Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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– Exacto.

– Bueno, no es inconcebible -dijo con parsimonia-. Cabe la posibilidad de que le administraran la sustancia poco a poco. Supongo que no se la tomaría por voluntad propia, porque estaba deprimido o harto de vivir, ¿no?

– No. Su mujer tiene cáncer, pero llevaban casados cuarenta años y Morley sabía que ella dependía de él. No la habría abandonado. Por lo que sé, se tenían mucho afecto. Si fue envenenamiento, tuvo que ingerir la sustancia sin darse cuenta.

– ¿Se ha formado alguna opinión acerca del producto químico responsable?

Negué con la cabeza.

– Soy profana en la materia. He charlado con su mujer hoy mismo y no ha podido proporcionarme pistas concretas. Nada evidente o identificable, por lo menos. Dice que tenía muy mal color de cara, pero lo cierto es que no le he preguntado a qué se refería.

– Si hubiera sido una sustancia corrosiva se habría sabido en el acto. -Dio un suspiro y cabeceó-. No sé qué decirle. No puedo pedirle a un toxicólogo que empiece a hacer análisis para buscar una sustancia desconocida. No tiene usted una base de la que partir y lo que pide es demasiado general. Piense la inabarcable cantidad de fármacos, pesticidas y productos industriales que hay en el mercado… incluso en las sustancias que se tienen normalmente en casa. Por lo que dice, si está usted en lo cierto, el problema se complica porque el hombre estaba hecho físicamente una ruina.

– ¿Acaso le conocía usted?

Se echó a reír.

– ¿A Morley? Desde luego. Un tipo estupendo donde los haya, pero seguía anclado en los años cincuenta, cuando todo el mundo creía que beberse una botella de whisky al día y fumarse tres paquetes de tabaco era sano, además de elegante. Una persona que, como Morley, padeciera del hígado o los riñones, acusaría mucho más los efectos de cualquier agente tóxico; porque no lo eliminaría como es debido y seguramente lo toleraría mucho menos que una persona sana. Hay sustancias, por ejemplo los ácidos y los álcalis, que se eliminan al instante. Supongo que la viuda no le detectaría ningún olor extraño en el aliento.

– No, y lo habría notado. Al principio, antes de comprender que era inútil, probaron a hacerle la respiración boca a boca.

– Lo cual descarta el cianuro, el paraldehído, el éter, el bisulfito y el sulfato nicotínico. No hay forma de disimularlos.

– ¿Y el arsénico?

– Sí, quizá. Por los síntomas que ha descrito usted, podría tratarse de arsénico. Lo que no encaja es que se sintiera mejor, ese detalle no me gusta. Lástima que no fuera al hospital. Habrían visto de qué se trataba.

– Supongo que, con la mujer enferma, no querría ser un engorro -dije-. Todo el mundo ha pasado la gripe. Seguramente creyó que era eso.

– Tal vez -dijo Burt-. Por otra parte, si se trata de un alimento y consideramos el conducto gastrointestinal como vía de acceso, tenemos entonces un margen de tiempo para que se produzcan tanto las transformaciones químicas como el proceso de eliminación. En términos generales, los componentes químicos que entran en un organismo vivo o bien se transforman en virtud del metabolismo, o bien se eliminan, lo que quiere decir que la cantidad de veneno detectable disminuye de modo paulatino. El aparato digestivo se pone en marcha; y lo que hace básicamente es destruir las pruebas. Si el veneno mata enseguida, casi siempre quedan rastros detectables durante la autopsia. Y si embalsaman al muerto, peor, porque en tal caso se introducen fluidos en el aparato circulatorio que dificultan la labor del toxicólogo.

– A pesar de todo, ¿podría detectarse la presencia de sustancias tóxicas?

