Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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Hice un alto a eso de las seis. Las manos me olían a lejía. Además de desinfectar todo el cuarto de baño de arriba, había cambiado las sábanas, limpiado el polvo y pasado el aspirador por el dormitorio. Iba a emprenderla con los cajones del tocador cuando me di cuenta de que era ya hora de descansar un poco y tomar un bocado. Tal vez, incluso daría por terminada la faena. Me di una ducha rápida y me puse unos tejanos limpios y otro jersey de cuello alto. El brío que había puesto en la limpieza se me esfumó cuando me vi sola ante el peligro culinario. Cogí el bolso y una cazadora y me dirigí al bar de Rosie.

Hasta cierto punto me desanimó encontrarlo tan lleno como la noche anterior. En vez de jugadoras de bolos, había un equipo de béisbol, hombres uniformados con pantalón deportivo y camisa de manga corta, y que en la espalda ostentaban bordado el nombre de una compañía local de material eléctrico. Mucho humo, muchas jarras de cerveza en alto, y muchos estallidos de carcajadas violentas, de las que suele propiciar el alcohol. Era como uno de esos anuncios televisivos de cerveza, donde los clientes de los bares parecen disfrutar mucho más que en la realidad. La máquina de discos berreaba a tanto volumen que no había manera de identificar la canción. El televisor que había a un extremo de la barra estaba encendido y emitía fragmentos sincopados de no sé qué polvorienta e interminable carrera de coches. Pese a que nadie le prestaba la menor atención, lo habían dejado también a todo volumen para aportar su granito de arena al ruido y la furia dominantes.

Rosie contemplaba el paisaje con una sonrisa de complacencia. ¿Qué le había pasado? Que yo supiera, no soportaba el ruido. Jamás había alentado las camorras deportivas. Mi máxima preocupación hasta la fecha había sido que los yuppies descubrieran el local y lo transformaran en ilustre abrevadero de letrados y ejecutivos. Jamás se me había ocurrido que acabaría abriéndome paso entre adictos a la cebada.

Divisé a Henry y a su hermano William. El primero llevaba pantalón corto, una camiseta blanca y náuticas, y lucía unas piernas largas y bronceadas de aspecto fuerte y musculoso. William seguía con su traje, aunque se había despojado del chaleco. Mientras Henry estaba recostado en la silla con una cerveza ante sí, William estaba muy tieso y saboreaba un agua mineral con una corteza de limón. Saludé a Henry con la mano y me dirigí a mi reservado favorito, milagrosamente libre. Me detuve a mitad de trayecto. La mirada de Henry se había clavado en la mía con tal expresión de súplica que no tuve más remedio que cambiar de rumbo y encaminarme a su mesa. William se levantó.

Henry me empujó una silla con el pie.

– ¿Quieres una jarra? Yo invito.

– Si le es igual, preferiría un vaso de vino blanco -dije.

– Claro, no hay problema. Que sea vino blanco.

Habría jurado que habían retrocedido en el tiempo, y eso que les había visto la víspera. Podía imaginármelos con ocho y diez años respectivamente. Henry, todo rodillas y codos, conduciéndose con la típica beligerancia del hermano menor resentido. Seguramente había pasado la juventud torturado por los altaneros modales de William. Tal vez la madre hubiera puesto a Henry en manos de William, obligándoles así a una proximidad forzada. A buen seguro, William tiranizó a Henry de pequeño e incluso quizá se metía con él, cuando no se chivaba de sus barrabasadas. Henry, a los ochenta y tres años, parecía a la vez inquieto y propenso a la rebeldía, incapaz de afirmar su personalidad como no fuera con apartes y payasadas.

Yo buscaba a Rosie con la mirada mientras William volvía a tomar asiento. Me volví al segundo y alcé la voz para que pudiera oírme por encima del griterío.

– ¿Qué tal su primer día en Santa Teresa?

– Yo diría que bien. He tenido palpitaciones… -repuso casi en un susurro.

Me llevé la mano a la oreja para darle a entender que le oía con dificultad. Henry se inclinó hacia mí.

