Anne Perry - Luto riguroso

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Nunca se había visto envuelto en el escándalo el aristocrático clan de los Moidore, una de las mejores familias de Londres, a cuya mansión de Queen Anne Street acuden los más encumbrados personajes. Ahora, sin embargo, la bella hija de sir Basil ha aparecido apuñalada en su propia cama y la noticia corre de boca en boca por la ciudad. El inspector William Monk recibe la orden de encontrar al asesino sin demora, aunque evitando causarle mayores trastornos a una familia ya abrumada por la tragedia. Monk se halla aún bajo los efectos de la amnesia que le dejó como secuela un grave accidente, pero sus facultades continúan intactas y, con la ayuda de Hester Latterly, se aproxima paso a paso a un asombroso descubrimiento.

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– ¿Se refiere a todas las camareras en general? -dijo Monk tratando de puntualizar.

– Sí, las mayores…, en cualquier caso -Evan no parecía seguro-. Aunque tampoco veo por qué.

– ¿Y los hombres?

– El mayordomo no creo. -Evan sonrió con una ligera mueca-. El tipo es un palo seco, muy ceremonioso, muy militar. Si alguien ha despertado alguna pasión en su vida, creo que debió ser hace tanto tiempo que ya no conserva el más mínimo recuerdo. Y además, ¿cómo podría ser que un mayordomo tan respetable como éste matase a la hija de su señora en su dormitorio? ¿A santo de qué iba a meterse en su habitación a altas horas de la noche?

Monk no pudo reprimir una sonrisa.

– Veo que no es usted lector de prensa sensacionalista, Evan. Alguna vez tendría que prestar oído a lo que dicen los lenguaraces.

– ¡Bah, todo eso es basura! -dijo Evan con acento de sinceridad-. ¡Phillips no es de ésos!

– Los lacayos… los mozos de cuadra… el limpiabotas… -lo acució Monk-. ¿Y qué me dice de las mujeres de más edad del servicio?

Evan estaba medio apoyado medio sentado en el alféizar de la ventana.

– Los mozos de cuadra están en los establos y la puerta trasera de la casa se cierra con llave por la noche -replicó Evan-. Con el limpiabotas se podría probar, pero no tiene más que catorce años. No veo qué móvil podría tener. En cuanto a las criadas de más edad… supongo que es posible. Podría tratarse de celos o de algún desaire, pero tendría que ser muy violento para provocar un asesinato y a mí me parece que ninguna está tan loca como eso ni ha demostrado nunca inclinaciones violentas. Habría que estar loco de remate para caer en esos extremos y, en cualquier caso, las pasiones que oponen a los criados acostumbran a no salir de su ámbito. Están acostumbrados a soportar todo tipo de trato por parte de la familia -observó a Monk con gravedad no exenta de una cierta ironía-. Las ofensas se producen entre ellos. Hay una rígida jerarquía e incluso han llegado a derramar sangre por delimitar las competencias de cada uno.

Vio la expresión de Monk y se apresuró a añadir: -¡No, asesinato no! Algún pescozón y algún que otro puñetazo de cuando en cuando -explicó-. Lo que quiero decir es que las reacciones de los que viven en los bajos de la casa afectan sólo a los que viven en esos bajos.

– ¿Y si resulta que la señora Haslett sabía algo de ellos, por ejemplo un delito relacionado con un asunto de robo o inmoralidad? -apuntó Monk-. Para un sirviente habría significado perder un trabajo envidiable, y sin buenas referencias se hace difícil conseguir otro… y ya se sabe que cuando un criado no tiene dónde ir, lo único que le queda es un sudadero industrial en el que le exploten, o la calle.

– Es posible -admitió Evan-. También están los lacayos. Hay dos: Harold y Percival. Los dos parecen bastante normales, aunque yo creo que Percival es más inteligente y quizá también más ambicioso.

– ¿A qué aspira un lacayo, en todo caso? -preguntó Monk con socarronería.

– Supongo que a llegar a mayordomo -replicó Evan con una ligera sonrisa-. No me mire de esa manera, señor Monk. El cargo de mayordomo es apetecible, aparte de que requiere responsabilidad y es muy respetado. Los mayordomos se consideran muy superiores a los policías desde el punto de vista social. Viven en buenas casas, comen estupendamente y beben de lo mejorcito. He visto a algunos mayordomos que toman vinos que para ellos lo quisieran los amos…

– ¿Y los amos lo saben?

