Anne Perry - Luto riguroso

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Nunca se había visto envuelto en el escándalo el aristocrático clan de los Moidore, una de las mejores familias de Londres, a cuya mansión de Queen Anne Street acuden los más encumbrados personajes. Ahora, sin embargo, la bella hija de sir Basil ha aparecido apuñalada en su propia cama y la noticia corre de boca en boca por la ciudad. El inspector William Monk recibe la orden de encontrar al asesino sin demora, aunque evitando causarle mayores trastornos a una familia ya abrumada por la tragedia. Monk se halla aún bajo los efectos de la amnesia que le dejó como secuela un grave accidente, pero sus facultades continúan intactas y, con la ayuda de Hester Latterly, se aproxima paso a paso a un asombroso descubrimiento.

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Myles Kellard estaba inmóvil, las cejas bajas y mirándolo con sorpresa.

Cyprian parecía sumamente preocupado.

Basil miraba sin parpadear. Araminta tenía las manos apretadas con tal fuerza que le resaltaban los nudillos y estaba blanca como el papel.

– Supongo que esto debe de tener alguna justificación -dijo Romola con aire irritado-. Detesto los melodramas. Le ruego que se explique y se deje de comedias.

– ¡Oh, cállate, por favor! -le soltó Fenella-. Tú odias todo lo que no es cómodo y se aparta de la rutina doméstica. Si no vas a decir nada útil, mejor que te calles.

– Octavia Haslett murió en el estudio -dijo Rathbone con voz monocorde y cautelosa, que pese a todo dominaba cualquier otro ruido o murmullo de la habitación.

– ¡Santo Dios! -Fenella se mostraba incrédula pero divertida por la situación-. No irá a insinuar que Octavia tuvo una cita con el lacayo en la alfombra del estudio. Sería absurdo, y de lo más incómodo disponiendo, como era el caso, de una cama estupenda.

Beatrice se volvió en redondo y le pegó un bofetón tan fuerte a Fenella que la hizo tambalear primero y derrumbarse sobre una de las butacas en segundo lugar.

– Hacía años que quería hacerlo -exclamó Beatrice con profunda satisfacción-. Seguramente va a ser el único gusto que hoy voy a darme. ¡No, imbécil! No era ninguna cita. Octavia descubrió que Basil había destinado a Harry a ir en cabeza de la carga de Balaclava, donde tantos murieron, y se sintió derrotada, caída en la trampa, igual que nosotros ahora. Octavia se suicidó.

Se produjo un impresionante silencio hasta que Basil dio un paso adelante, el rostro ceniciento y temblorosas las manos. Todavía hizo un supremo esfuerzo.

– ¡No es verdad! El dolor te ha desquiciado. Ve a tu habitación y avisaré al médico. ¡Por el amor de Dios, señorita Latterly, no se quede aquí, haga algo!

– ¡Lo que ha dicho lady Moidore es verdad, sir Basil! -Lo miró, imperturbable; por vez primera lo miró no como una enfermera a su amo, sino de igual a igual-. Fui al Ministerio de Defensa y me enteré de lo que le había ocurrido a Harry Haslett, supe de sus intervenciones, y también que Octavia había estado allí la tarde del día de su muerte y se había enterado de lo mismo.

Cyprian miró a su padre, después a Evan y en tercer lugar a Rathbone.

– Entonces, ¿qué hacía el cuchillo y el salto de cama de Octavia en la habitación de Percival? -preguntó-. Papá tiene razón. Lo que pudiera haber sabido Octavia de Harry no tiene sentido alguno. Existían las pruebas. Encontraron el salto de cama de Octavia, manchado de sangre y envolviendo el cuchillo.

– Sí, el salto de cama de Octavia manchado de sangre -admitió Rathbone- y envolviendo un cuchillo de cocina… pero no manchado con la sangre de Octavia. Octavia se mató con un abrecartas en el estudio de su padre, alguien de la familia la encontró, la trasladó escaleras arriba y la dejó en su habitación para que pareciera que la habían asesinado. -La expresión de su rostro demostraba contrariedad y desprecio-. Sin duda quería ahorrar a la familia la vergüenza y el oprobio del suicidio, así como todo lo que pudiera comportar tanto desde el punto de vista social como político. Después limpiaron el abrecartas y volvieron a dejarlo en su sitio.

– Pero ¿y el cuchillo de cocina? -repitió Cyprian-. ¿Y el salto de cama? Eran suyos. Rose identificó la prenda. Y lo mismo Mary. Y lo que todavía es más importante: Minta la vio aquella noche en el rellano con el salto de cama puesto. Y después estaba manchado de sangre.

