Callandra sonrió.
– Recuerde, hija mía, que usted se enfrenta con el mundo tal como es, no como usted cree, quizá con toda la razón, que debería ser. Podrá conseguir muchísimas cosas sin necesidad de agredir para obtenerlas, con un poco de paciencia y algún pequeño halago. Deténgase a considerar qué es lo que quiere realmente, en lugar de entregarse a su indignación o a su vanidad para lanzarse al ataque. A menudo llegamos a conclusiones apasionadas cuando, si conociéramos las cosas, sostendríamos opiniones muy diferentes.
Hester se sintió tentada de soltar una carcajada, pese a haber entendido con mucha claridad lo que había dicho Callandra y haber percibido lo que había de verdad en sus palabras.
– Lo sé -admitió, presurosa, Callandra-. Me va más predicar que practicar pero, créame, cuando me interesa mucho una cosa hago acopio de paciencia, espero a que se presente la oportunidad y pienso en cómo puedo conseguirla.
– Intentaré hacerlo -prometió Hester llena de buenas intenciones-. Haré todo lo posible por no darle la razón a aquel policía imbécil… No, no se la daré.
– ¿Cómo dice?
– Me lo encontré un día paseando -explicó Hester- y me dijo que yo era arrogante y testaruda o algo parecido.
Las cejas de Callandra se arquearon sin que ella hiciera nada por disimular su sorpresa.
– ¿Tuvo valor? ¡Qué temeridad! Y qué suspicacia… teniendo en cuenta que fue un encuentro tan breve. ¿Puedo preguntarle qué opina usted del hombre?
– Pues que es un papa natas incompetente e insoportable.
– Cosa que, naturalmente, usted no dejó de decirle.
Hester le devolvió la mirada.
– ¡Puede estar segura!
– Desde luego. Pues yo creo que él se hizo de usted una idea más certera que usted de él. No lo tengo por un incompetente. La labor que tiene entre manos es sumamente difícil. Es seguro que había muchísimas personas que odiaban a Joscelin y tiene que ser extremadamente complicado para un policía, con todo lo que juega en su contra, descubrir quién pudo ser el autor… y más aún demostrarlo.
– O sea que usted piensa… -Hester dejó la frase colgada en el aire.
– Sí, eso pienso -replicó Callandra-. Y ahora ponga atención porque vamos a hablar de usted. Escribiré a unos amigos míos y casi podría asegurar que, si sabe refrenar la lengua, se abstiene de manifestar su opinión sobre los hombres en general y sobre los generales del ejército de Su Majestad en particular, le conseguiremos un puesto en la administración de un hospital que no sólo puede ser satisfactorio para usted sino también para los que tienen la desgracia de estar enfermos.
– Gracias -dijo Hester con una sonrisa-, le estoy muy agradecida. -Bajó un momento los ojos, los fijó en su regazo y seguidamente los levantó, brillantes, y miró a Callandra-. Quiero que sepa que no me importa caminar a una distancia de dos pasos detrás de un hombre siempre que el hombre camine dos pasos más aprisa que yo. Lo que aborrezco es que me aten los pies en aras de los convencionalismos… y tener que fingir que soy coja para halagar la vanidad de un hombre.
Callandra negó lentamente con la cabeza y a su rostro asomó una sonrisa divertida y a la vez una profunda tristeza.
– Lo sé, tal vez necesite caer unas cuantas veces y que otra persona tenga que levantarla para aprender lo que es un ritmo más equitativo. Pero no ande despacio sólo para tener compañía. ¡Eso nunca! Ni Dios querría ponerle un yugo para unirla a una persona inferior a usted, ya que con esto sólo se conseguiría que se destruyesen mutuamente… en realidad, Dios menos que nadie.
Hester se recostó en el respaldo y sonrió, levantó las rodillas y se las abrazó de una manera muy poco digna de una señorita.
