Sue Grafton - I de Inocente

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I de Inocente: краткое содержание, описание и аннотация

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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La cita con los Weidmann se había concertado para las tres y media, o sea que aún disponía de veinte minutos. En casi todas las investigaciones que realizo por encargo, el objetivo de la operación es levantar la caza: efractores, morosos, malversadores de fondos, artistas del timo, estafadores de las compañías de seguros. De vez en cuando me encargan que busque personas desaparecidas, pero el proceso es semejante y viene a ser como repasar un tejido de punto hasta que se encuentra un hilo suelto. Si se tira del hilo indicado, se deshará toda la prenda. El presente caso era diferente. Aquí se conocía al bribón. La cuestión no era saber quién, sino cómo echarle el guante. Morley Shine había hecho ya una investigación completa (aunque sin método) y había desembocado en un callejón sin salida. Ahora me tocaba a mí, pero, ¿acaso quedaba algo por hacer? Me puse a hacer rayas y dibujos en el cuaderno con la esperanza de que se me ocurriese algo. Los dibujos se parecían mucho a huevos de avestruz.

6

He comprobado que los ricos se dividen en dos clases: los que tienen dinero y los que tienen más. ¿Para qué conquistar una posición si no se está un poco por encima de los del mismo grupo? Que todos los ricos formen un grupo aparte no quiere decir que renuncien al deseo individual de que se les considere superiores. El círculo se vuelve así más selecto y los criterios más inalcanzables. La valoración de los inmuebles particulares puede servirnos de ejemplo. Las grandes mansiones, si bien se distinguen sin esfuerzo de las casas unifamiliares de ciudadanos de renta media, pueden clasificarse igualmente de acuerdo con dos o tres parámetros de fácil asimilación. Lo primero en que hay que fijarse es en el tamaño y la situación. Por cierto: cuanto más ancho sea el sendero del garaje, más puntos. Un guarda privado de seguridad o una traílla de perros adiestrados para el ataque siempre son más distinguidos, como es lógico, que los sistemas electrónicos de alarma, a menos que sean de película con efectos especiales. Por lo demás, conviene fijarse en detalles como los pabellones para los huéspedes, las verjas puntiagudas, las piscinas embaldosadas con espejos, los setos de perfil artístico y la iluminación exterior. Las sutilezas, naturalmente, variarán de una comunidad a otra, pero no convendría pasar por alto ninguna de las categorías enumeradas cuando se hace una estimación de la riqueza personal.

Los Weidmann vivían en Lower Road, una de las calles menos prestigiosas de Horton Ravine. A pesar del postín del barrio, la mitad de las viviendas era de lo más común. La suya carecía de distintivos: una sola planta de fachada pintada de verde, con un porche de barandillas de hierro y tejado plano de material rocoso. Pese a la extensión de la propiedad y el bonito paisaje que la enmarcaba, la proximidad de la calle le restaba interés. Como Peter Weidmann era arquitecto, había esperado algo exuberante, un pabellón de juegos o una piscina interior, detalles que habrían reflejado el amplio alcance de su ingenio proyectista. Aunque tal vez éste se resumiera en lo que tenía ante mí.

Dejé el coche en la zona asfaltada que había a un lado del edificio. Una vez en el porche, llamé al timbre y esperé. Pensé en la posibilidad de que me abriese una doncella, pero a quien vi fue a la señora Weidmann en persona. Debía de tener setenta y tantos años e iba elegantemente ataviada con un chándal de rayón negro y unos zapatos de paseo.

– ¿La señora Weidmann? Soy Kinsey Millhone -dije, tendiéndole la mano con educación.

