– No, supongo que tiene razón. Dígame, ¿el señor Haslett murió en Crimea?
– ¿El capitán Haslett? Sí, murió en Crimea. -Romola vaciló y volvió a apartar de él los ojos-. Señor Monk…
– Sí, diga, señora.
– Creo que hay personas… algunos hombres… que se hacen ideas muy peregrinas en relación con las viudas… -Era evidente que le molestaba hablar de lo que estaba a punto de decirle.
– Así es -dijo Monk, alentándola a hablar.
El viento soplaba con fuerza y le torció un poco el sombrero, aunque a ella no pareció importarle. Monk se preguntó si trataba quizá de encontrar la manera de decirle lo que ya había insinuado sir Basil y si lo diría con las palabras de sir Basil o con las suyas propias.
Pasaron dos niñas con sus vestiditos de volantes, caminando muy erguidas junto a su gobernanta, la mirada al frente como si no hubieran visto al soldado que venía en dirección contraria.
– No es imposible que a alguno de los criados le diera por pensar una de estas cosas absurdas… y que se propasara.
Casi se habían parado. Romola hurgaba en la tierra con la contera del paraguas.
– De haber ocurrido una cosa así… como Octavia lo habría rechazado de plano… a lo mejor esa persona se enfureció… perdió los estribos… -Seguía desviando la mirada, evitando los ojos de Monk.
– Pero ¿en plena noche? -dijo éste en tono dubitativo-. Habría tenido que ser muy osado para entrar en su habitación e intentar propasarse.
A Romola le ardían las mejillas.
– Pero alguien entró -afirmó la mujer con voz entrecortada, los ojos fijos en el suelo-. Sé que parece absurdo y, si Octavia no estuviera muerta, hasta a mí me daría risa.
– Tiene usted razón -dijo Monk aunque de mala gana-. Puede ser también que ella descubriera algún secreto que podía causar la ruina de algún criado de haberlo divulgado y que la mataran para impedir que lo revelara.
Romola levantó los ojos y lo miró.
– Sí… supongo que es… posible. Pero ¿qué secreto? ¿Se refiere usted a engaño… a inmoralidad? ¿Y cómo se habría enterado Octavia?
– No lo sé. ¿No tiene idea del sitio al que pudo ir aquella última tarde? -Monk echó de nuevo a andar y ella lo siguió.
– No, ni la más mínima idea. Aquella noche apenas habló con nadie, salvo una intervención en una discusión tonta, pero nada que pueda aportar ningún dato.
– ¿Sobre qué fue la discusión?
– Sobre nada en especial… arranques de mal genio -miró enfrente de ella-. Por supuesto sobre nada que tuviera que ver con el lugar al que había ido aquella tarde ni sobre nada que hiciera referencia a ningún secreto.
– Gracias, señora Moidore, ha sido usted muy amable -Monk se paró y también Romola, ya más tranquila al ver que el policía por fin la dejaba.
– Me gustaría mucho poder cooperar con usted, señor Monk -le dijo con el rostro de pronto triste y contrito. Por un momento la angustia cedió su sitio a una sensación de pesar y de miedo al futuro-. Si recuerdo algo…
– Sí, dígamelo a mí… o al señor Evan. Buenos días, señora.
– Buenos días. -Romola dio media vuelta y se alejó, pero no había caminado diez o quince metros cuando se volvió a mirar a Monk, no porque tuviera que decirle nada sino simplemente para observarlo y ver cómo abandonaba el camino y se dirigía de nuevo hacia Piccadilly.
Monk sabía que Cyprian Moidore estaba en su club, pero no quería pedir permiso para que lo dejasen entrar porque sabía que era muy probable que le vetasen la entrada, lo que no dejaba de ser una humillación. Se quedó, pues, esperando en la acera, contemplando las musarañas y cavilando en lo que diría a Cyprian cuando por fin saliera.
