– Muy bien… estupendo. Es fantástica.
– ¿Qué es lo que no me estás contando? -dice Trey tras una pausa.
Este chico es bueno. Demasiado bueno.
– Déjame adivinarlo -añade-. Al principio de la noche, se exhibió por ahí haciendo de mala, y tú, como el resto del país, incluyéndome a mí, te sentiste un poco incitado por el morbillo de la fuerza sexual de la Primera Familia. Así que ya te veo… Ella sopla y rebufa, y tú confiando en que eche tu casa abajo… Pero justo al llegar al momento mágico, justo cuando estás a punto de firmar en la línea de puntos, te llega un aroma de la chica inocente que lleva dentro y justo entonces, das marcha atrás, decidido a salvarla de sus propias locuras.
Me quedo callado un segundo de más antes de decir:
– No sé a qué te…
– ¡Ya está! -exclama Trey-. Siempre jugando a ser protector. Es lo mismo que con aquel cliente de oficio profesional que tuviste durante la campaña: cuantas más mentiras te decía y más te liaba, más convencido estabas de que necesitaba tu ayuda. Y te pasa cada vez que alguien te pone cara de pájaro-con-ala-rota. Eternamente dispuesto a salvar el mundo… Sólo que, con Nora, salir al rescate te hace sentirte como una estrella del rock.
– ¿Quién dice que yo quiero ser una estrella del rock?
– Trabajas en la Casa Blanca, Michael… Todo el mundo quiere ser una estrella del rock. Es la única razón por la que aceptamos tan poco sueldo y un horario abusivo…-Oh, ¿así que ahora vas a decirme que tú harías este trabajo para cualquiera? ¿Que Hartson y el programa son pura mierda? ¿Que todos los que estamos aquí es sólo por presumir?
Trey hace un largo silencio antes de contestar. El idealismo tarda en morir, especialmente cuando tiene que ver con el Presidente. Tal como es, nos pasamos los días cambiando vidas. Y algunas veces tenemos oportunidad de mejorarlas. Por irónico que suene, los dos sabemos que es un trabajo de ensueño. Finalmente, Trey añade:
– Lo único que digo es que, aunque te gustase, no le hubieras pedido que saliera contigo si eso no fuera un modo de encontrar un atajo para llegar a papá.
– ¿De verdad crees que soy tan retorcido?
– ¿De verdad crees tú que yo soy tan ingenuo? Ella es la hija del patrón. Una cosa lleva directo a la otra. Te digas lo que te digas, el bicho político que hay en ti no puede ignorarlo. Pero puedes estar seguro: que salgas con la hija del Presidente no quiere decir que seas el Primer Consejero.
No me gusta la manera de decirme eso, pero, en primer lugar, no puedo dejar de pensar en por qué Nora y yo salimos juntos. Es guapa y estimulante. No fue sólo por buscar un ascenso. Por lo menos, me considero por encima de eso.
– ¿Entonces vas a contarme lo que…?
– ¿No podemos hablar de esto más tarde? -lo interrumpo con la esperanza de que se olvide-. ¿Tienes alguna otra predicción para esta mañana?
– Te doy mi palabra en lo del censo. Será grande. Más que sir Elton en Wembley o en el Garden, incluso en vivo en Australia.
Pongo ojos de asombro. Es el único negro del mundo que está obsesionado con Elton John.
– ¿Algo más, Levon?
– El censo. Hoy es la estrella del día. Apréndete cómo se escribe. C-e-n-s-o.
Cuelgo el teléfono y leo en primer lugar lo del censo. Cuando se trata de la política de la política, Trey nunca se equivoca. Incluso entre animales políticos -incluyéndome a mí mismo-, no hay otro mejor. Durante cuatro años, incluso antes de que le salvara el pellejo durante la campaña, ha sido el favorito de la Primera Dama; así que aun cuando no sea más que un secretario de prensa adjunto titular, nada entra en el despacho de la señora sin que antes pase por sus manos. Y les aseguro que son unas manos que saben mucho.
