielo. Un pequeño grupo de maestros, de caras aburridas, los contemplaban desde los laterales.

Subí las escaleras delanteras y no tuve problema para hallar la oficina de dirección. El plano interno de las escuelas era tan predecible como su poco atractivo exterior.

Yo antes me preguntaba el motivo por el que todas las escuelas que yo conocía eran tan irremisiblemente feas, tan predeciblemente opresivas, luego había empezado a salir con una enfermera cuyo padre era uno de los principales arquitectos de la empresa que había estado construyendo escuelas durante los últimos cincuenta años. Sus sentimientos hacia él no acababan de ser definidos y hablaba mucho de él: un hombre melancólico y borrachín, que odiaba a su mujer y aún despreciaba más a sus hijos, y que contemplaba al mundo como una serie de tonalidades del desencanto, con escasas variaciones entre ellas. Todo un Frank Lloyd Wright.

La oficina apestaba a líquido de multicopista. Su única ocupante era una mujer negra de unos cuarenta años, muy adusta y encerrada en una fortaleza de madera ya muy maltratada. Le enseñé mi credencial, que no le interesó en lo más mínimo y le pregunté por Raquel Ochoa. El nombre tampoco pareció interesarle demasiado.

– Es una de las maestras de aquí. De cuarto curso – añadí.

– Es la hora de comer. Pruebe en el comedor de maestros.

El tal comedor resultó ser un lugar sin aireación, de siete metros por cinco, en el que habían sido apiñadas mesas y sillas plegables. Una docena de hombres y mujeres estaban acurrucados sobre sus comidas de bolsa y café, riendo, fumando, masticando. Cuando yo entré cesó toda actividad.

– Estoy buscando a la señorita Ochoa.

– No la encontrarás aquí, cariño -me dijo una mujer fortachona de cabellera rubio platino.

Varios de los maestros se rieron. Me dejaron allí en pie durante un rato y, al cabo, un tipo con cara joven y ojos viejos me dijo:

– En la habitación 304. Probablemente.

– Gracias.

Me marché. Estaba ya a mitad de pasillo cuando ellos comenzaron a hablar de nuevo.

La puerta de la 304 estaba entreabierta. Entré. Hileras de banquetas escolares desocupadas llenaban cada metro cuadrado de espacio, con la excepción de un estrecho trozo en la parte de delante, que había sido reservado para la mesa del profesor, un rectángulo con forma de caja, en metal, tras el que estaba sentada una mujer hundida en el trabajo. Si me había oído entrar no dio señales de ello, pues continuó leyendo, haciendo anotaciones, tachando errores. Una bolsa marrón sin abrir estaba colocada junto a su codo. La luz entraba en chorro a través de partículas de polvo que danzaban, suspendidas, en los haces de sol. Aquella suavidad tan a lo Vermeer estaba en claro conflicto con la severidad utilitaria de la sala: crudas paredes blancas, una pizarra peliculada por residuos de tizas, una sucia bandera americana.

– ¿Señorita Ochoa?

El rostro que se levantó parecía salido de un mural de Rivera. Una piel rojizo- marrón, estirada muy tirante sobre unos huesos claramente definidos pero delicadamente construidos, labios líquidos y unos fundentes ojos negros, enmarcados por gruesas cejas oscuras. Su cabello era largo y liso, partido en el centro y cayéndole espaldas abajo. Parte azteca, parte española, parte desconocida.

– ¿Si? -su voz era suave en volumen, pero el timbre era defensivamente duro. Algo de la hostilidad que había descrito Milo era inmediatamente aparente. Me pregunté si era una de aquellas personas que había convertido la vigilancia psicológica en todo un arte.

Fui hasta ella, me presenté y le mostré la identificación. Ella la inspeccionó.

– ¿Doctor en qué?

– En psicología.

Me miró con desdeño.

– Como la policía no ha logrado satisfacción, ¿ahora manda a los comecocos?

– No es tan simple.

– Evíteme los detalles -volvió los ojos a su papeleo.

– Sólo quiero hablar con usted unos minutos. Acerca de su amiga.

– Le dije a aquel detective grandote todo lo que sabía.

– Es sólo una comprobación.

– ¡Qué minuciosos! -tomó su lápiz rojo y comenzó a dar trazos airados sobre el papel. Lo sentí por los estudiantes cuyo trabajo estaba siendo objeto de su escrutinio en aquel momento en particular.

– Esto no es una investigación psicológica, si es eso lo que la preocupa. Es…

– No me preocupa nada. Ya le dije todo a él.

– Él no lo cree así.

Dio un golpe con el lápiz. La punta se rompió.

– ¿Me está llamando usted mentirosa, señor doctor? – su forma de hablar era correcta y articulada, pero aún tenía un deje latino.

Me alcé de hombros.

– Las etiquetas no son importantes. Sí lo es el averiguar tanto como sea posible de Elaine Gutiérrez.

– Elena -escupió ella-. Y no hay nada que contar. Deje que la policía haga su trabajo y que no sigan enviando científicos a husmear y molestar a la gente ocupada.

– ¿Demasiado ocupada como para ayudar a encontrar al asesino de su amiga?

La cabeza se irguió de una sacudida. Se echó hacia atrás, de un manotazo, un mechón de cabello rebelde.

– Por favor, vayase – dijo entre dientes -. Tengo trabajo que hacer.

– Sí, ya lo sé. Usted ni siquiera come con los otros maestros. Es en demasiado delicada y seria… en eso es lo que tuvo que convertirse para salir del barrio… y eso la coloca por encima de las normas de la cortesía habitual.

Se puso en pie, en todo su metro y medio de altura. Por un momento pensé que me iba a abofetear, porque echó la mano hacia atrás. Pero se contuvo y me miró.

Podía notar la oleada de ácido que venía en mi dirección, pero mantuve la mirada. Jaroslav hubiera estado muy orgulloso de mí.

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