Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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– Vamos, vamos, siéntate -dije, añadiendo mi invitación a la de William. Éste siguió en pie, esperando por lo visto a que Rosie se sentara primero, cosa que la aludida no hizo.

La verdad es que a Henry y a mí apenas nos prestaba atención. La coquetona mirada con que envolvía a William se volvió inquisitiva. Se concentró en la gráfica del electrocardiograma. Escondió las manos bajo el delantal.

– Taquicardia -interpretó-. El corazón palpita de repente con cien latidos por minuto. Es horrible.

William la miró con cara de sorpresa.

– Exacto. Es verdad -dijo-. Esta misma tarde he sufrido un episodio de esas características. He tenido que ir a un centro de urgencias para que me viese un médico. Ha sido él quien ha tomado la muestra.

– Los médicos no pueden hacer nada -dijo Rosie con satisfacción-. Yo padezco lo mismo. Ciertas píldoras quizá. Por lo demás, no hay esperanza. -Apoyó las cautelosas posaderas en el borde de la silla-. Siéntese.

William tomó asiento.

– Es mucho peor que la fibrilación -dijo.

– Es mucho peor que la fibrilación y las palpitaciones juntas -dijo Rosie-. Permítame. -Cogió el electrocardiograma. Dejó resbalar las gafas por la nariz y se echó atrás para ver mejor el papel-. Fijaos. Es increíble.

William volvió a escrutar el papel como si de pronto hubiera adquirido un significado diferente.

– ¿Es grave?

– Terrible. No tanto como lo mío, pero es muy grave. ¿Y las ondulaciones y los picos? -Cabeceó y frunció la boca. Apartó el papel con brusquedad-. Le invito a un jerez.

– No, imposible, de ningún modo. No puedo ingerir bebidas alcohólicas.

– Es jerez húngaro. No hay nada igual. En cuanto noto que se acercan los síntomas, me tomo una copita y, ¡bum!, desaparecen. Así de fácil. Y se acabaron las ondulaciones y los picos.

– El médico no me ha dicho nada sobre el jerez -dijo con inquietud.

– ¿Quiere que le diga por qué? ¿Cuánto le ha pagado por la visita? Mucho, supongo. Sesenta, ochenta dólares. ¿Cree que su médico desea que se acaben las visitas? ¿Que no le gusta el color de su dinero? Pero si hace lo que le digo, será un hombre nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Pruebe. Si no se siente mejor, no abone la consumición. Le invito al primero. La casa paga. Totalmente gratis.

Parecía indeciso y titubeante hasta que Rosie lo fulminó con la mirada. William le enseñó el pulgar y el índice separados por un centímetro.

– Está bien, tomaré un poquito.

– Yo misma se lo serviré -dijo Rosie mientras se levantaba de la silla.

Levanté la mano.

– ¿Podrías traerme un vaso de vino blanco? Invita Henry.

– Y una ronda de esfigmomanometría para todos los que están aquí -dijo Henry.

Rosie pasó por alto el conato de chiste y se alejó hacia la barra. Yo no me atrevía a mirar a Henry porque sabía que no podría evitar una sonrisa irónica. Rosie había conseguido que William comiera en la palma de su mano. Henry se había burlado de él y yo me había comportado con toda educación, pero Rosie le había tratado con el máximo respeto. Aunque yo ignoraba por completo las intenciones de ésta, William parecía totalmente indefenso ante el asedio.

– El médico no me ha dicho nada sobre el alcohol -repitió con terquedad.

– No creo que le haga daño -intervine, aunque sólo para que el juego no decayera. Quizá Rosie quería emborracharle, debilitar sus defensas para decirle la verdad a bocajarro: que para su edad tenía una salud de hierro.

– No quisiera hacer nada que perturbase el tratamiento a largo plazo que sigo puntualmente -dijo.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Henry-. Tómate una copa y calla. -Pisé el pie de Henry por debajo de la mesa. Le cambió la expresión-. Bueno, mira, eso me recuerda que el abuelo Pitts tomaba una copita de vez en cuando. Te acuerdas, ¿verdad, William? Todavía le veo en el porche, sentado en la mecedora, y tomándose un vaso de Black Jack.

– Sí, pero el abuelo está muerto -dijo William.

– ¡Claro que está muerto! ¡Tenía ciento un años cuando se murió!

