Dega se metió en el asunto de falsificación de bonos de la Defensa Nacional. Un falsificador los había hecho de modo muy original. Decoloraba los bonos de 500 francos y volvía a imprimir encima, perfectamente, títulos de 10 000 francos. Como el papel era igual, Bancos y comerciantes los aceptaban con toda confianza. Aquello duraba hacía muchos años y la Sección financiera del Ministerio Fiscal no sabía a qué atenerse hasta el día en que detuvieron a un tal Brioulet en flagrante delito. Louis Dega estaba muy tranquilo al frente de su bar de Marsella, donde cada noche se reunía la flor y nata del hampa del Sur y donde, como a una cita internacional, acudían los grandes depravados del mundo.
En 1929, era millonario. Una noche, una mujer bien vestida, guapa y joven se presenta en el bar. Pregunta por Monsieur Louis Dega.
– Soy yo, señora, ¿qué desea usted? Haga el favor de pasar al otro salón.
– Soy la mujer de Brioulet. Está encarcelado en París, por haber vendido bonos del Tesoro falsos. He conseguido verle en el locutorio de la Santé, me ha dado las señas de este bar y me ha dicho que venga a pedirle a usted veinte mil francos para pagar al abogado.
Entonces, Dega, uno de los mayores depravados de Francia, ante el peligro de una mujer enterada de su papel en el asunto de los bonos, encuentra tan sólo la única respuesta que no debía dar:
– Señora, no conozco en absoluto a su marido, y si necesita usted dinero, vaya a hacer de puta. Con su palmito, ganará más del que necesita.
La pobre chica, ultrajada, se va corriendo, hecha un mar de lágrimas. Le cuenta la escena a su marido. Brioulet, indignado, al día siguiente le contó al juez de instrucción todo cuanto sabía, acusando formalmente a Dega de ser el individuo que facilitaba los bonos falsos. Un equipo de los más listos policías de Francia se puso tras la pista de Dega. Un mes después, Dega, el falsificador, el grabador y once cómplices eran detenidos a la misma hora en diferentes sitios y encarcelados. Comparecieron ante el Tribunal del Sena y el proceso duró catorce días. Cada acusado era defendido por un gran abogado. Resultado, que por veinte mil míseros francos y unas palabras propias de un idiota, el hombre más depravado de Francia, arruinado, envejecido diez años, cargaba con quince de trabajos forzados. Aquel hombre era el hombre con quien yo acababa de firmar un pacto de vida y de muerte.
El abogado Raymond Hubert ha venido a verme. No estaba muy inspirado. No se lo echo en cara.
… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Llevo ya varias horas dando vueltas, desde la ventana a la puerta de la celda. Fumo, me siento consciente, equilibrado y apto para soportar lo que sea. Me prometo no pensar, por el momento, en la venganza.
El fiscal, dejémoslo en el punto donde lo dejé, atado a las anillas de la pared, frente a mí, sin que yo haya decidido aún cómo mandarle al otro mundo.
De golpe, un grito, un grito de desesperación, agudo, horriblemente angustioso, logra atravesar la puerta de mi celda. ¿Qué pasa? Diríase que un hombre es torturado y grita. Sin embargo, aquí no estamos en la Policía judicial. No hay medio de saber qué ocurre. Esos gritos en la noche me han sobrecogido. ¡Y qué potencia deben tener para atravesar esta puerta acolchada! Quizá se trate de un loco. Es tan fácil volverse loco en estas celdas donde a uno no le llega nunca nada. Hablo solo, en voz alta. Me pregunto: “¿Qué puede importarme eso? Piensa en ti, sólo en ti y en tu nuevo socio, en Dega.” Me agacho, luego me levanto, después me doy un puñetazo en el pecho. Me he hecho mucho daño, señal de que todo marcha bien: los músculos de mis brazos funcionan perfectamente. ¿Y mis piernas? Felicítalas, pues llevas más de dieciséis horas caminando y ni siquiera te sientes fatigado.
