Sue Grafton - J de Juicio

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Cuando encontraron el yate de Wendell Jaffe a la deriva, todo indicaba que se había tirado por la borda. No sólo lo confirmaba la nota que él había dejado, sino también su desastrosa situación financiera. Aun así, poco antes, había suscrito con la compañía para la que trabaja Kinsey Millhone un seguro de vida de quinientos mil dólares a nombre de Dana, su mujer, quien, sin embargo, al haber desaparecido el cadáver de su marido, tuvo que esperar cinco años hasta que fuera dado oficialmente por muerto. Pero quiso el azar que un día un agente de la compañía de seguros descubriera a Jaffe en la barra de un bar miserable de la costa mexicana, justo dos meses después de que Dana cobrara el seguro de su marido. Por supuesto, la compañía quiere deshacer en entuerto y contrata a Kinsey para investigar el caso. Pero cuanto más se adentra ella en el misterio que rodea al supuesto suicidio de Wendell Jaffe, más hondo excava también en su propio pasado…

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Brendan estaba sentado, con el tórax muy recto y los ojos clavados en la puerta, como si supiese que su madre iba a cogerlo en brazos. Era uno de esos críos maravillosos que se ven en los anuncios de las revistas: regordete, grandes ojos azules, dos dientes de leche asomándole en la encía inferior, hoyuelos en las mejillas. Llevaba unos pololos de franela azul con la parte de los pies reforzada con suelas de caucho y tenía los brazos abiertos para mantener el equilibrio. Movía las manos al azar como si fueran antenas en busca de señales del mundo exterior. En cuanto vio a Juliet, se deshizo en sonrisas y se puso a agitar los brazos para decir que no cabía en sí de alegría. De la cara de Juliet desapareció la expresión malhumorada y saludó al pequeño en algún idioma maternal generado en secreto. De la boca infantil surgieron exclamaciones de coqueteo y burbujas de saliva. Cuando lo cogió la madre, enterró la cara en el hombro de ésta y encogió las piernas mientras se retorcía de placer. Fue el único momento que conoce la historia del mundo en que quise tener un pequeñajo así.

Juliet estaba radiante.

– ¿Verdad que es una monada?

– Es guapísimo -dije.

– Michael ni siquiera quiere cogerlo ahora -comentó-. A esta edad son muy posesivos y de pronto me quiere sólo para él. Te lo juro, le sucede desde hace apenas una semana. Antes lo cogía su padre y ni rechistaba. Ahora tendrías que ver la cara que pone si quiero dejárselo a otra persona. Se deshace en llantos y la barbilla le tiembla. Y cómo llora, Dios mío. Da tanta lástima que le rompería el corazón a cualquiera. Ed tontito quiede a du mamá . -Brendan adelantó una mano gordezuela e introdujo varios dedos en la boca de su madre. Ésta fingió morderle, lo que despertó una contenida carcajada gutural en la garganta del niño. Juliet arrugó la nariz y cambió de cara-. ¡No, no! ¿Otra vez ha ensuciado los pañales? -Introdujo el índice en el elástico de la parte trasera del pañal y miró el interior-. ¿Máicaaal?

– ¿Qué?

Juliet entró en el otro dormitorio.

– ¿Querrías hacer lo que te digo, aunque sólo sea una vez? El niño se ha ensuciado encima y ya no quedan pañales. Te lo he dicho dos veces.

Michael se levantó obedientemente sin apartar la mirada de la pantalla del televisor. Llegó otra tanda de anuncios y la mutación pareció romper el hechizo.

– Que sea esta noche por lo menos, ¿no? -dijo Juliet, poniéndose al niño en la cadera.

Michael fue a coger el anorak, que estaba en el suelo, con un montón de ropa.

– Enseguida vuelvo -dijo, a nadie en concreto. Mientras se ponía el anorak me di cuenta de que era la ocasión ideal para hablar con él.

– ¿Te acompaño? -dije.

– Por mí, de acuerdo -dijo mirando a Juliet-. ¿Quieres algo más?

La interpelada negó con la cabeza mientras se quedaba mirando un tropel de bichos de dibujos animados que acababa con la grasa de un plato sucio. Habría apostado cualquier cosa a que aún no le había cogido el truco a lo de fregar los cacharros.

Ya en la calle, Michael echó a andar con rapidez, la cabeza gacha y las manos en los bolsillos del anorak. Seguramente era treinta centímetros más alto que yo y caminaba como si fuera a caerse, con los miembros desincronizados. La inminente tormenta había oscurecido el cielo y una brisa tropical arrastraba las hojas por los sumideros que estaban junto al bordillo de las aceras. La prensa había dicho que el frente se debilitaba y que seguramente tendríamos poco más que una llovizna. El aire se notaba ya caprichoso, turbulento y húmedo, y el cielo era de un azul carbonífero cuando habría tenido que ser claro. Michael alzó la cara y la lluvia en ciernes pareció abofetearle las mejillas. Tuve que corretear para no quedarme rezagada.