– Hemos pasado la tarde en Urgencias -exclamó Henry a voz en cuello-. Nos hemos reído mucho. Para los que disfrutamos de los beneficios de la Seguridad Social, ha sido como estar en el circo.

– El corazón ha vuelto a darme la lata -dijo William-. El médico pidió que me hicieran un electrocardiograma. Ya no recuerdo qué palabra utilizó para calificar mi estado…

– Indigestión -aulló Henry-. Sólo tenías un eructo atravesado.

La broma de Henry no pareció desanimar a William.

– Mi hermano se pone muy nervioso al menor indicio de fragilidad humana.

– Teniéndote cerca desde que nací, no sé cómo no me he acostumbrado todavía -replicó Henry.

Yo seguía mirando a William.

– Pero, ¿está bien ya?

– Sí, muchas gracias -dijo.

– Pues mira cómo estoy yo -dijo Henry: se puso bizco, sacó la lengua por la comisura de la boca y se apretó el pecho con la mano crispada.

William ni siquiera esbozó una sonrisa.

– ¿No quiere echarle una ojeada?

No entendí qué quería enseñarme hasta que vi las rayas del electrocardiograma.

– ¿Le han dejado llevárselo? -pregunté.

– Sólo esta hoja. El resto lo guardo archivado. Allí donde voy siempre llevo mi historial médico; podría hacerme falta.

Los tres nos quedamos mirando la raya de tinta jalonada de picos a trechos regulares. Parecía una sección vertical del océano con cuatro aletas de tiburón avanzando directamente hacia nosotros.

William acercó la cabeza.

– El médico dice que le gustaría hacerme un chequeo a fondo.

– No me extraña -dije.

– Lástima que no dispongas ni de un solo día libre. -Henry me hizo una mueca-. Podíamos turnarnos para tomarle el pulso a William.

– Tú ríete, pero a todos nos llega el momento de tomar conciencia de que no somos más que carne perecedera -dijo William con dignidad.

– Ahora que lo dice, mañana tengo que vérmelas con la carne perecedera de otra persona -dije. Y dirigiéndome a Henry-: El entierro de Morley Shine.

– ¿Amigo tuyo?

– Otro detective que trabajaba en la ciudad -dije-. Era colega del tipo que me inició en el oficio; yo le conocía desde hacía muchos años.

– ¿Ha muerto en el cumplimiento de su deber? -preguntó William.

Negué con la cabeza.

– En el fondo, no. El domingo por la noche sufrió un ataque al corazón… -Lamenté haber abierto la boca en cuanto pronuncié la última palabra. Vi que William se llevaba la trémula mano al pecho.

– ¿Qué edad tenía? -preguntó.

– Oh, no estoy segura -dije mintiendo como una bellaca. Morley tenía veinte años menos que William-. Ostras, ahí viene Rosie. -Cuando es necesario, «jopeo» y «ostreo» como cualquier hija de vecina.

Rosie acababa de salir de la cocina y nos miraba desde el otro extremo del local. Se acercó con cara decidida. Al pasar junto a la barra, alargó la mano y quitó el sonido al televisor. Henry y yo cambiamos una mirada de inteligencia. Seguro que pensaba lo mismo que yo. Rosie iba a hacerse cargo de William y aquello no había quien lo cambiase. Empecé a sentir lástima por el pobre hombre. La máquina de discos se quedó muda de pronto y el nivel del ruido quedó a la altura del serrín. El silencio fue maná para mi espíritu.

William echó atrás la silla y se levantó con educación.

– Señorita Rosie. Es un placer. ¿Cómo podría convencerla de que se sentara con nosotros?

La miré a ella, le miré a él.

– ¿Se conocen?

– Rosie nos salió al encuentro cuando llegamos -dijo Henry.

La mirada de Rosie se posó en William y buscó el suelo con recato.

– No quisiera interrumpir ninguna conversación -dijo Rosie para que insistiéramos, como es habitual en ella. Y eso que trataba a todo el mundo a puñetazo limpio.

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