Hacía un cuarto de hora que Monk esperaba en la calle cuando pasaron dos hombres por su lado que caminaban Half Moon Street arriba. En la manera de andar de uno de ellos había algo que hizo vibrar una cuerda de su memoria con una sensación tan aguda que no pudo por menos de abordarlo, pero no había dado media docena de pasos cuando se percató de pronto de que no tenía ni idea de quién era, pese a que por un momento había experimentado una sensación íntimamente familiar, lo que hizo que en aquel instante sintiera esperanza y tristeza a la vez… y la terrible premonición de un renovado dolor.
Se quedó treinta minutos más expuesto al viento y a un sol intermitente, tratando de rememorar a quién pertenecía aquel rostro que había sido para él como el breve destello de un recuerdo: el rostro de un hombre de unos sesenta años como mínimo, bien parecido y de aire aristocrático. Sabía que su voz era discreta, muy comedida, un poco afectada incluso… y sabía también que aquel hombre había tenido una gran influencia en su vida y en la plasmación en realidad de sus ambiciones. Monk lo había imitado: su estilo de vestir, sus maneras y su forma de hablar, barriendo con ello su acento de Northumberland, tan poco distinguido.
Pero sólo lograba captar fragmentos, que desaparecían tan pronto como aparecían, una sensación de éxito desprovista de sabor, el dolor recurrente de una privación y de una responsabilidad frustrada.
Seguía indeciso en la calle cuando de pronto Cyprian Moidore bajó la escalinata del club y emprendió el camino calle abajo. No advirtió a Monk hasta que por poco choca con él.
– ¡Ah, Monk! -Se detuvo de pronto-. ¿Me buscaba a mí?
Monk volvió con sobresalto a la realidad.
– Sí, si no tiene inconveniente.
Cyprian parecía inquieto.
– ¿Se ha enterado de algo?
– No, simplemente quería hacerle unas cuantas preguntas acerca de su familia.
– ¡Oh! -Cyprian volvió a echar a andar, Monk se puso a su lado y, juntos, se encaminaron hacia el parque. Cyprian iba vestido al último grito de la moda y su única concesión al luto estaba representada por un abrigo oscuro sobre la chaquetilla de cuello vuelto hasta la cintura que llevaba encima del moderno chaleco corto; el sombrero de copa lo llevaba ligeramente ladeado,
– ¿No me podía esperar en casa? -le preguntó con el ceño fruncido.
– Acabo de hablar con la señora Moidore en Green Park.
Cyprian pareció sorprendido, incluso ligeramente desconcertado.
– Dudo que ella pueda decirle gran cosa. ¿Qué quiere saber exactamente?
Monk se veía obligado a forzar el paso para seguir a Cyprian.
– ¿Cuánto tiempo hace que su tía, la señora Sandeman, vive en casa de su padre?
Cyprian pareció vacilar un momento, al tiempo que una sombra cruzó su cara.
– Desde poco después de que muriera su marido -replicó bruscamente.
Monk alargó los pasos para no quedarse más atrás, mientras evitaba chocar con otras personas que iban a paso más tardo o que venían en dirección opuesta. -¿Se llevan bien ella y el padre de usted? -Monk sabía que no, todavía no había olvidado la cara que puso Fenella al salir del salón de Queen Anne Street.
Cyprian titubeó, pero de pronto se dio cuenta de que la mentira sería transparente; si no ahora, más tarde.
– No, tía Fenella se encontró en una situación muy precaria -dijo con el rostro tenso, haciendo patente que, no le gustaba ni pizca hablar de aquellas flaquezas-, y papá le ofreció su casa. Es una responsabilidad natural tratándose de una persona de la familia.
Monk trató de imaginarlo, el sentimiento personal de gratitud, la exigencia implícita de ciertas formas de obediencia. Le habría gustado saber qué afecto se escondía debajo de aquel sentido del deber, pero sabía que Cyprian se resistiría ante una pregunta franca.
Pasó un carruaje muy cerca del bordillo, que proyectó con las ruedas agua embarrada. Monk saltó al interior de la acera para preservar sus pantalones.
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