Anne Perry - Luto riguroso

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Nunca se había visto envuelto en el escándalo el aristocrático clan de los Moidore, una de las mejores familias de Londres, a cuya mansión de Queen Anne Street acuden los más encumbrados personajes. Ahora, sin embargo, la bella hija de sir Basil ha aparecido apuñalada en su propia cama y la noticia corre de boca en boca por la ciudad. El inspector William Monk recibe la orden de encontrar al asesino sin demora, aunque evitando causarle mayores trastornos a una familia ya abrumada por la tragedia. Monk se halla aún bajo los efectos de la amnesia que le dejó como secuela un grave accidente, pero sus facultades continúan intactas y, con la ayuda de Hester Latterly, se aproxima paso a paso a un asombroso descubrimiento.

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Pero si la sangre del cuchillo no era de Octavia, ¿sería suya realmente la del salto de cama?

De pronto la sorprendió el fogonazo de un recuerdo que fue como si le hubiera caído encima un jarro de agua fría. ¿Acaso Beatrice no había dicho algo sobre un desgarrón en el encaje del salto de cama de Octavia? ¿No había aceptado la petición de ésta, poco experta en las labores de aguja, para que se lo remendara? Esto podía significar que ni siquiera lo llevaba puesto cuando murió. Aun así sólo lo sabía Beatrice y por respeto a su dolor nadie le había mostrado la prenda manchada de sangre. Araminta la había identificado como la que Octavia llevaba aquella noche a la hora de acostarse, y así era: la llevaba por lo menos hasta el rellano de la escalera. Después Octavia había ido a dar las buenas noches a su madre y había dejado la prenda en su cuarto.

Por el mismo motivo, también Rose podía estar equivocada. Sabía que el salto de cama era de Octavia, no cuándo lo llevaba.

¿O tal vez sí lo sabía? Por lo menos debía de saber cuándo lo había lavado por última vez. Era la encargada de lavar y planchar este tipo de cosas… y también de remendarlas en caso necesario. ¿Cómo se explicaba que no hubiera cosido el encaje? Una lavandera tenía la obligación de prestar más atención a estos detalles.

Por la mañana le haría algunas preguntas.

De repente volvió al presente, se percató de nuevo de que se encontraba en el estudio de sir Basil con sólo el salto de cama puesto, exactamente en el mismo sitio donde Octavia, empujada por la desesperación, debió de quitarse la vida… y con el mismo instrumento en la mano que ella debía de haber tenido en la suya. Como alguien la hubiera descubierto en aquel momento, no habría tenido ninguna excusa… y si hubiera sido, quienquiera que fuese, la persona que sorprendió a Octavia, habría comprendido inmediatamente que también ella estaba enterada.

Sostenía la vela baja y la cera fundida iba llenando el cuenco. Volvió a colocar el abrecartas en su sitio, poniéndolo exactamente tal como estaba antes, después tomó la vela y volvió a dirigirse con rapidez a la puerta y la abrió casi sin hacer ruido. El pasillo estaba sumido en la oscuridad: lo único que se distinguía en él era el débil resplandor que se filtraba a través de la ventana que daba a la parte frontal de la casa, al otro lado de la cual seguía cayendo la nieve.

Atravesó el vestíbulo de puntillas, sin hacer ruido. Sentía la frialdad de las baldosas bajo sus pies desnudos y estaba rodeada únicamente por un pequeño haz de luz, la indispensable para no tropezar. Al llegar a lo alto de la escalera atravesó el rellano y, no sin cierta dificultad, localizó el pie de la escalera para uso de las criadas.

Finalmente en su habitación, apagó de un soplo la llama de la vela y se encaramó a la cama helada. Tenía mucho frío, el cuerpo convulso por temblores, empapado de sudor, una sensación de náuseas en el estómago.

Por la mañana, tratando de recurrir a todo su aplomo, se ocupó primeramente de que Beatrice se encontrara cómoda y de servirle el desayuno; después fue a ver a Septimus, al que dejó igualmente tras haberlo atendido, procurando no dar la impresión de apresuramiento o de ser negligente con sus deberes. Eran casi las diez cuando ya se encontró en libertad de ir a la lavandería a hablar con Rose.

– Rose -la interpeló con voz tranquila para no llamar la atención de Lizzie. A buen seguro habría querido saber qué pasaba, para comprobar si se trataba de algún trabajo, y en caso contrario hacer o impedir lo que fuera para obligarles a dejarlo hasta un momento más oportuno.