– Hay amos que tienen tan poco paladar que no distinguen un burdeos de un vino de cocina -dijo Evan encogiéndose de hombros-. Realmente, la de mayordomo es una posición que, aun siendo humilde, tiene atractivo para muchos.

Monk enarcó sarcásticamente las cejas.

– ¿Y hasta qué punto apuñalar a la hija del dueño puede ser un medio para acercarse a tan envidiable posición?

– No lo sería en absoluto… a menos que la hija del dueño supiera algo del sirviente que lo hiciera susceptible de despido sin referencias.

Era plausible y Monk lo sabía.

– Entonces mejor que vuelva a la casa y vea si se entera de algo más -le ordenó-. Yo volveré a hablar con la familia porque, por desgracia, sigue pareciéndome más probable que el culpable esté entre ellos. Quiero verlos a todos a solas, pero no delante de sir Basil. -Su rostro se endureció-. La última vez que los interrogué fue él quien llevó la batuta. Parecía que yo no contase para nada.

– En su casa es el amo -dijo Evan levantándose del alféizar de la ventana-, no entiendo por qué se sorprende.

– Por eso mismo quiero hablar con ellos, si es posible, fuera de Queen Anne Street -replicó Monk, algo tenso-. Yo diría que esto me llevará toda una semana.

Evan puso los ojos en blanco y, sin decir palabra, salió de la habitación. Monk oyó sus pasos escaleras abajo.

El asunto, efectivamente, ocupó a Monk durante gran parte de la semana. Al principio comenzó con éxito, ya que encontró casi inmediatamente a Romola Moidore paseando tranquilamente por Green Park. Romola había iniciado su paseo por la zona de hierba paralela a Constitution Row y entretanto iba contemplando los árboles a lo lejos, junto a Buckingham Palace. El lacayo Percival había informado a Monk de que la señora estaría paseando por aquella parte del parque, ya que había tomado el coche con Cyprian y éste tenía intención de comer en su club, próximo a Piccadilly.

Romola esperaba reunirse con una tal señora Ketteridge, pero Monk supo hacerse el encontradizo cuando todavía estaba sola. Iba enteramente vestida de negro, como correspondía a una persona cuya familia está de luto, pero aun así estaba elegantísima. Llevaba una falda muy ancha con volantes ribeteados de terciopelo y las mangas pérgola de su vestido estaban forradas de seda negra. Lucía además un bonete pequeño, inclinado hacia la nuca, e iba peinada al último grito de la moda, con el cabello recogido en un moño más bajo que las orejas.

Quedó sorprendida al ver a Monk, aunque no le gustó en absoluto. De todos modos, no tenía ningún sitio donde meterse para evitar el encuentro sin que él se apercibiera y quizá se le hubiera quedado grabado en la cabeza lo que les había dicho su suegro acerca de que todos tenían que colaborar con la policía. Monk no se lo había oído decir con estas mismas palabras, pero sí había sido testigo de su decisión.

– Buenos días, señor Monk -dijo Romola fríamente, parándose bruscamente y encarándose con él como si Monk fuera un perro callejero que se acercaba demasiado y del que había que guardarse, por lo que levantaba la punta del paraguas con flecos que llevaba agarrado en la mano, como a punto de darle una estocada.

– Buenos días, señora Moidore -le replicó él, haciéndole una cortés inclinación de cabeza.

– No sé nada que pueda serle de utilidad -incluso ahora intentaba eludir el asunto, como si bastase con la frase para ahuyentar a Monk-. No tengo ni la más remota idea de lo que pudo suceder. Continúo pensando que usted se equivoca… o que va mal encaminado…

– ¿Se llevaba bien con la señora Moidore? -le preguntó Monk con el tono natural propio de una conversación.

Romola intentó seguir hablando con él frente a frente, pero de pronto decidió echar a andar, al ver que ésta parecía ser también la intención de Monk. Le molestaba pasear con un policía como quien pasea con una persona de la misma categoría social, lo que se le notaba en la cara, pero también era cierto que nadie hubiera puesto reparos a Monk, ya que sus ropas estaban casi tan bien cortadas como las de ella y eran igual de modernas y, en cuanto a sus maneras, denotaban parecida desenvoltura.

– Claro que me llevaba bien con ella -respondió Romola con cierta exaltación-. Si supiera algo, ni por un momento encubriría a su atacante. Lo que pasa es que no sé nada.

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