– Sí. ¡Pobre Septimus! Ya no volvió a enamorarse nunca más de ninguna mujer. En aquel entonces ya tenía bastante más de cuarenta años y era un comandante con una excelente hoja de servicios. -Calló, pasaron junto a un hombre y una mujer, conocidos suyos a juzgar por las corteses inclinaciones que se cruzaron. Cyprian se tocó ligeramente el sombrero y no continuó lo que estaba diciendo hasta que estuvieron fuera del alcance del oído de los viandantes-. Habría podido llegar a coronel si su familia se lo hubiera costeado… pero los nombramientos militares no van precisamente baratos en los tiempos que corren. Y cuanto más alto se pica… -Se encogió de hombros-. De todos modos, aquello fue el final. O sea que Septimus se vio convertido en un hombre de mediana edad, degradado y sin un céntimo. Como es natural, apeló a mi madre y se vino a vivir con nosotros. ¿Quién va a echárselo en cara si juega de cuando en cuando? No puede decirse que en su vida haya muchas satisfacciones.
– Pero su padre no lo aprobaría…
– No, no lo aprobaría -dijo Cyprian con el rostro lleno de súbita indignación-, sobre todo porque tío Septimus suele ganar.
– ¿Y usted suele perder? -se atrevió a conjeturar Monk.
– No siempre, y además nunca por encima de lo que puedo permitirme. Algunas veces gano.
– ¿Conocía este dato sobre ustedes dos la señora Haslett… o alguna otra persona de la familia?
– Yo nunca lo había hablado con ella… pero supongo que lo sabía o que lo imaginaba en el caso de tío Septimus. Cuando ganaba, solía hacerle regalos. -De repente volvió a ensombrecérsele el rostro-. A tío Septimus le gustaba mucho mi hermana. Octavia era una persona que se hacía querer, era muy… -Buscó inútilmente la palabra-. El hecho de que fuera una mujer que tenía flaquezas hacía fácil hablar con ella. Se sentía herida fácilmente, pero no por cosas que tuvieran relación con ella, sino con otras personas… Octavia no se ofendía nunca.
El dolor que reflejaba su rostro se hizo más profundo y en aquel momento pareció intensamente vulnerable. Tenía la vista al frente, el viento frío le daba en la cara.
– Octavia se reía con ganas cuando oía contar algo divertido. Nadie podía decirle quién debía gustarle y quién no, hacía siempre lo que se le antojaba. Cuando estaba contrariada lloraba, pero no estaba nunca malhumorada. Últimamente bebía un poco más de lo recomendable para una dama… -Torció la boca como si empleara conscientemente aquel eufemismo-. Y era sincera hasta un punto que rozaba la destrucción. -Enmudeció de pronto, los ojos prendidos en los rizos que el viento formaba en el agua del Serpentine. De no haber sido totalmente imposible que un caballero llorase en un lugar público, Monk pensó que Cyprian en aquel momento habría llorado. Prescindiendo de lo que Cyprian supiera o adivinase acerca de la muerte de Octavia, era un hecho que aquella desgracia lo había afectado profundamente.
Monk no quiso inmiscuirse.
Otra pareja pasó junto a ellos, el hombre vestido con el uniforme de los húsares, la mujer con una falda ribeteada y con muchos adornos.
Por fin Cyprian recuperó el aplomo.
– Habría tenido que ser algo abominable -prosiguió- y probablemente entrañar un peligro para alguien para que Octavia divulgara el secreto de otra persona, inspector -lo dijo con plena convicción-. Si un criado hubiera tenido un hijo ilegítimo o mantenido una relación pasional, Octavia habría sido la última en traicionarlo contándoselo a mi padre… ni a nadie. No la creía capaz siquiera de denunciar un robo, a no ser que se tratara de algo de un valor inmenso.
– Esto quiere decir que el secreto que descubrió aquella tarde no fue una cosa banal, sino una cosa muy fea -le replicó Monk.
El rostro de Cyprian se hizo inescrutable.