– ¿Qué desea? -Rose estaba pálida, su cutis había perdido aquella diafanidad y aquel esplendor como de porcelana que tenía antes y sus ojos, tan oscuros, parecían dos cuencas vacías. La muerte de Percival la había afectado profundamente. Había en ella todavía una parte que seguía enamorada de aquel hombre y quizá se atormentaba con la idea de que sus propias declaraciones y la intervención que había tenido en su detención, la mezquina malevolencia que había demostrado y sus sutiles indicaciones podían haber conducido a Monk a orientar sus sospechas en dirección a Percival.

– Rose -volvió a llamarla Hester con intención de desviar su atención del trabajo que estaba haciendo, que consistía en alisar con la plancha el delantal de Dinah-. Se trata de la señorita Octavia…

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rose sin interés, mientras su mano movía la plancha hacia delante y hacia atrás y seguía con los ojos fijos en la tela.

– Usted se encargaba del cuidado de su ropa, ¿verdad? ¿O era Lizzie?

– No. -Rose continuaba sin mirarla-. Lizzie solía ocuparse de la ropa de lady Moidore, de la ropa de la señorita Araminta y a veces también de la ropa de la esposa del señor Cyprian. Yo me encargaba de la ropa de la señorita Octavia y de la ropa blanca de los caballeros. Los delantales y gorros de las camareras nos los repartimos según convenga. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado ahora?

– ¿Cuándo fue la última vez que lavó el salto de cama de la señorita Octavia, el que tiene un encaje con un dibujo de lirios… antes de que la asesinaran?

Rose dejó finalmente la plancha y se volvió a Hester con el ceño fruncido. Estuvo unos minutos pensativa antes de contestar.

– Lo planché la mañana del día antes y lo subí arriba alrededor de mediodía. Suponía que iba a ponérselo aquella noche… -hizo una profunda aspiración-, y por lo que he oído se lo puso al día siguiente y cuando la mataron lo llevaba puesto.

– ¿El salto de cama estaba roto?

Rose la miró con el rostro tenso.

– ¡Claro que no! ¿Se figura que no sé cuáles son mis obligaciones?

– Si se hubiera hecho un desgarrón la noche antes, ¿se lo habría dado a usted para que lo remendara?

– Es más probable que se lo hubiera dado a Mary, pero después Mary me lo habría dado a mí. Tiene buenas manos y sabe hacer arreglos cuando se trata de trajes y de vestidos de noche, pero aquellos lirios eran cosa muy fina. ¿Por qué lo dice? ¿A qué viene ahora eso?-La miró con expresión de extrañeza-. De todos modos, debió de ser Mary la que lo remendó, porque yo no, y cuando la policía me enseñó el salto de cama para que dijera si era de la señorita, no vi que estuviera roto, tanto los lirios como todo el encaje estaban en perfecto estado.

Hester sintió una extraña excitación.

– ¿Está segura? ¿Absolutamente segura? ¿Sería capaz de jurarlo por la vida de alguien?

Fue como si a Rose acabaran de darle un bofetón, ya que de su cara desapareció el último vestigio de color.

– ¿Por quién quiere que jure? ¡Percival ha muerto! ¡Lo sabe de sobra! ¿Se puede saber qué le pasa? ¿Por qué se preocupa por un encaje roto?

– ¡Dígamelo! ¿Está absolutamente segura? -insistió Hester.

– Sí, lo estoy. -Rose ya estaba enfadándose porque no comprendía la insistencia de Hester y aquello la asustaba-. Cuando la policía me enseñó el salto de cama manchado de sangre no tenía el encaje roto. Precisamente aquella parte no estaba manchada, estaba perfectamente limpia y bien.

– ¿No se equivoca? ¿No había otra parte de la prenda adornada también con encaje?

– Sí, pero no era el mismo. -Movió negativamente la cabeza-. Mire, señorita Latterly, no sé lo que pensará usted de mí, aunque de sobra se ve por los aires que gasta, pero sé muy bien qué me llevo entre manos y cuando veo un salto de cama sé dónde tiene el tirante y dónde el dobladillo. Ni estaba roto el encaje del salto de cama cuando me lo llevé de la lavandería ni lo estaba tampoco cuando la policía me preguntó si lo reconocía, pese a quien pese y favorezca a quien favorezca.

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