Los chinos inventaron la gota de agua que te va cayendo, una a una, sobre la cabeza. En cuanto a los franceses, han inventado el silencio. Suprimen todo medio de divertirse. Ni libros, ni papel, ni lápiz; la ventana de gruesos barrotes está tapada con tablas, y sólo unos cuantos agujeritos dejan pasar un poco de luz muy tamizada.
Muy impresionado por aquel grito desgarrador, doy vueltas vueltas como una fiera enjaulada. En verdad tengo la plena sensación de estar literalmente enterrado vivo.
Sí, estoy muy solo, todo lo que me llegue no será nunca más que un grito.
Abren la puerta. Aparece un viejo cura. No estás solo, hay un cura, ahí, delante de ti.
– Buenas noches, hijo mío. Perdóname que no haya venido antes, pero estaba de vacaciones. ¿Cómo te encuentras?
Y el bueno del viejo cura entra a la pata llana en la celda y se sienta, sin más preámbulos, en mi catre.
– ¿De dónde eres?
– De Ardéche.
– ¿Qué hacen tus padres?
– Mamá murió cuando yo tenía once años. Mi padre me quiso mucho.
– ¿Qué era?
– Maestro de escuela.
– ¿Vive?
– Sí.
– ¿Porqué hablas de él en pasado, si aún vive?
– Porque si él vive, yo he muerto.
– ¡Oh! No digas eso. ¿Qué has hecho?
En un relámpago pienso en lo ridículo que resultaría decir que soy inocente, y contesto de un tirón:
– La Policía dice que maté a un hombre, y cuando lo dice debe de ser verdad.
– ¿Era un comerciante?
– No, un chulo.
– ¿Y por una cuestión entre hampones te han condenado a trabajos forzados de por vida? No lo comprendo. ¿Fue un asesinato?
– No, un homicidio.
– Increíble, hijo mío. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres rezar conmigo?
– Señor cura, perdóneme, no he recibido ninguna educación religiosa, no sé rezar.
– Eso no importa, hijo mío, rezaré yo por ti. Dios ama a todos sus hijos, estén bautizados o no. Repetirás cada palabra. que yo diga, ¿te parece bien?
Sus ojos son tan dulces, su cara redonda muestra tal luminosa bondad, que me da vergüenza negarme y, como él se arrodilla, yo también lo hago. “Padre nuestro que estás en los Cielos.” Se me llenan los ojos de lágrimas y el buen cura que las ve, recoge de mi mejilla, con uno de sus dedos rollizos, una lágrima gordota, se la lleva a los labios y la sorbe.
– Tu llanto, hijo mío, es para mí la mayor recompensa que Dios podía otorgarme hoy a través de ti. Gracias.
Y, levantándose, me besa en la frente.
Estamos nuevamente sentados en la cama, uno al lado del otro.
– ¿Cuánto tiempo hacía que no llorabas?
– Catorce años.
– ¿Catorce años? ¿Desde cuándo?
– Desde el día en que murió mamá.
Me coge la mano y me dice:
– Perdona a quienes te han hecho sufrir.
Me suelto de él y, de un brinco, me encuentro sin querer en medio de la celda.
– ¡Ah, no, eso no! jamás perdonaré. Y, ¿quiere que le confiese una cosa, padre? Pues bien, cada día, cada noche, cada hora, cada minuto lo paso meditando cuándo, cómo, de qué forma podré hacer que mueran todas las personas que me han mandado aquí.
– Dices y crees eso, hijo mío. Eres joven, muy joven. Con los años, renunciarás a castigar y a la venganza.
Al cabo de treinta años, pienso como él.
– ¿Qué puedo hacer por ti? -repite el cura.
– Un delito, padre.
– ¿Cuál?
– Ir a la celda 37 y decirle a Dega que mande hacer por su abogado una solicitud para ser enviado a la central de Caen y que yo la he hecho ya hoy. Hay que irse pronto de la Conciergeríe a una de las centrales donde forman las cadenas de penados para la Guayana. Pues si se pierde el primer barco, hay que esperar dos años más, encerrado, antes de que haya otro. Después de haberle visto, señor cura, tiene que volver aquí.
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