– Es posible. Habría que analizar también alguna muestra de los fluidos empleados para embalsamar el cadáver a fin de cotejarla con los elementos y compuestos extraños que se encuentren en los órganos. Si de veras cree que ha sido un envenenamiento, lo más provechoso que puede hacer es traerme todos los productos que encuentre en la casa; busque productos alimenticios sospechosos en la basura; hágase con los frascos de pastillas, los raticidas, los atomizadores contra las cucarachas, los desinfectantes, los productos de limpieza, los insecticidas para el jardín y cosas por el estilo. Hablaré con el empresario de pompas fúnebres por si nos fuera de alguna utilidad. Estos sujetos son un prodigio de sagacidad cuando se les dice con exactitud qué es lo que se busca.

– ¿Lo hará entonces?

– Bueno, si la viuda firma los papeles, le echaremos un vistazo.

La emoción que sentí no estuvo del todo libre de temor. Si resultaba que me había equivocado, haría el ridículo más espantoso de mi vida.

– ¿Y esa sonrisa de satisfacción? -dijo.

– Es que no creí que me tomara en serio.

– Me pagan por tomarme en serio a la gente cuando corresponde. El temor de que una persona haya muerto envenenada aparece en muchas ocasiones porque surgen recelos entre los amigos y parientes. Traeremos a Morley y le daremos un vistazo.

– ¿Y el entierro?

– Bueno, pueden celebrar el sepelio. Lo traeremos aquí inmediatamente después y nos pondremos a trabajar. -Se detuvo para dirigirme una mirada de sondeo-. ¿Tiene ya algún sospechoso, en el caso de que se confirmaran sus temores?

– La verdad es que no dispongo de ninguna pista -dije-. Sigo sin saber quién mató a Isabelle Barney.

– Yo, en su lugar, no insistiría demasiado.

– ¿Por qué lo dice?

– Puede que Morley muriera por ser demasiado curioso.

16

Tener que volver a la casa de Morley parecía ya cosa de guasa, pero no tuve más remedio que hacerlo. Burt Walker me había dicho que le llevara todos los productos domésticos susceptibles de causar una intoxicación. Cuando llegué vi a Louise en la entrada, delante mismo del buzón. No manifestó sorpresa alguna al verme. Aguardó con paciencia a que estacionara el vehículo y bajase. Echamos a andar hacia la casa con camaradería, como si fuéramos viejas amigas.

– ¿Dónde está Dorothy? -pregunté.

– Descansando en su cuarto.

– ¿Se siente indispuesta?

Adoptó una actitud franca.

– Mi hermana es una mujer realista. Morley ha muerto. Si le han envenenado, quiere salir de dudas. Y, naturalmente, se siente indispuesta; lógico, ¿no?

– No me ha hecho ninguna gracia aumentar su aflicción, pero no había manera de ahorrarle el trago.

– Nadie puede soslayar lo inevitable. ¿A qué se debe su regreso?

Le resumí la conversación que había sostenido con el coroner.

– Se muestra más bien pesimista -añadí-, pero por lo menos ha accedido a analizar lo que encuentre. Voy a necesitar un recipiente grande para transportar el material.

– ¿Qué le parece una bolsa de basura? Usamos unas de tamaño reducido y con cierre elástico en la boca.

– Perfecto -dije.

La seguí a la cocina y fuimos cogiendo lo que nos pareció pertinente. El armarito que había debajo del fregadero estaba hasta los topes de productos tóxicos. Apabullaba pensar que el ama de casa corriente se pasa la vida con las piernas rodeadas de artículos mortíferos. Deseché algunos, por ejemplo el Drano, que sirve para disolver los pelos que se acumulan en el estómago de los animales; me parecía inconcebible que hubiera engullido una dosis letal de aquella sustancia sin darse cuenta.

Louise estaba atenta y me señalaba los productos que pasaba por alto. Metimos en la bolsa el detergente para quitar la grasa del horno, un atomizador de insecticida, un frasco de salfumán, otro de amoníaco, otro de alcohol desnaturalizado y una caja de bolas de naftalina. Me vino a la cabeza una imagen absurda en que Morley, con la cabeza hacia atrás, tragaba bolas de naftalina como si fueran peladillas. En el alféizar de la ventana de la cocina había medicamentos de Morley y los metimos en la bolsa.

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