La Sala de Situación es la guarida habitual de los jefazos del Consejo Nacional de Seguridad, el lugar más protegido de todo el complejo de la Casa Blanca. Los rumores sostienen que cuando pasas por la puerta, te baña una fina banda de luz de un láser invisible que escanea tu cuerpo por si llevas armamento químico. Al pasar dentro, no me creo ni una palabra. Somos buenos, pero no tanto.
– Busco a Randall Adenauer -explico a la primera recepcionista que veo.
– ¿Y su nombre es…? -pregunta, mirando su registro de citas.
– Michael Garrick.
Levanta la vista, sorprendida.
– ¡Oh! Señor Garrick… venga por aquí.
El estómago se me viene abajo. Aprieto las mandíbulas para moderar la respiración y sigo a la recepcionista hacia lo que supongo que será uno de los pequeños despachos periféricos. Pero en vez de eso, nos detenemos ante la puerta cerrada de la sala principal de reuniones. Otra mala señal. En vez de citarme en las oficinas del FBI en la quinta planta del EAOE, me ha llevado a la sala con más seguridad del complejo. Aquí es donde el equipo de Kennedy sopesó la crisis de los misiles cubanos, y donde los de Reagan pelearon con sus malas artes para ver quién dirigiría el país cuando el atentado contra el Presidente. Si Adenauer se instala aquí, es que tiene algo serio que ocultar.
El clic de un cerrojo magnético me permite el acceso a la sala. Abro la puerta y entro. A la vista, es una sala de reuniones normal: una larga mesa de caoba, sillones de cuero, unos pocos vasos de agua. Desde un punto de vista tecnológico, es mucho más. Se rumorea que las paredes de esta sala tienen de todo, desde satélites espía infrarrojos a sistemas de vigilancia electromagnética que miden las radiaciones del teléfono, red, series o cables eléctricos. Pase lo que pase, no habrá ningún testigo.
Cuando la puerta se cierra detrás de mí, noto que un ligero zumbido flota por la habitación. Es como si estuviera sentado junto a una fotocopiadora, pero en realidad se trata de un generador de ruido blanco. Si llevase una cinta grabadora o un micrófono, ese ruido los ahogaría. No quiere correr ningún riesgo.
– Gracias por venir -dice Adenauer.
Tiene un aspecto distinto de la última vez que lo vi. Su pelo arenoso, la mandíbula ligeramente descentrada, ambas cosas parecen más suaves sin el cuerpo de Caroline como fondo. Igual que esa vez, lleva el botón de arriba de la camisa desabrochado. La corbata, ligeramente suelta. Nada que intimide. Tiene delante de él una carpeta roja, pero está sentado al otro lado de la mesa con la palma de la mano derecha completamente abierta. Una evidente oferta de ayuda.
– ¿Hay algo que le moleste, Michael?
– Estaba preguntándome por qué me recibe aquí. Podía haberme hecho subir a su despacho.
– Hay alguien allí ahora, y si lo hubiera hecho bajar a la oficina grande, lo hubiera visto hasta el último periodista de los que hacen guardia en el edificio. Por lo menos aquí lo tengo a usted a salvo.
Buen punto.
– No estoy aquí para acusarlo, Michael. Yo no creo en los chivos expiatorios -me explica con su dulce acento de Virginia.
Al contrario que la otra vez, no intenta tocarme en el hombro, lo que es una de las razones por las que considero que es serio de verdad. Al hablar, tiene un difuso tono profesional en la voz. Hace juego con su traje de tweed y me recuerda a un viejo profesor de inglés de instituto. No, no exactamente un profesor. Un amigo.
– ¿Por qué no se sienta? -pregunta Adenauer. Señala la silla en la esquina de la mesa y sigo su invitación-. No se preocupe -me dice-. Será rápido.
No hay duda de que se lo toma con tranquilidad. Una vez que estoy sentado, abre la carpeta roja. Manos a la obra.
– Bien, Michael, ¿sigue manteniendo que usted lo único que hizo fue encontrar el cuerpo?
Mi cabeza se levanta de golpe antes incluso de que termine la pregunta.
– ¿Qué está usted…?
– No es más que una formalidad -me promete-. No tiene que ponerse nervioso.