William frunció el ceño.

– No hace falta que me grites.

– Es que eres el colmo. Los patriarcas de la Biblia no vivieron tanto como el abuelo. Estaba sano y fuerte, una salud a prueba de bomba. Todos los miembros de nuestra familia…

– Henryyyyyyy, has perdiiiidooo -canturreé.

Calló con brusquedad. Rosie volvió a la mesa con una bandeja en la mano. Traía un vaso de vino blanco para mí, una cerveza para Henry, dos vasitos para servir licores de categoría y una botellita llena de adornos que contenía un líquido ambarino. William se puso otra vez en pie, como un caballero. Apartó una silla para que se sentara Rosie. Ésta dejó la bandeja en la mesa y dirigió al hombre una sonrisa de mosquita muerta.

– Es usted un caballero -dijo abanicándole con las pestañas-. Un caballero muy amable. -Me alargó el vino, le pasó la cerveza a Henry y tomó asiento a continuación-. Permítame -dijo a William.

– Sólo un poco, por favor -dijo éste.

– Deje que yo decida la cantidad -dijo Rosie-. Voy a enseñarle cómo se bebe. Fíjese. -Escanció el jerez y llenó el vaso hasta el borde. Se lo llevó a los labios, echó atrás la cabeza y vació el vaso. Se limpió las comisuras de la boca con el nudillo del índice-. Ahora usted -dijo. Llenó el otro vaso y se lo tendió a William.

Éste no acababa de decidirse.

– Haga lo que le digo -dijo Rosie.

William la obedeció. En cuanto el licor le llegó a la garganta, se estremeció con un espasmo asombrosamente involuntario que le comenzó en los hombros y le recorrió la columna a velocidad vertiginosa.

– ¡Dioses del Olimpo!

– Efectivamente, dioses del Olimpo -dijo Rosie. Le observó con malicia y chasqueó la lengua con intención lujuriosa. Sirvió otra ronda de jerez y vació su vaso como los vaqueros de las películas de John Wayne. William, que ya había cogido el tranquillo, la imitó. En las mejillas se le habían formado sendos círculos carmesí. Henry y yo les contemplábamos mudos de asombro.

– ¡Así se hace! -Rosie golpeó la mesa con la mano y recuperó la actitud de costumbre. Se levantó y volvió a poner en la bandeja la botella de jerez y los dos vasos-. Mañana. A las dos. Es como una medicina. Muy puntual. Voy a traerle la cena. No discuta. Sé lo que necesita.

El corazón me dio un vuelco. La cena que iba a servirle consistiría en una peligrosa confabulación de especias húngaras y grasas saturadas, pero no me atreví a salir corriendo.

William observó a Rosie mientras ésta se alejaba.

– Es curioso -dijo-. Creo que incluso me ha bajado la tensión.

17

Esa noche dormí mal, y el viernes por la mañana hice mi habitual sesión de footing sin mucho convencimiento. El entierro de Morley estaba previsto para las diez y me daba miedo asistir. Había aún muchas preguntas en el aire y me sentía como si fuese responsable de casi todas. Lonnie volvería de Santa María no bien terminara el otro juicio. Quedaban por entregar muchas citaciones que Morley había dejado pendientes, pero consideraba absurdo buscar a los ciudadanos en cuestión mientras no supiera con exactitud cómo estaban las cosas. Puede que Lonnie acabara por renunciar al juicio. Me duché y rebusqué en el cajón de la ropa interior para ver si encontraba unas medias que no estuvieran como si los gatos se me hubiesen subido por las piernas. El cajón era un bazar de camisetas viejas y calcetines desparejados. No iba a tener más remedio que planteármelo seriamente y ordenar la ropa algún día. Me puse el vestido multiuso, que para los entierros resulta ideal: es negro, de manga larga, y confeccionado con poliéster mezclado con unas fibras tan milagrosas que puede permanecer un año enterrado sin arrugarse. Me calcé unos zapatos bajos de color negro para poder moverme sin dar traspiés. Tengo amigas a quienes les encanta ponerse zapatos de tacón alto, artilugios que a mí me resultan incomprensibles. Si fueran tan fabulosos, seguro que los hombres los llevarían también. Opté por no desayunar y dirigirme temprano a la oficina.

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