El ademán pareció desconcertarla y se produjo un embarazoso momento de silencio e inmovilidad hasta que me imitó y nos estrechamos la mano. Hubo algo en su titubeo -repugnancia o gazmoñería- que me creó cierta reserva interior. Su pelo era un rígido casco de color rubio platino, dividido por una raya central de la que partían dos rizos tiesos y semejantes a los cuernos de un carnero. Mostraba bolsas debajo de los ojos y los párpados superiores habían comenzado a descolgársele hasta el punto de reducirle el iris a un simple destello azul. Tenía la piel de color melocotón, las mejillas teñidas de rosa subido. Parecía como si acabara de perder en un campeonato de halterofilia, pero una inspección más minuciosa me reveló que únicamente se trataba de que se había puesto una base y un maquillaje demasiado vivo para el tono de piel que tenía. Se me quedó mirando como si esperase la típica cantinela de la vendedora a domicilio.

– ¿De qué se trataba? Me temo que lo he olvidado.

– Trabajo para Lonnie Kingman, el abogado que asesora a Kenneth Voigt en la demanda que ha interpuesto contra David Barney…

– Ah, sí, sí, sí. Desde luego. Usted quería hablar con Peter acerca del asesinato. Terrible. Creo que dijo usted que había fallecido otra persona. El investigador aquél, ¿cómo se llamaba?… -Se golpeó la frente con los dedos como para estimularse la memoria.

– Morley Shine -dije.

– Sí, eso es. -Bajó la voz-. Un hombre espantoso. No me gustaba.

– ¿En serio? -dije, poniéndome de inmediato a la defensiva. Siempre había pensado que Morley era un buen investigador, además de un hombre simpático. La señora arrugó la nariz y las comisuras de la boca se le curvaron hacia arriba.

– Olía de un modo raro. Estoy convencida de que bebía. -Por debajo de la forzada sonrisa había una expresión de profundo desdén. La edad juega malas pasadas al rostro humano; todos los sentimientos que tratamos de ocultar afloran a la superficie, se crispan y acaban congelándose igual que en las máscaras-. Vino varias veces y siempre para hacer preguntas tontas. Espero que no haya venido usted por lo mismo.

– Me gustaría averiguar un par de cosas, pero no quisiera resultar molesta. ¿Puedo pasar?

– Desde luego. Y perdone por la grosería. Peter está en el jardín. Podemos hablar allí, si quiere. Iba a dar mi paseo diario cuando llamó usted, pero ya lo daré más tarde. ¿Hace usted ejercicio?

– Footing.

– El footing es peligroso. Las rodillas sufren demasiada tensión. Lo mejor es andar -dijo-. Mi médico es Julian Clifford… ¿lo conoce?

Negué con la cabeza.

– Es un eminente cirujano ortopédico. Además es vecino nuestro y un buen amigo. No sabe usted cuántas veces me ha repetido que la gente que insiste en hacer footing a toda costa se causa un perjuicio irreparable. Es absurdo.

– Desde luego -dije con voz apagada.

Siguió dándole vueltas al tema como si estuviera discutiendo con alguien, aunque yo no le replicaba. Tampoco tenía intención de modificar mis costumbres por una señora que pensaba que Morley olía mal.

No produjo el menor ruido con los pies al cruzar el vestíbulo de losas de mármol y me condujo por un pasillo que desembocaba en la parte posterior de la vivienda. Aunque el exterior era del puro estilo ranchero de los años cincuenta, el interior se había decorado con motivos orientales: alfombras persas, biombos de paneles de seda, espejos con adornos, un arcón con incrustaciones de madreperla… Y dos jarrones idénticos de cerámica, del tamaño de los paragüeros. Muchos artículos parecían haberse comprado por pares y por lo general flanqueaban objetos de aire caprichoso.

Cruzamos la cocina y salimos por la puerta trasera a un patio de cemento que abarcaba toda la parte posterior de la vivienda. Cuatro peldaños de escasa altura conducían a un camino de ladrillos que terminaba en un jardincito normal y corriente. Más allá había una arboleda salpicada de hongos agaricáceos que crecían en solitario o formando círculos. El aire era húmedo y olía a hojas mustias y a musgo. Algunos pájaros piaban en la copa de los árboles desconsolados ante la inminencia del frío invernal.

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