– Era muy fácil hacerse con el cuchillo de cocina -dijo Rathbone con aire paciente-. La sangre podía proceder de cualquier trozo de carne comprado para la mesa: una liebre, un ganso, un trozo de ternera o de cordero…

– ¿Y el salto de cama?

– Éste es el punto crucial de toda la cuestión. Lo enviaron de la lavandería, el día anterior, en perfectas condiciones, limpio y sin mancha ni desgarrón alguno…

– Es natural -admitió de mala gana Cyprian-, no iban a mandarlo de otro modo. ¿De qué demonios habla, hombre?

– La noche en que la señora Haslett murió -Rathbone hizo como si no hubiera oído la interrupción, mostrándose con ello más educado que Cyprian-, primero se retiró a su habitación y se cambió para pasar la noche. Pero resultó que el salto de cama estaba roto y es probable que nunca sepamos cómo ocurrió el hecho. Encontró a su hermana, la señora Kellard, en el rellano y le dio las buenas noches, como usted acaba de decir y como sabemos a través de la propia señora Kellard. -Echó una mirada a Araminta y vio que ella asentía tan levemente con la cabeza que sólo el reflejo de la luz en su espléndida cabellera dio cuenta del movimiento-. Después fue a darle las buenas noches a su madre. Pero lady Moidore se dio cuenta del desgarrón y se ofreció a remendarlo, ¿no es así, señora?

– Sí, así es. -La voz de Beatrice, que pretendía ser baja, se convirtió en ronco murmullo, que el dolor hacía más patético.

– Octavia se lo sacó y se lo dejó a su madre para que lo remendara -dijo en voz queda Rathbone, aunque articulaba cada una de las palabras que pronunciaba de forma tan diferenciada como piedras sueltas que fueran cayendo en el agua helada-. Se metió en la cama sin él… y no lo llevaba cuando fue al estudio de su padre en plena noche. Lady Moidore se lo cosió y lo devolvieron a la habitación de Octavia. De allí lo cogió alguien, sabiendo que Octavia lo llevaba puesto cuando se despidió al dar las buenas noches, aunque no que lo hubiera dejado en la habitación de su madre…

Uno tras otro, primero Beatrice, después Cyprian y a continuación los demás, se volvieron a Araminta.

Parecía que Araminta se hubiera quedado petrificada, su rostro era cadavérico.

– ¡Dios de los cielos! ¡Y dejaste que colgaran a Percival! -dijo Cyprian finalmente, los labios tensos y la espalda encorvada como si acabaran de pegarle una paliza.

Araminta no dijo nada, también ella estaba pálida como una muerta.

– ¿Y cómo la llevaste arriba? -preguntó Cyprian levantando ahora la voz, como si la ira por sí sola pudiera liberarlo en cierto modo del dolor que lo embargaba.

Araminta sonrió, una sonrisa lenta y aviesa, un gesto en el que había odio pero que revelaba una herida abierta y dolorosa.

– No fui yo… fue papá. A veces pensaba que, si algún día llegaba a descubrirse, yo diría que había sido Myles, así me vengaría de él por lo que me ha hecho, por todo lo que me ha venido haciendo a lo largo de todos los años que llevamos casados. Pero nadie lo habría creído. -Su voz estaba preñada de un desprecio impotente que había ido acumulando con los años-. No tiene el valor suficiente. Y él no habría mentido para proteger a los Moidore. No, lo hicimos papá y yo… y Myles no nos protegería cuando se acabara todo. -Se puso en pie y volvió el rostro hacia sir Basil. Por los dedos le resbalaba un hilillo de sangre, que había brotado al clavarse las uñas en la palma de la mano.

»Te he querido siempre, papá, pero tú me hiciste casar con un hombre que me violó, que se ha servido de mí como de una mujer pública. -La amargura y el dolor que sentía la agobiaban-. Tú no me habrías permitido que lo abandonase, porque los Moidore no hacen cosas que puedan empañar el buen nombre de la familia, que es lo único que te importa de verdad, porque esto es poder: el poder que da el dinero, el poder que da la fama, el poder que da gozar de una buena posición.

Sir Basil se quedó inmóvil y aterrado, como si acabara de recibir un golpe físico.

– Pues bien, yo oculté el suicidio de Octavia para proteger a la familia -prosiguió Araminta, clavando en él los ojos como si fuera la única persona que pudiera oír sus palabras-. Y colaboré contigo para que creyeran que Percival era el culpable y lo colgaran. Bien, ahora ya estamos hundidos. Ha sido un escándalo, una burla… -Le temblaba la voz, como si estuviera a punto de estallar en una carcajada-. Todo son eufemismos para evitar la palabra asesinato, la palabra corrupción. Tú pagarás conmigo, con la horca, por Percival. Eres un Moidore y morirás como tal, lo mismo que yo.

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