– Quiero pensar que tendré que caer muchas veces, que me creerán necia, que provocaré la hilaridad de los que no me quieren bien… pero mejor esto que no intentarlo.
– Así es -admitió Callandra-, lo que pasa es que usted lo haría igualmente.
Entre las amistades de Joscelin Grey, la que más información les proporcionó a Monk y a Evan fue una de las últimas personas a las que interrogaron. Su nombre no figuraba en la lista de lady Fabia, sino que lo encontraron en algunas de las cartas que había en el piso del finado. Habían pasado más de una semana en las proximidades de Shelburne, haciendo preguntas discretas acerca de un supuesto ladrón de joyas especializado en casas de campo. Todo lo cual les había permitido enterarse de algunas cosas relacionadas con la vida que llevaba Joscelin Grey, por lo menos durante las temporadas que pasaba fuera de Londres. Monk, por su parte, había pasado por la enervante e irritante experiencia de tropezarse un día en el parque de Shelburne con la mujer que había visto en compañía de la señora Latterly en la iglesia de St. Marylebone. Quizá no habría debido sorprenderse -después de todo, el mundo es un pañuelo-, pero el hecho es que el encuentro lo dejó anonadado. Había revivido todo el episodio de la iglesia y había sentido de nuevo la intensa emoción de aquel momento en el parque azotado por la lluvia y el viento, poblado de enormes árboles y con Shelburne House recortándose a distancia.
No había motivo para que ella no pudiera visitar a la familia, como descubriría más tarde. Se trataba de una tal señorita Hester Latterly, que había sido enfermera en Crimea y era amiga de lady Callandra Daviot. Según ella misma le había dicho, había conocido fugazmente a Joscelin Grey cuando cayó herido en el frente. Era, pues, la cosa más natural del mundo que, de regreso a su casa, fuera a dar el pésame personalmente a sus parientes. También encajaba con su manera de ser que se mostrara brusca con un policía.
Y para demostrarle que donde las dan las toman, él también había sido brusco con ella… y además le había encantado tener la oportunidad de hacerlo. El lance seguramente no habría tenido mayores consecuencias de no haber sido porque estaba emparentada con la señora que había conocido en la iglesia y cuyo rostro lo tenía obsesionado.
¿Qué habían averiguado? Pues que Joscelin Grey caía bien a la gente pero también despertaba envidias debido a su trato desenvuelto, a su sonrisa fácil, a su facilidad para hacer reír a la gente y, quizá más que ninguna otra cosa, porque su sentido del humor solía poseer ciertos resabios de causticidad mal disimulada. Lo que había sorprendido a Monk era que despertase la compasión, o por lo menos la comprensión de los demás por el hecho de ser el menor de los hermanos. De las dos carreras que habitualmente seguían los hijos menores, la iglesia y el ejército, la primera no le atraía y la segunda le estaba vedada debido a la herida que había sufrido al servicio de su patria. La heredera a la que había cortejado se había casado con su hermano mayor y de momento todavía no había encontrado a otra mujer que pudiera sustituirla o por lo menos a otra cuya familia pudiera considerarlo un candidato aceptable. Después de todo, había quedado excluido del ejército a causa de su herida, y no poseía una formación capaz de proporcionarle buenas rentas ni tampoco abrigar esperanzas de tipo financiero.
Evan había sido rápidamente aleccionado en lo tocante a las maneras y la moralidad de quienes poseían rentas superiores a la suya, y dicho conocimiento le había divertido y desilusionado a la vez. Sentado en el tren, dejaba vagar la mirada más allá de la ventana, mientras Monk lo observaba con una expresión de comprensión en la que no estaba ausente el humor. Sabía lo que sentía, aunque no recordaba haber experimentado nunca aquella sensación. ¿Tal vez porque él no había sido nunca tan joven como Evan? No le gustaba pensar que siempre había sido cínico y que no había poseído nunca una inocencia como aquélla, ni siquiera cuando era niño.
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