Sonrío forzadamente y acepto su palabra. Pero en sus ojos… ese modo en que se entrecierran… lo veo un poco demasiado divertido.
– Yo solamente la encontré -insisto.
– Fantástico -replica sin cambiar de expresión. El zumbido del ruido blanco a mi alrededor se está haciendo irritante-. Ahora, cuénteme lo que sabe de Patrick Vaughn -dice, fiándose nuevamente de los viejos trucos de interrogatorio. Más que preguntar si yo conozco a Vaughn, va directo a la cuestión. Pero yo estoy en guardia. P. Vaughn. Nombre de pila: Patrick. El individuo que pasó la nota por debajo de mi puerta. Con esperanza de averiguar algo más, le digo la verdad a Adenauer.
– No conozco a ese individuo.
– Patrick Vaughn -repite.
– Ya lo he oído la primera vez. No tengo ni idea de quién es.
– Vamos, Michael, no se comporte así, usted es más inteligente.
No me gusta como suena eso -no es un truco-, hay auténtica preocupación en su voz. Lo que significa que tiene alguna buena razón para creer que yo tendría que conocer a ese tal Vaughn. Es hora de lanzar el cebo.
– Intento recordarlo, se lo juro. Ayúdeme un poco. ¿Cómo es físicamente?
Adenauer busca en la carpeta y saca una foto policial en blanco y negro. Vaughn es un tipo bajito con un bigotito fino de gángster de película de televisión y el pelo grasiento aplastado hacia atrás. La tarjeta de identificación que sujeta delante del pecho lleva un número de la policía y su fecha de nacimiento. La última línea de la tarjeta dice «Wayne County», lo que me indica que ha pasado algún tiempo en Detroit.
– ¿Le suena ahora? -pregunta Adenauer.
Pienso en la descripción que hizo mi vecino del individuo con cadenas de oro.
– Le he hecho una pregunta, Michael.
Mi cerebro sigue encallado en la nota al pie de mi puerta. Si el tipo de las cadenas… si ése era Vaughn, ¿por qué va haciéndole preguntas al vecino? ¿Intenta ayudar? ¿O intenta enredarme?
Mientras no sepa la respuesta, no correré el riesgo.
– Se lo estoy diciendo, no tengo ni idea de quién es. No lo he visto en mi vida -es una respuesta de abogado, pero sigue siendo la verdad. Contemplo la foto y encajo otro diálogo-. ¿Por qué lo detuvieron?
Adenauer no mueve ni un músculo.
– No quieras tocarme los huevos, muchacho.
– Yo no… no sé qué quiere que le diga. ¿Qué hizo?
Chasquea el cuero cuando se inclina hacia adelante en el sillón. Se prepara para saltar.
– Adivínelo así, a pelo… Al fin y al cabo, usted fue el primero en llegar.
Oh, Dios mío.
– ¿Es un asesino? ¿Creen que éste es el tipo que mató a Caroline?
Me arrebata la foto de las manos.
– Le he dado una oportunidad, Michael.
– ¿Cómo? ¿Usted cree que lo conozco?
– No voy a contestarle a esa pregunta.
Empiezo a sudar. Hay algo que no me dice. ¿Será éste el tío que contrató Simon? Tal vez Simon lo esté usando para señalarme con el dedo. El ruido blanco hace más difícil pensar.
– ¿Alguien le contó a usted algo?
– Olvídelo, Michael. Vámonos.
– No quiero irme. Dígame qué le hace pensar que lo conozco. ¿Mi padre? ¿Tiene que ver con él? ¿Es porque es de Detroit? ¿Porque los dos somos de Michi…?
– ¿Y si le digo que lo han trincado dos veces en el distrito de Columbia por vender drogas? -me interrumpe Adenauer-. ¿Eso le suena de algo?
No me gusta adonde se encamina esto.
– ¿Tendría que sonarme?
– Dígamelo usted. Dos veces detenido por drogas aquí y un juicio por asesinato hace dos años en Michigan. ¿Le suena a alguien que conozca?
Centrado en las drogas, intento no pensar en la respuesta.
– Por cierto -dice Adenauer con una sonrisa-. ¿Vio ese artículo sobre Nora en el Herald de esta mañana? ¿Qué le parece eso de que la llamen «la Primera Pasota»?
Читать дальше