– Eso parece. Siento no poderle ser de mayor ayuda, pero no tengo ni idea de qué puede ser ni a quién puede afectar.
– Gracias a su sinceridad, el cuadro es ahora mucho más claro. Gracias, señor Moidore. -Monk hizo una ligera inclinación y, tras verse correspondido por Cyprian, se fue. Siguió a lo largo del Serpentine hasta Hyde Park Corner, aunque esta vez subió sin pérdida de tiempo por Constitution Hill en dirección a Buckingham Palace y a Saint James.
Era alrededor de media tarde cuando se encontró con sir Basil, que cruzaba House Guards Parade procedente de Whitehall. Pareció sobresaltado al ver a Monk.
– ¿Tiene alguna cosa de que informarme? -preguntó más bien abruptamente. Iba vestido con pantalones oscuros de ciudad y una levita con costura en el talle según los dictados de la última moda. Su sombrero de copa era de tipo alto y de lados rectos y lo llevaba elegantemente inclinado.
– Todavía no, señor -respondió Monk, preguntándose cómo podía esperar que pudiera decirle algo tan pronto-. Tengo que hacerle unas preguntas.
Basil frunció el ceño.
– ¿Y no puede esperar a hacérmelas en casa? Mire, inspector, no me gusta que me interroguen en plena calle.
Monk no le pidió disculpas.
– Necesito ciertas informaciones acerca de los criados que no puedo conseguir a través de su mayordomo.
– No tengo nada que decirle al respecto -dijo Basil en tono glacial-. El que se encarga de contratar a los criados es el mayordomo, él los entrevista y evalúa sus referencias. Si yo no lo juzgara competente para esta tarea, lo sustituiría al momento por otro.
– Naturalmente. -Le molestó el tono que empleaba con él y aquella mirada fría y penetrante de sus ojos, como si ya esperara de Monk la ignorancia que demostraba-. Pero en el caso de que tuviera que aplicar algún correctivo a alguno, ¿usted no se enteraría?
– Lo dudo, a menos que fuera por algo relacionado con algún miembro de la familia, que es lo que usted apunta, según presumo -replicó Basil-. En el caso de impertinencias o de morosidad, sería el propio Phillips quien se encargaría de resolver el caso y, si se tratase de sirvientas, la encargada sería el ama de llaves o la cocinera. La falta de honradez o la relajación moral comportarían el despido y en ese caso sería Phillips quien se encargaría de buscar un sustituto del infractor. Yo lo sabría. Pero a buen seguro no me ha seguido hasta Westminster para preguntarme cosas tan anodinas y que habría podido saber a través del mayordomo… o de otra persona de la casa.
– De las demás personas de la casa no puedo esperar el mismo grado de sinceridad, señor -le espetó Monk con acritud-, sobre todo si pensamos que una de ellas es la responsable de la muerte de la señora Haslett y que por tanto podría mostrarse parcial en el asunto.
Basil lo miró fijamente, mientras el viento le hacía ondear los faldones de la levita, que le batían con fuerza contra el cuerpo. Se quitó el sombrero para evitar la indignidad de que el viento se lo llevara volando.
– ¿Cree de verdad que podrían mentirle y que tendrían alguna posibilidad de salirse con la suya? -dijo con un ribete de sarcasmo.
Pero Monk hizo como si no hubiera oído la pregunta.
– ¿Existe alguna relación de tipo personal entre sus criados? -le preguntó en cambio-. Entre lacayos y camareras, para poner un ejemplo. O entre el mayordomo y alguna de las doncellas de las señoras… o entre el limpiabotas y alguna camarera de la cocina…
La incredulidad hizo más grandes los negros ojos de Basil.
– ¡Santo Dios! ¿Cómo quiere que yo tenga la más remota idea de estas cosas…? ¿Le parece que puedo tener algún interés por las veleidades románticas de mis criados, inspector? Tengo la impresión de que usted vive en un mundo absolutamente diferente del mío… o del mundo en que viven los hombres como yo.
Monk estaba que echaba chispas, pero no quería ceder ni un ápice.
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