– ¿Te importaría ir un poco más despacio?

– Perdona -dijo y redujo la velocidad un tercio.

El Stop 'N' Go estaba al final de la calle, a unas dos manzanas de distancia. Veía las luces al fondo, aunque la calle estaba a oscuras. Cada tres o cuatro casas había un porche con las luces encendidas. Eran bombillas de escasa potencia que iluminaban el sendero de entrada o algún arbusto de adorno. Los olores de las cenas que estaban siendo preparadas flotaban en al aire frío del anochecer: patatas cocidas, ternera en salsa, pollo asado, carne de cerdo agridulce. Yo había cenado ya, pero aun así tenía hambre.

– Supongo que sabes ya que tu padre puede estar en los alrededores de Santa Teresa -dije a Michael para no pensar en la comida.

– Eso dice mi madre.

– ¿Qué harás si se pone en contacto contigo?

– Supongo que hablar con él. ¿Por qué? ¿Tendría que hacer otra cosa quizá?

– Todavía sigue en vigor una orden de busca y captura contra él -dije.

Lanzó un bufido.

– Genial. Delata a tu propio padre. No lo ves desde hace un montón de años y lo primero que debes hacer es avisar a la policía.

– Sí, parece una cerdada, ¿verdad?

– No parece una cerdada. Lo es.

– ¿Te acuerdas mucho de él?

Encogió un hombro.

– Yo tenía diecisiete años cuando desapareció. Recuerdo que mi madre lloró mucho y durante dos días tuvimos que quedarnos en casa, no fuimos ni a clase. No me gusta pensar en lo demás. Mira, antes me decía a mí mismo: «¿El viejo se ha suicidado? Pues que acarree con las consecuencias». Lo comprendes, ¿no? Pero años después tuve un hijo y el hecho hizo que mi actitud cambiara. No podía abandonar al pequeño, no podía hacerle una cosa así; ahora me pregunto por qué me lo hizo mi padre. Es un mierda. Sabes lo que quiero decir, ¿no? Yo y Brian, los dos. Antes éramos gente legal, te lo juro.

– Parece que a Brian le afectó mucho.

– Sí, es cierto. Brian se ha comportado siempre como si no le importara, pero sé que le dolió en lo más vivo. Yo tuve que cargar con casi toda la responsabilidad.

– Tenía doce años, ¿verdad?

– Sí, yo estaba ya terminando el bachillerato, mientras que él acababa de ingresar en el instituto. Los chicos son egoístas a esa edad.

– Los chicos son egoístas a cualquier edad -dije-. Dice tu madre que Brian empezó a meterse en líos por entonces.

– Sí, creo que sí.

– ¿Sabes qué hacía exactamente?

– No sé, tonterías… faltar a clase, garabatear en las paredes con spray, pelearse, pero todo era fruto de su confusión. No lo hacía con ningún objetivo. No digo que estuviera bien, pero todo el mundo lo exageraba. Ahora lo tratan como si fuera un criminal, cuando sólo es un crío. Muchos chicos de su edad se meten en líos, ¿es verdad o no? Hacía gamberradas y lo cogieron. Ésa es la única diferencia. Yo hacía lo mismo cuando tenía su edad y nadie me llamaba delincuente juvenil. Y no me vengas con el cuento ese del «grito de socorro».

– Yo no he dicho nada. Me limito a escucharte.

– Bueno, la verdad es que lo siento por él. Una vez que te catalogan como mala persona, ya puedes dedicarte a ello profesionalmente. Es más divertido que ser honrado.

– No creo que Brian se divierta donde está.

– No conozco los detalles del asunto. A Brian lo convenció un sujeto que no sé cómo se llamaba, Guevara o algo así. Mala persona donde las haya. Coincidieron en el mismo pabellón una temporada; Brian decía que no hacía más que pincharle para crearle problemas con los funcionarios. Fue este individuo quien le convenció de lo de la fuga.

– Me han dicho que murió ayer.

– Bien merecido se lo tenía.

– Has hablado con Brian últimamente, ¿no? Tu madre fue a hacerle una visita y yo he hecho lo mismo.

– Sólo por teléfono, así que no pudo contarme gran cosa. Sobre todo decía que no me creyera nada mientras no me lo dijera él personalmente. Está quemadísimo.

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