Hojeo el Post mientras me voy zampando a toda prisa un bol de Lucky Charms. Después de la última noche, me vienen bien. Terminados los cereales, repaso el Times y el Journal y ya estoy listo para salir. Con el último periódico bajo el brazo, me voy del apartamento de una sola habitación sin hacer la cama. Con lo de perder el sueñecito suplementario y el gel capilar, voy reconociendo poco a poco, a los veintinueve años, que tengo la madurez encima. La cama deshecha es simplemente un último acto de rechazo. Y uno que no abandonaré pronto.
Son tres paradas de metro para ir de Cleveland Park a Farragut Norte, la estación más próxima a la Casa Blanca. En el tren liquido la mitad del Herald. Normalmente consigo verlo entero, pero los desvíos hacia Simon constituyen una distracción fácil. Si nos vio, se ha acabado. A mediodía estaré enterrado. Bajo la vista y veo una huella digital de tinta donde mis dedos sujetan el periódico.
El tren llega cuando son casi las ocho en punto. Cuando termino de subir la escalera mecánica con el resto de ciudadanos de traje y corbata, la bocanada de calor de Washington me pega en toda la cara. El aire caliente y húmedo del verano es como un lametón de grasa, y la intensidad del sol brillante desorienta. Pero eso no basta para hacerme olvidar dónde trabajo.
A la entrada del Edificio Antiguo del Ejecutivo de la avenida de Pennsylvania, me obligo a subir los empinados escalones de granito y saco la tarjeta de identidad del bolsillo del traje. Todo el entorno tiene un aire distinto del de anoche. No tan oscuro.
La larga cola de colegas que se estira por el vestíbulo esperando para pasar por el control de seguridad me hace ser plenamente consciente de una cosa: cualquiera que diga que trabaja en la Casa Blanca es un mentiroso. Y ésa es la verdad. En realidad, sólo hay ciento dos personas que trabajan en el Ala Oeste, donde está el Despacho Oval. Todos ellos, peces gordos. El Presidente y sus ayudantes principales. Carne de primera especial.
El resto de nosotros, por supuesto, prácticamente todos los que decimos que trabajamos en la Casa Blanca, en realidad trabajamos en la casa de al lado, el Edificio Antiguo de Oficinas del Ejecutivo, la Presidencia del Gobierno, el EAOE, esa mole recargada de siete pisos que se encuentra justo al lado. Claro que este Edificio Antiguo del Ejecutivo alberga a la mayoría de cuantos trabajan en la propia Oficina de la Presidencia, y claro también que está rodeado por los mismos barrotes de hierro negro que circundan la Casa Blanca. Pero que nadie se equivoque: no es la Casa Blanca. Por supuesto, eso no impide que hasta la última persona que trabaja allí cuente a sus amigos y familia que trabaja en la Casa Blanca. Yo incluido.
La cola va menguando y avanzo hacia la puerta. En el interior, bajo un techo de dos pisos de altura, dos agentes del Servicio Secreto uniformados están sentados tras un mostrador alto de recepción y van dando paso a los visitantes al complejo. Intento evitar que mis ojos prolonguen el contacto, pero no puedo dejar de mirarlos. ¿Se habrán enterado de lo de anoche? Sin decir palabra, uno de ellos se vuelve hacia mí y hace un gesto con la cabeza. Me quedo helado, después me relajo rápidamente. Va controlando el resto de la cola y hace el mismo gesto al tipo que tengo detrás. Un simple saludo amistoso, decido.
Los que tenemos tarjetas de identidad esperamos en los tornos. Una vez allí, pongo la cartera en el aparato de rayos X y mi identificación frente a un visor electrónico. Bajo él hay un teclado igual que el de un teléfono, pero sin números. En pocos segundos, mi tarjeta queda registrada, suena un pitido y se iluminan diez números rojos en los botones. Cada vez que alguien lo acciona, los números aparecen en un orden diferente, de manera que si alguien me estuviera vigilando, no podría descifrar la clave de mi PIN. Es la primera línea de seguridad para acceder al EAOE, y probablemente la más eficaz.
Después de introducir mi código, paso por la máquina de rayos X que, como siempre, se dispara.
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